"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Agnes Grey - Anne Brontë

Agnes Grey Por Anne Brontë I. LA RECTORÍA Todas las historias verdaderas contienen una enseñanza aunque en ocasiones el tesoro sea difícil de encontrar y, una vez encontrado, resulte tan insignificante que el fruto seco y arrugado apenas compense el trabajo de romper la cáscara. Sea o no éste el caso de mi historia, no soy la persona más apropiada para juzgarlo. A veces creo que ésta podría ser de cierta utilidad para algunas personas, entretenida para otras, pero el mundo debe juzgarlo por sí mismo: protegida por mi propia oscuridad, por el paso de los años y por algunos nombres ficticios, me arriesgo sin miedo a exponer abiertamente ante el público lo que no me hubiese atrevido a revelar al amigo más íntimo. Mi padre era un clérigo del norte de Inglaterra, merecidamente respetado por todo aquel que le conocía; había vivido con bastante holgura en su juventud gracias a una modesta renta y a una cómoda y pequeña casa de su propiedad. Mi madre, que se casó con él en contra de los deseos de su familia, era la hija de un caballero, y una mujer de carácter. En vano le recordaron que, si se convertía en la pobre mujer de un rector, debería prescindir de su carruaje, de su doncella y de todos los lujos y comodidades propios de la riqueza, que para ella eran casi indispensables. Un carruaje y una doncella eran cosas muy convenientes, sí, pero, gracias a Dios, tenía pies para caminar y manos para atender sus propias necesidades. Una casa elegante y jardines espaciosos no eran bienes despreciables, pero prefería vivir en una casa rústica con Richard Grey que en un palacio con cualquier otro hombre del mundo. Finalmente, al no encontrar argumentos convincentes, su padre les dijo que podían casarse si ése era su deseo pero que, de hacerlo, su hija perdería todo derecho a su fortuna. De esa forma esperaba que el ardor de ambos se enfriase; pero estaba equivocado. Mi padre conocía demasiado bien las extraordinarias cualidades de mi madre para no darse cuenta de que ella sola constituía una valiosa fortuna, y si accedía a embellecer su humilde casa, él se sentía dichoso de tomarla por esposa en cualquier circunstancia; por su parte, mi madre prefería trabajar con sus propias manos a separarse del hombre que amaba, cuya felicidad era la suya propia, y con quien, unidos en cuerpo y alma, ya formaba un solo ser. De forma que su fortuna pasó a engrosar la bolsa de una hermana más inteligente que se había casado con un rico nabab, mientras ella, para sorpresa y disgusto de todos los que la conocían, iba a enterrarse en una sencilla aldea rural entre las colinas de… Y sin embargo, a pesar de todo esto, y a pesar de la energía de mi madre y de los caprichos de mi padre, creo que no se podría encontrar en toda Inglaterra una pareja más feliz. De seis hijos, solo mi hermana Mary y yo logramos sobrevivir a los peligros de la infancia. Como yo era cinco o seis años más pequeña, siempre fui «la niña» y el muñeco de la familia; padre, madre y hermana: todos unidos para malcriarme, no con una loca indulgencia que hubiese hecho de mí una niña rebelde e ingobernable, sino con una atención constante que me convertiría en una persona demasiado indefensa y dependiente, incapaz de enfrentarse a las inquietudes y sobresaltos de la vida. Mary y yo crecimos en el más absoluto aislamiento. Siendo mi madre una persona inteligente, culta y trabajadora, cargó con todo el peso de nuestra educación, a excepción del latín —de cuya enseñanza se hizo cargo mi padre —, de forma que nunca fuimos a la escuela y, como no había vida social en la vecindad, nuestro único contacto con el mundo consistía en serias reuniones en las que se invitaba a tomar el té a los principales granjeros y comerciantes de los alrededores —las justas para que no se nos tildara de gente demasiado orgullosa para relacionarse con sus vecinos— y en una visita anual a la casa de nuestro abuelo paterno, donde nuestra amable abuela, una tía soltera y dos o tres ancianas y caballeros fueron las únicas personas que jamás vimos. Algunas veces, nuestra madre nos contaba historias y anécdotas de su juventud, las cuales, además de divertirnos y sorprendernos, solían despertar —al menos en mí— un vago y secreto deseo de ver un poco más del mundo. Yo pensaba que debía de haber sido muy feliz, pero ella nunca dio muestras de echar de menos tiempos pasados. En cambio, mi padre, cuyo temperamento no era tranquilo ni alegre, a menudo se atormentaba sin razón pensando en los sacrificios que su querida esposa había hecho por él, y le daba una y mil vueltas a la cabeza con proyectos para aumentar su pequeña fortuna, por ella y por nosotras. En vano mi madre le aseguraba que no necesitaba más de lo que tenían y que, si ahorraba un poco de dinero «para las niñas», tendríamos más que suficiente para el presente y para el futuro. Pero ahorrar no era el punto fuerte de mi padre. No era de los que se endeudaban (al menos, mi madre se cuidaba mucho de que no lo hiciera), pero cuando tenía dinero se sentía impelido a gastarlo. Le gustaba ver su casa confortable, y a su mujer e hijas bien vestidas y atendidas. Por otra parte, tenía una naturaleza caritativa y le gustaba ayudar a los pobres según sus medios, o, como algunos podían pensar, más allá de éstos. Sucedió, sin embargo, que un buen amigo le sugirió la manera de doblar el valor de su patrimonio personal de un golpe, y de aumentarlo después a una cantidad indecible. Ese amigo era comerciante, un hombre de espíritu emprendedor y talento indiscutible, limitado empero en sus propósitos mercantiles por falta de capital; generosamente, ofreció a mi padre una buena parte de sus beneficios si éste le confiaba una cantidad de la que pudiera prescindir, en la fe de que fuera cual fuese la suma que pusiese en sus manos se la devolvería multiplicada por dos. El pequeño patrimonio se vendió rápidamente y todo su valor fue depositado en las manos del amable comerciante, quien procedió a embarcar su cargamento y a preparar su viaje de inmediato. Mi padre estaba encantado, igual que todas nosotras, con las prometedoras perspectivas. Es cierto que, de momento, nos veíamos limitados a vivir de los modestos ingresos de la iglesia, pero mi padre pensaba que no había necesidad de restringir nuestros gastos escrupulosamente; de forma que, tras abrir una generosa cuenta con el señor Jackson, otra con Smith y una tercera con Hobson, vivíamos incluso con más comodidad que antes; mi madre, sin embargo, afirmaba que era mejor mantenerse dentro de nuestras posibilidades —ya que nuestras expectativas de riqueza no dejaban de ser precarias, después de todo—, y que si mi padre le confiaba la administración de todos nuestros bienes, no tendría nunca sensación de escasez. Pero, por una vez, él se mostró inflexible. Qué horas tan felices pasamos Mary y yo, sentadas junto al fuego con nuestras labores, vagando por las colinas cubiertas de brezo, reposando ociosamente bajo el abedul (el único árbol grande de nuestro jardín), hablando de nuestra futura felicidad y de la de nuestros padres, de lo que haríamos, veríamos y tendríamos, sin que ese agradable horizonte tuviera otra base que la de las riquezas que esperábamos que recaerían sobre nosotros por el éxito de las especulaciones del meritorio comerciante. La actitud de nuestro padre era casi tan reprochable como la nuestra; pero intentaba quitar importancia a sus sentimientos y expresaba sus esperanzas de prosperidad y optimistas expectativas con bromas y alegres ocurrencias que siempre me parecían muy agradables e ingeniosas. Nuestra madre reía, encantada de verle tan feliz y lleno de esperanzas, pero temía que se hubiese creado demasiadas expectativas y, en una ocasión, la oí murmurar al salir de la habitación: —¡Dios quiera que no sufra una decepción! No sé si podría soportarlo. Una decepción fue lo que sufrió, y muy amarga. La noticia cayó sobre todos nosotros como un rayo: la nave que contenía nuestra fortuna había naufragado y se había hundido en las profundidades arrastrando consigo toda la carga, a algunos miembros de la tripulación y al desdichado comerciante. Sentí pena por él; sentí pena porque caían por tierra todos los castillos que habíamos construido en el aire, pero gracias a la flexibilidad de la juventud, pronto me recuperé del golpe. Aunque la riqueza tuviera atractivos, la pobreza no infundía terror en una muchacha sin experiencia como yo. Si he de ser sincera, había algo excitante en la idea de pasar a depender completamente de nuestros limitados recursos. Hubiera deseado que papá, mamá y Mary pensaran de la misma forma que yo; y, así, en vez de lamentar calamidades pasadas, hubiéramos podido buscar juntos el medio de remediarlas con buen ánimo. Cuanto mayores fueran nuestras dificultades y duras nuestras presentes privaciones, mayores serían nuestra alegría para soportar las primeras y nuestro vigor para luchar contra las últimas. Mary no se lamentaba, pero rumiaba constantemente nuestra desgracia, hundiéndose en un estado de abatimiento del que ningún esfuerzo de mi parte podía sacarla. No me era posible hacerle ver el lado bueno de la situación, tal y como yo lo veía, y lo cierto es que temía tanto que me acusasen de frivolidad infantil o de estúpida insensibilidad que guardaba para mí la mayor parte de las brillantes y alegres ideas que se me ocurrían, sabiendo bien que éstas no serían entendidas. Mi madre solo pensaba en consolar a mi padre, pagar nuestras deudas y reducir nuestros gastos por todos los medios posibles. Pero mi padre estaba completamente abrumado por la calamidad. El golpe minó su salud, sus fuerzas y su ánimo, y nunca volvió a recuperarse del todo. En vano mi madre intentaba animarle apelando a su piedad, a su coraje y a su amor por ella misma y por nosotras. Ese mismo amor era la causa de su gran tormento: era por nosotras por lo que había deseado tan ardientemente aumentar su fortuna, era la idea de nuestro bienestar la que había dado alas a sus esperanzas y la que ahora le amargaba. Se atormentaba con el remordimiento de no haber seguido los consejos de mi madre, los cuales le hubiesen salvado, al menos, del peso adicional de las deudas. En vano se reprochaba el haber arrancado a mi madre de la dignidad, la comodidad y el lujo de su vida anterior para enfrentarla a las preocupaciones y trabajos de la pobreza. Ver a aquella mujer tan inteligente y dotada, cortejada y admirada en otro tiempo, convertida en una hacendosa y eficiente ama de casa, con las manos y la cabeza siempre ocupadas en los trabajos domésticos y en la economía familiar, era hiel para su alma. La misma forma voluntariosa con que llevaba a cabo sus tareas, la alegría con que soportaba los reveses de la fortuna y la generosidad con que le negaba cualquier responsabilidad en la presente situación se convertían, en la activa imaginación de este ser atormentado, en nuevas formas de aumentar sus sufrimientos. Y, así, la mente hizo mella en el cuerpo y atenazó sus nervios, los cuales, a su vez, aumentaron los problemas de la mente; hasta que, por acción y reacción, su salud se vio seriamente alterada, sin que ninguna de nosotras pudiera convencerle de que nuestros problemas eran mucho menos sombríos de lo que él pensaba, ni tan absolutamente desesperados como su mórbida imaginación los pintaba. Tuvimos que vender el práctico faetón y el robusto y bien alimentado poni, aquel que tanto queríamos y que habíamos decidido que debía terminar sus días en paz, sin cambiar jamás de amos; la pequeña cochera y el establo fueron alquilados, el criado y la más eficiente de las sirvientas (por ser la más cara) fueron despedidos. Se reformaron, remendaron y zurcieron nuestros vestidos hasta el límite que permitía la decencia; nuestra comida, siempre sencilla, se simplificó a un extremo sin precedentes, a excepción de los platos favoritos de mi padre; el carbón y las velas se restringieron de forma dolorosa; las dos velas se redujeron a una y el carbón se escatimó, reservado cuidadosamente en el hogar medio vacío, especialmente cuando mi padre estaba ausente cumpliendo sus obligaciones pastorales o confinado en la cama por la enfermedad. Nos sentábamos entonces con los pies en el guardafuegos, escarbábamos en las brasas agonizantes de vez en cuando y, ocasionalmente, añadíamos una ligera capa de polvo y fragmentos de carbón para mantenerlas vivas. En cuanto a nuestras alfombras, también éstas se desgastaron a su tiempo, y fueron remendadas y zurcidas, más incluso que nuestros vestidos. Para ahorrar el sueldo de un jardinero, Mary y yo nos encargábamos del cuidado del jardín, y todo el trabajo de la cocina y de la casa que no podía ser atendido por una sola sirvienta era llevado a cabo por mi madre y mi hermana, a quienes yo ayudaba de vez en cuando —solo un poco, porque, aunque yo me consideraba una mujer, seguía siendo una niña para ellas—. Mi madre, como todas las mujeres activas y eficientes, no supo criar hijas muy activas: siendo ella tan inteligente y activa, nunca quiso confiar sus asuntos a otra persona; por el contrario, se mostraba siempre dispuesta a actuar y a pensar por ella misma y por los demás; y fuera cual fuese el asunto en cuestión, creía que nadie podía hacerlo tan bien como ella; de forma que, siempre que me ofrecía a ayudarla, recibía una respuesta como: —No, cariño, realmente no puedes…, no hay nada que puedas hacer. Ve a ayudar a tu hermana o haz que vaya contigo a dar un paseo. Dile que no debe estar tanto tiempo sentada y en casa, o acabará por tener un aire triste y demacrado. —Mary, mamá dice que te ayude, o que vayas conmigo a dar un paseo. Dice que si te quedas todo el tiempo sentada en casa, acabarás por tener un aire triste y demacrado. —No puedes ayudarme, Agnes, y no puedo salir contigo. Tengo demasiadas cosas que hacer. —Entonces, déjame ayudarte. —De verdad que no puedes, cariño. Ve a practicar tus ejercicios de música o juega con el gatito. Siempre había mucha ropa por coser, pero nunca se me enseñó a cortar un vestido y, excepto dobladillos y pespuntes, era poco lo que podía hacer; porque ambas me aseguraban que era mucho más fácil para ellas hacer el trabajo que prepararlo para mí; y, además, preferían ver cómo continuaba mis estudios o me divertía, ya tendría tiempo de inclinarme sobre la labor, como una seria matrona, cuando mi gatito preferido se hubiese convertido en un gato viejo y formal. En aquellas circunstancias, y aunque en realidad no fuese mucho más útil que mi gatito, mi ociosidad tenía cierta disculpa. Durante todo aquel tiempo lleno de dificultades, jamás escuché a mi madre quejarse de nuestra falta de dinero. Cuando se acercaba el verano, nos decía a Mary y a mí: —Qué bueno sería que vuestro padre pudiera pasar unas cuantas semanas en alguna playa. Estoy convencida de que la brisa del mar y un cambio de aires le harían un bien incalculable. Pero no tenemos dinero —añadía con un suspiro. Las dos deseábamos de todo corazón que aquello pudiese suceder y sentíamos mucho que no fuera posible. —¡Bueno, bueno! —decía ella—. No sirve de nada quejarse. Después de todo, quizá se pueda hacer algo para llevar a cabo nuestro plan. Mary, tú pintas muy bien. ¿Qué te parecería pintar algunos cuadros más, en tu mejor estilo, enmarcarlos junto con las acuarelas que ya tienes e intentar venderlos a un marchante de arte que tenga sensibilidad para reconocer su valor? —Mamá, nada me haría más feliz, si tú crees que merece la pena y que podrían venderse. —Merece la pena intentarlo, cariño. Tú trabaja en los cuadros y yo haré lo posible por encontrar un comprador. —Ojalá pudiera hacer algo —dije yo. —¿Tú, Agnes? Bueno, ¡quién sabe! Tú también pintas muy bien: si eligieras un tema sencillo, estoy segura de que harías algo que todos nos sentiríamos orgullosos de enseñar. —Yo había pensado otra cosa, mamá, desde hace tiempo… pero no me atrevía a decirlo. —¡Vaya! Por favor, dinos de qué se trata. —Me gustaría ser institutriz. Mi madre profirió una exclamación de sorpresa y se echó a reír. Mi hermana dejó caer la labor y exclamó, perpleja: —¿Tú, una institutriz, Agnes? ¡Qué imaginación! —¡Pues vaya! No veo nada de extraordinario en ello. No pretendo enseñar a chicas mayores, pero seguro que podría dar clases a unas niñas… y me haría tanta ilusión… ¡me gustan tanto los niños! ¡Déjame, mamá! —Pero, cariño, si todavía no has aprendido a cuidar de ti misma. Y los niños requieren más juicio y experiencia que los que hacen falta para educar a los mayores. —Pero, mamá, tengo dieciocho años cumplidos y soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma y de otros también. No puedes conocer ni la mitad de la inteligencia y prudencia que tengo porque nunca las has puesto a prueba. —Pero piensa —dijo Mary—, ¿qué harías en una casa llena de extraños, sin que mamá o yo pudiéramos ayudarte… con un grupo de niños a quienes atender y sin nadie a quien poder pedir consejo? Ni siquiera sabrías qué ropa ponerte. —Creéis que, porque siempre hago lo que me decís, no tengo un juicio propio. Solo ponedme a prueba, es lo único que pido, y veréis de lo que soy capaz. En aquel momento mi padre entró en la habitación y le explicaron el tema de la discusión. —¡Mi pequeña Agnes, una institutriz! —exclamó, y a pesar de su depresión, la idea hizo que se echara a reír. —Sí, papá, no te opongas. ¡Me gustaría tanto! ¡Y estoy segura de que lo haría tan bien! —Pero, cariño, no podríamos prescindir de ti. —Y en uno de sus ojos brilló una lágrima mientras añadía—: ¡No, no! Es posible que pasemos un momento difícil, pero no hemos llegado a ese extremo. —¡Claro que no! —dijo mi madre—. No hay ninguna necesidad de dar un paso como ése. Se trata, simplemente, de un capricho. De modo que ya puedes sujetar la lengua, niña mala, porque aunque estés tan dispuesta a dejarnos, sabes muy bien que nosotros no podríamos separarnos de ti. Aquel día me hicieron callar, y otros muchos, pero yo no renuncié completamente a mi maravilloso plan. Mary consiguió su material de pintura y se puso a trabajar con tesón. También yo, aunque, mientras pintaba, pensaba en otras cosas. ¡Qué maravilloso sería convertirse en una institutriz! Salir al mundo; comenzar una nueva vida, ser responsable de mis actos, poner en práctica mis facultades aún no desarrolladas, poner a prueba mis poderes desconocidos; ganar mi propio sustento y ayudar también a mi padre, a mi madre y a mi hermana, además de ahorrarles los gastos de mi comida y de mi vestuario; demostrar a papá de lo que era capaz su pequeña Agnes, convencer a mamá y a Mary de que no era el ser desvalido e inconsciente que suponían. Y, entonces, ¡qué estupendo que me confiaran la labor de cuidar y educar a unos niños! No importaba lo que otros dijeran. Yo me sentía perfectamente preparada para acometer esa tarea: el recuerdo tan claro que tenía de los pensamientos y sentimientos de mi niñez serían una guía más segura que la que me podrían proporcionar los consejos de la persona más madura. Solo tendría que recordar cómo era yo a la edad de mis pequeños alumnos y sabría de inmediato cómo ganarme su confianza y afecto, cómo despertar en ellos el sentido del arrepentimiento, cómo dar alas al tímido y consolar al triste, cómo hacer la virtud posible, la instrucción deseable y la religión agradable y comprensible. … ¡Deliciosa tarea! ¡Enseñar a madurar a los jóvenes! ¡Dirigir los tallos de las plantas tiernas y contemplar cómo sus capullos se abren día a día! Alentada por estos pensamientos, decidí perseverar en mi determinación, aunque el temor a disgustar a mi madre o a herir los sentimientos de mi padre hicieron que no volviera a hablar del asunto en varios días. Finalmente, volví a mencionárselo a mi madre en privado y, con ciertas dificultades, conseguí que me prometiese su ayuda. Más adelante obtuve a regañadientes el consentimiento de mi padre y, así, a pesar de los suspiros de desaprobación de Mary, mi querida y generosa madre comenzó a buscarme una colocación. Escribió a los familiares de mi padre y consultó los anuncios de los periódicos. Hacía mucho tiempo que había roto toda comunicación con los miembros de su propia familia; un intercambio formal de letras ocasionales era todo lo que había mantenido desde su matrimonio, y nunca se hubiera dirigido a ellos en un caso de esta naturaleza. Pero el aislamiento de mis padres del resto del mundo había sido tan largo y absoluto que pasaron muchas semanas antes de que se encontrase una buena colocación. Por fin, y para mi gran alegría, se decidió que me haría cargo de la joven familia de una tal señora Bloomfield, a quien mi amable y estricta tía Grey había conocido en su juventud y la cual, aseguraba, era una mujer muy agradable. Su esposo era un comerciante retirado que había hecho una buena fortuna, aunque nadie pudiera persuadirle de pagar un salario superior a las veinticinco libras a la institutriz de sus hijos. No obstante, yo me sentía contenta de aceptar esto antes que de rechazar la colocación, siendo esta última la inclinación de mis padres. Aún tuvieron que pasar varias semanas para terminar con todos los preparativos. ¡Qué largas y tediosas me parecieron! Aunque, llenas de sueños y ardientes expectativas, fueron fundamentalmente felices. ¡Con qué especial placer veía cómo me hacían vestidos nuevos y luego los guardaban en mis baúles! Pero con esta última ocupación se mezclaba también cierto sentimiento de amargura, y cuando se acercaba la última noche que pasaría en casa, sentí cómo una repentina angustia me ahogaba. Mi familia tenía un aire tan triste y me hablaba con tanta ternura que apenas podía reprimir las lágrimas, aunque hacía todo lo posible por aparentar alegría. Había ido a dar mi última caminata por los páramos con Mary, mi último paseo por el jardín y alrededor de la casa; habíamos dado de comer juntas a nuestras palomas por última vez, esas preciosas criaturas a las que habíamos enseñado a comer de nuestras manos. Había acariciado cada uno de esos cuerpecitos sedosos que se arremolinaban en mi regazo, despidiéndome de ellos. Había besado con ternura a mis favoritas —la pareja de colipavas, blancas como la nieve—; había tocado mi última melodía en el viejo piano familiar y había cantado mi última canción a mi padre, que, si bien confiaba no fuera la última, me parecía que sería la última en mucho tiempo. Podía ser que, cuando hiciese estas cosas de nuevo, las circunstancias hubieran cambiado, mis sentimientos fueran diferentes y aquella casa no fuese mi hogar estable nunca más. Sin duda, encontraría cambiado a mi querido amigo, el gatito. Ya se estaba convirtiendo en un hermoso gato y, casi con certeza, cuando regresara a casa por Navidad, para una breve visita, se habría olvidado de su compañera de juegos y de sus alegres travesuras. Había estado jugando con él por última vez y cuando acaricié su suave y brillante pelaje lo hice con un sentimiento de tristeza difícil de ocultar. Luego, a la hora de dormir, cuando me retiré con Mary a nuestro pequeño y tranquilo dormitorio, donde ya no quedaba nada en mis cajones y mi parte de la estantería estaba vacía y donde, de ahí en adelante, ella tendría que dormir sola, en «triste soledad» —fue su expresión —, me hundí más que nunca. Sentí como si hubiera cometido una equivocación y hubiese sido egoísta al persistir en abandonarla; y, cuando me arrodillé una vez más junto a nuestra pequeña cama, recé por ella y por mis padres con mayor fervor que nunca. Para ocultar mi emoción, me cubrí la cara con las manos, que quedaron enseguida bañadas en lágrimas. Al levantarme, me di cuenta de que también ella había estado llorando, pero ninguna de las dos dijo nada y ambas nos dispusimos a dormir en silencio, apretándonos juntas más que otras veces, conscientes de que pronto estaríamos separadas. Pero la mañana trajo un rebrote de esperanza y buen humor. Tenía que ponerme en marcha temprano, ya que el vehículo que iba a llevarme (una calesa alquilada por el señor Smith, el comerciante en paños, té y comestibles del pueblo) debía estar de regreso aquel mismo día. Me levanté, me lavé, me vestí, tomé un rápido desayuno, recibí los cariñosos abrazos de mi padre, mi madre y mi hermana, besé al gatito, para gran escándalo de Sally, la criada, nos estrechamos la mano, me monté en la calesa, levanté el velo que me cubría la cara y entonces, y solo entonces, estallé en lágrimas. La calesa se puso en marcha. Miré hacia atrás: mi querida madre y mi hermana estaban en pie junto a la puerta, siguiéndome con la mirada y dándome su adiós con las manos. Les devolví el saludo y rogué a Dios por ellas con todo mi corazón. Al descender la colina, las perdí de vista. —Qué mañana tan fría, señorita Agnes —comentó Smith—. Y oscura también. Confío en llegar a nuestro destino antes de que empiece a llover demasiado. —Sí, yo también —repliqué con toda la calma de la que fui capaz. —Anoche cayó una buena. —Sí. —Puede que este viento tan frío mantenga alejada la lluvia. —Sí, quizá. Aquí terminó nuestro coloquio. Cruzamos el valle y comenzamos a ascender la colina que estaba al otro lado. Mientras subíamos con dificultad, volví a mirar atrás: allí estaba la torre del pueblo y, tras ella, la antigua y gris rectoría, iluminada por un rayo de sol sesgado: no era sino un tenue rayo, pero el pueblo y las colinas colindantes permanecían en sombra, e interpreté esa luz errante como un buen augurio para los míos. Con las manos juntas imploré fervientemente la bendición para sus habitantes y, al ver que la luz desaparecía, volví rápidamente la cabeza, sin atreverme a mirar de nuevo, no fuera que lo encontrase envuelto en siniestras sombras, como el resto del paisaje. II. PRIMERAS LECCIONES EN EL ARTE DE LA ENSEÑANZA A medida que avanzábamos, sentí revivir mi buen ánimo y me di la vuelta, con placer, para contemplar la nueva vida en la que me introducía. A pesar de que nos encontrábamos solo a mediados de septiembre, las pesadas nubes y el fuerte viento del noroeste se combinaban para tornar el día extremadamente frío y triste, y el viaje resultaba muy largo, ya que, como Smith observó, los caminos eran «muy pesados». Y, sin duda, su caballo era muy pesado también: subía y bajaba las colinas con gran esfuerzo, y solo se animaba a mover los flancos e iniciar un trote cuando la carretera entraba en un llano o en una pendiente no muy pronunciada, lo cual sucedía muy poco a menudo en aquella abrupta región; de forma que era casi la una cuando llegamos a nuestro destino. No obstante, cuando cruzamos la encumbrada verja de hierro subimos suavemente por la carretera lisa y bien pavimentada, flanqueada por árboles jóvenes, y nos acercamos a la nueva pero recia mansión de Wellwood, que se elevaba sobre sus bosques de álamos, me abandonó el valor y deseé que se encontrase una o dos millas más adelante. Por primera vez en mi vida debía valerme por mí misma; no había vuelta atrás: debía entrar en aquella casa y presentarme a sus extraños moradores, pero ¿cómo? Es verdad que tenía casi diecinueve años, pero, a causa de la vida tan retirada que había llevado y del cariño protector de mi madre y de mi hermana, sabía bien que muchas niñas de quince, o incluso menos, se conducirían de forma mucho más adulta y poseerían más seguridad en sí mismas que yo. A pesar de todo, si la señora Bloomfield era una mujer amable y maternal, todo podía ir bien; además, estaban los niños, de los que pronto me haría amiga, y, en cuanto al señor Bloomfield, confiaba en no tener demasiado trato con él. «Debo mantener la calma, mantener la calma, pase lo que pase», me decía a mí misma. Y tan resuelta en esta actitud, tan ocupada en tranquilizar mis nervios y en controlar los rebeldes latidos de mi corazón me mantuve que, cuando se me hizo entrar en el vestíbulo y fui conducida a la presencia de la señora Bloomfield, casi me olvidé de responder a su educado saludo y, después, me pareció que lo poco que dije fue en el tono de un moribundo o de alguien medio dormido. Cuando tuve tiempo de reflexionar, pensé que también la señora había mostrado una actitud un tanto fría. Era una mujer alta, seca y de porte imponente, de pelo negro y abundante, fríos ojos grises y tez extremadamente pálida. No obstante, me mostró mi habitación con la debida educación y me dejó allí para que deshiciera mi equipaje, pidiéndome que bajara más tarde a tomar un pequeño refrigerio. Al ver mi aspecto en el espejo me sentí un tanto abatida… el viento me había enrojecido e hinchado las manos; había deshecho los rizos de mi pelo, enredándolo, y había dado a mi cara un tinte violáceo; a ello había que añadir que el cuello del vestido estaba horriblemente arrugado; el vestido, salpicado de barro; los pies, calzados en unas sólidas botas nuevas, y que, como no subían los baúles, no podía hacer nada por remediarlo. Tras peinarme tan bien como pude y estirarme una y otra vez el cuello del vestido, que permanecía obstinadamente arrugado, bajé los dos tramos de escaleras, filosofando, y, con cierta dificultad, encontré el camino hacia la habitación donde la señora Bloomfield me esperaba. Ésta me condujo al comedor, donde se había puesto la mesa para la comida familiar. Me sirvieron varios filetes y patatas templadas y, mientras comía, se mantuvo sentada frente a mí, observándome, pensé, e intentando mantener algo parecido a una conversación, la cual consistía en una sucesión de comentarios triviales, expresados con gélida formalidad. Pero esto bien podría ser una falta mía más que de ella, porque, realmente, me resultaba imposible conversar. De hecho, mi atención se concentraba casi por completo en la comida, no por un apetito voraz, sino por el malestar que me causaba la dureza de la carne y por el entumecimiento de mis manos, casi paralizadas por las cinco horas que pasaran expuestas al viento helador. Con gusto hubiese dejado a un lado la carne y comido solo las patatas, pero como tenía una pieza tan grande en el plato, no podía hacerlo por educación; de forma que, tras múltiples e infructuosos intentos de cortarla con el cuchillo, de deshilacharla con el tenedor, o de partirla con ambos, y consciente de que la horrible mujer observaba atentamente todos mis movimientos, cogí desesperadamente el cuchillo y el tenedor con los puños, como una niña de dos años, y me puse a trabajar con las escasas fuerzas que me quedaban. Pero necesitaba cierta disculpa, de modo que con un débil intento por reír dije: —Tengo las manos tan entumecidas por el frío que apenas puedo sostener el cuchillo y el tenedor. —Me atrevería a decir que la encuentra fría —replicó ella con una gravedad tan gélida e inmutable que de ninguna forma me podía devolver la confianza. Una vez la ceremonia hubo concluido, me condujo de nuevo hacia el salón, donde tocó una campanilla y envió a buscar a los niños. —Los encontrará un poco retrasados en sus estudios —dijo— porque he tenido muy poco tiempo para su educación y, hasta ahora, creíamos que eran muy pequeños para tener una institutriz; pero pienso que son niños listos, muy aptos para el estudio, especialmente el pequeño, el mejor de todos. Es un niño generoso, noble, de esos a quienes se debe orientar, no dirigir, y extraordinario por su sinceridad. Aborrece la mentira. —Esta era una buena noticia—. Su hermana Mary Ann requiere cierta atención —continuó— pero, en conjunto, es una niña muy buena; aunque me gustaría que estuviera el menor tiempo posible en la habitación de los niños, porque va a cumplir seis años y podría adquirir malas costumbres de las niñeras. He ordenado que trasladen su camita a su habitación, de modo que si es tan amable de ocuparse de lavarla, de vestirla y de cuidar de su ropa, no tendrá que estar más en contacto con la niñera. Le dije que estaría encantada de hacerlo y, en ese momento, mis jóvenes alumnos entraron en la habitación con sus dos hermanas más pequeñas. El señorito Tom Bloomfield era un niño muy alto de siete años, de cuerpo delgado pero fuerte, pelo rubio, ojos azules, pequeña nariz respingona y tez pálida. Mary Ann era también una niña alta, de piel un poco más oscura, como su madre, pero de cara redonda y mejillas sonrosadas. La segunda de las hermanas era Fanny, una niña muy bonita; la señora Bloomfield me aseguró que era una criatura muy dulce y que necesitaba que la estimulasen. Todavía no había aprendido nada, pero en pocos días iba a cumplir cuatro años y bien podía comenzar con su primera lección del alfabeto en el cuarto de estudios. La última era Harriet, una criatura pequeña, robusta, gordita, feliz y juguetona de apenas dos años que me hizo más gracia que todos los demás, pero con la cual no tenía nada que hacer. Hablé con mis pequeños alumnos tan bien como pude e intenté resultar agradable, con poco éxito, me temo, pues la presencia de su madre me hacía sentir desagradablemente cohibida. Ellos, por el contrario, no dieron muestra alguna de timidez. Parecían niños desenvueltos y alegres, y abrigué la esperanza de convertirme pronto en su amiga; especialmente del niño, de quien su madre había hecho un retrato tan favorable. Noté con desagrado que Mary Ann tenía una risa afectada y que mostraba cierto afán por llamar la atención. Pero su hermano exigía toda mi dedicación: se mantenía erguido, entre el fuego y yo, con las manos a la espalda, hablando como un orador e interrumpiendo de vez en cuando su discurso para regañar con severidad a sus hermanas cuando éstas hacían mucho ruido. —¡Ay, Tom, qué encantador eres! —exclamaba su madre—. Ven a dar un beso a tu querida mamá, y después ¿por qué no le enseñas a la señorita Grey el cuarto de estudios y tus bonitos libros nuevos? —No pienso besarla, madre, pero le enseñaré a la señorita Grey mi cuarto de estudios y mis libros nuevos. —Y mi cuarto de estudios y mis libros nuevos, Tom —dijo Mary Ann—. ¡También son míos! —Son míos —replicó él enérgicamente—. Venga conmigo, señorita Grey, la acompañaré. Después de enseñarme la habitación y los libros, con algunos altercados entre hermano y hermana que hice todo lo posible por mitigar, Mary Ann me trajo su muñeca y comenzó una larga perorata sobre los bonitos vestidos que ésta tenía, su cama, su cómoda y otras pertenencias; pero Tom le dijo que se callara, que la señorita Grey querría ver su caballo de balancín, el cual se apresuró a arrastrar de una esquina al centro de la habitación, obligándome a prestarle toda mi atención. Después, tras ordenarle a su hermana que sostuviera las riendas, montó y me hizo permanecer durante diez minutos viendo la forma tan varonil con la que utilizaba la fusta y las espuelas. Eso no impedía, sin embargo, que admirase al mismo tiempo la bonita muñeca de Mary Ann y todas sus posesiones; luego dije al señorito Tom que era un magnífico jinete pero que confiaba en que no utilizase la fusta y las espuelas de aquella forma cuando montase un poni de verdad. —¡Claro que lo haré! —dijo él, con ardor redoblado—. ¡Le daré a base de bien y correrá de lo lindo! Esto me sorprendió muchísimo, pero abrigué la esperanza de que con el tiempo conseguiría corregirlo. —Ahora, tiene que ponerse el sombrero y el chal —dijo el pequeño héroe — y le mostraré mi jardín. —Y mío —dijo Mary Ann. Tom levantó el puño en un gesto amenazador, ella lanzó un grito fuerte y estridente, corrió a refugiarse detrás de mí y le sacó la lengua. —¡No le pegaría a su hermana! ¿Verdad, Tom? Espero que nunca le vea hacer eso. —Pues tendrá que verlo. Estoy obligado a hacerlo de vez en cuando para que no se desmande. —Pero es que su obligación no es ésa, quien tiene que… —Bien, vaya a ponerse su sombrero. —No sé… Está muy nublado y hace mucho frío, parece que va a llover… y he hecho un largo viaje. —No importa… tiene que venir. No admito excusas —replicó el altivo caballerete. Y como se trataba del primer día de nuestra relación, pensé que tal vez haría bien en complacerle. Hacía demasiado frío para Mary Ann, de modo que se quedó con su madre, para gran alivio de su hermano, quien quería tenerme para él solo. El jardín era grande y había sido diseñado con buen gusto; además de diversos ejemplares de espléndidas dalias, había otras flores de gran belleza todavía en flor; pero mi acompañante no iba a concederme tiempo para admirarlas: tenía que ir con él, sobre la hierba mojada, hasta una esquina escondida y remota, el lugar más importante del jardín… porque contenía su jardín. Había allí dos parterres redondos provistos de gran variedad de plantas. En uno de ellos, había un pequeño y bonito rosal. Me detuve para admirar sus preciosos capullos. —¡Ah, no preste atención a eso! —dijo desdeñosamente—. Ése es el jardín de Mary Ann. Mire, ÉSTE es el mío. Después de ver todas las flores y de escuchar una disquisición sobre cada una de las plantas, me dio permiso para marcharme; pero primero, acompañando el gesto con gran pompa, arrancó una prímula y me la ofreció, como alguien que estuviese haciendo una concesión prodigiosa. Noté que, sobre la hierba que rodeaba su jardín, había un mecanismo hecho con palos y cuerda, y le pregunté de qué se trataba. —Trampas para los pájaros. —¿Y por qué los atrapa? —Papá dice que son perniciosos. —¿Y qué hace con ellos cuando los coge? —Depende. Algunas veces se los doy al gato; otras, los corto en pedazos con mi navaja; pero, la próxima vez, los pienso asar vivos. —¿Y por qué quiere hacer una cosa tan horrible? —Por dos razones. La primera, para ver cuánto tiempo viven, y la segunda, para ver cómo saben. —Pero ¿es que no sabe que hacer esas cosas es de una crueldad espantosa? Los pájaros sienten igual que nosotros. ¿Cómo se sentiría si a usted le hicieran algo así? —¡Vaya tontería! Yo no soy un pájaro y no puedo sentir lo que les hago a ellos. —Pero alguna vez lo sentirá, Tom. Habrá oído hablar del lugar al que van a parar las personas malas cuando mueren, y, si no deja de torturar a pájaros inocentes, tendrá que ir allí y sufrir lo mismo que les ha hecho sufrir a ellos. —¡Bah! ¡Claro que no! Mi papá sabe cómo los trato y nunca me regaña por ello; dice que él hacía lo mismo cuando era niño. El verano pasado me dio un nido lleno de gorriones, vio cómo les cortaba las patas, las alas y la cabeza y nunca me dijo nada, salvo que eran criaturas asquerosas y que no debía dejar que me ensuciaran los pantalones. Mi tío Robson estaba también y solo se rio y me dijo que era un buen chico. —¿Y qué le dijo su mamá? —A ella no le importa. Dice que es una pena matar a los pájaros bonitos que cantan, pero que con los gorriones, los ratones y las ratas puedo hacer lo que quiera. ¿Ve señorita Grey cómo lo que hago no es nada malo? —Sigo pensando que lo es, Tom, y quizá, si su papá y su mamá lo pensasen mejor, lo creerían también. «Que digan lo que quieran —pensé para mí— pero, mientras yo pueda impedirlo, no hará tal cosa». Después, me hizo cruzar el césped para enseñarme sus trampas para los topos y luego me llevó al patio del cobertizo para ver sus trampas para las comadrejas, una de las cuales, para gran alegría suya, contenía una comadreja muerta. A renglón seguido me llevó al establo para ver no a los bellos caballos de los coches, sino a un nervioso potro, que, según me informó, habían criado para él y que montaría una vez domado. Intenté distraer al pequeño y escuché lo que decía con toda la complacencia de la que fui capaz, pensando que si el niño tenía alguna clase de sentimientos debía esforzarme por ganármelos, y que, a su debido tiempo, podría mostrarle lo errado de su conducta. En vano buscaba aquel espíritu generoso y noble del que su madre hablara aunque me daba cuenta de que, cuando quería, no carecía de cierta agudeza y penetración. Cuando volvimos a la casa era casi la hora del té. El señorito Tom me dijo que, como papá estaba fuera, él, Mary Ann y yo tomaríamos el té con su mamá como una cosa extraordinaria; porque, en tales ocasiones, ella siempre cenaba con ellos a media tarde y no a las seis. Poco después del té, Mary Ann se fue a la cama, pero Tom nos obsequió con su compañía y su conversación hasta las ocho. Una vez se hubo marchado, la señora Bloomfield continuó instruyéndome en el tema de las inclinaciones y conocimientos de sus hijos, qué tenían que aprender y cómo debía dirigirlos, pidiéndome también que no hablara de sus defectos a nadie más que a ella. Mi madre me había advertido que procurase no dirigirme mucho a ella sobre los niños, porque a la gente no le gustaba escuchar las faltas de sus hijos, de forma que llegué a la conclusión de que mantendría un silencio total sobre el asunto. Sobre las nueve y media, la señora Bloomfield me invitó a compartir con ella una cena frugal que consistía en carne fría y pan. Cuando aquello terminó y cogió la palmatoria de su dormitorio para retirarse a descansar, me sentí contenta, pues aunque deseaba mostrarme agradable con ella, su compañía me resultaba extraordinariamente incómoda y no podía evitar la idea de que era una persona fría, solemne y severa, todo lo contrario a la amable y cálida matrona que mi imaginación se había forjado. III. UNAS LECCIONES MÁS A la mañana siguiente, y a pesar de los desengaños que había experimentado, me levanté llena de un alegre optimismo; pronto, sin embargo, descubrí que vestir a Mary Ann no era ni mucho menos un asunto baladí, ya que debía untar de pomada su abundante cabellera, separarla en tres largas trenzas y formar luego una sola, adornada con cintas; una tarea que mis dedos, tan poco acostumbrados a estos trabajos, encontraron muy difícil. Me dijo que su niñera podía hacerlo en la mitad de tiempo y, al dar muestras de gran impaciencia, hacía que me demorara aún más. Una vez concluida la operación fuimos al cuarto de estudios, donde me encontré con mi segundo alumno, y charlé con los dos hasta que llegó la hora de bajar a desayunar. Cuando el desayuno tocó a su fin y después de intercambiar con la señora Bloomfield algunas palabras de cortesía, volvimos al cuarto de estudios y comenzamos la primera clase. Descubrí que mis alumnos estaban realmente retrasados. Al menos Tom, aunque reacio a cualquier ejercicio mental, tenía ciertas aptitudes. Mary Ann apenas podía leer una palabra y era tan descuidada e indiferente que me resultaba casi imposible comunicarme con ella. No obstante, con gran esfuerzo y paciencia por mi parte, conseguí que hiciesen alguna cosa en el curso de la mañana. Al terminar, acompañé a mis alumnos al jardín y a los terrenos que lo circundaban para un pequeño recreo antes de comer. Allí nos entendimos tolerablemente bien, a excepción de que ellos no parecían tener ni idea de lo que era ir conmigo y era yo la que debía ir con ellos a donde quiera les apeteciese. Tuve que correr, caminar y pararme conforme a su capricho. Me pareció que aquello era invertir el orden de las cosas y me desagradó —en esa y en sucesivas ocasiones— comprobar que parecían preferir los sitios más sucios y las ocupaciones más deprimentes. Pero no había otro remedio: o los seguía o me mantenía completamente al margen de ellos, con lo cual podía dar la impresión de que desatendía mis responsabilidades. Aquel día se mostraron particularmente atraídos por un pozo que estaba en el extremo del jardín y al cual se empeñaron en lanzar palos y guijarros durante más de media hora. Temía constantemente que su madre los viera desde la ventana, me culpara de permitirles que se ensuciaran la ropa y se mojaran los pies y las manos en vez de hacer ejercicio; pero ni mis palabras, ni mis órdenes o mis súplicas conseguían apartarlos de allí. Si ella no los vio, alguien sí lo hizo. Un caballero había traspasado la verja a caballo y subía el camino. Cuando estaba a unos pasos de distancia de nosotros se detuvo y, llamando a los niños en un tono duro y penetrante, les ordenó: —¡Dejad esa agua! Señorita Grey —dijo—, porque supongo que es usted la señorita Grey. Me sorprende que les permita que se ensucien la ropa de esa manera. ¿Es que no ha visto cómo la señorita Bloomfield se ha manchado la falda y lo mojados que están los calcetines del señorito Bloomfield? ¡Y los dos sin guantes! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Le ruego que en el futuro al menos los mantenga limpios! —Y diciendo esto, se dio la vuelta y continuó su camino hacia la casa. Era el señor Bloomfield. Me pareció sorprendente que llamase a sus hijos señorito y señorita Bloomfield, más aún que se dirigiera con aquella descortesía hacia mí, su institutriz y una perfecta desconocida. Poco después, sonó la campana que nos llamaba a la casa. Comí con los niños a la una, mientras él y su esposa se sentaban a la misma mesa. Su conducta entonces tampoco aumentó mi estima hacia él. Era un hombre de mediana estatura, más bajo que alto y más delgado que robusto. Tendría entre treinta y cuarenta años: boca grande, piel pálida y grisácea, ojos azul claro y pelo castaño. Tenía delante de él una pierna de carnero asada. Sirvió a su esposa, a los niños y a mí, y me pidió que cortara la carne de los niños. Después, tras dar vuelta al carnero en todas direcciones y observarlo desde distintos ángulos, declaró que no era comestible y pidió que trajeran la carne fría. —¿Qué le sucede al carnero, querido? —preguntó su mujer. —Está pasado. ¿No ve usted, señora Bloomfield, que no tiene ningún jugo? ¿No se da cuenta de que se ha secado toda la salsa roja que debiera estar ahí? —Creo que el buey le complacerá. Tras servirle el buey, comenzó a cortarlo con las expresiones de disgusto más lamentables. —¿Qué le sucede al buey, señor Bloomfield? Me pareció que era muy bueno. —Sí, era muy bueno. La pieza no podía ser mejor, pero la han echado a perder —replicó él tristemente. —¿Cómo es eso? —¿Cómo es eso? ¿Es que no ve cómo la han cortado? ¡Señor! ¡Señor! ¡Es lamentable! —Entonces, deben de haberla cortado mal en la cocina, porque ayer estaba muy buena. —Pues claro que la han cortado mal en la cocina, ¡los muy salvajes! ¡Señor! ¿Dónde se ha visto arruinar por completo una pieza de buey tan buena? Recuerde bien que, en el futuro, nadie tocará en la cocina un plato decente que salga de esta mesa. ¡Recuerde bien eso, señora Bloomfield! Ignorando el lamentable estado del buey, el caballero consiguió cortar algunas lonchas finas que comió en silencio. Cuando volvió a hablar fue para preguntar, en un tono algo más que displicente, qué había para cenar. —Pavo y urogallo —fue la breve respuesta. —¿Y qué más? —Pescado. —¿Qué clase de pescado? —No lo sé. —¿Que no lo sabe? —exclamó él, levantando la vista solemnemente del plato y dejando, asombrado, el tenedor y el cuchillo en suspenso. —No. Le dije a la cocinera que comprara pescado, pero no especifiqué cuál. —¡Esto es el colmo! ¡Una señora dice llevar una casa y ni siquiera sabe qué pescado se va a tomar por la noche! ¡Dice que ha encargado pescado y no especifica cuál! —Quizá el señor Bloomfield prefiera ordenar la cena él mismo de aquí en adelante. No hubo más conversación, y me sentí contenta de salir de la habitación con mis alumnos; nunca me había sentido más avergonzada e incómoda por algo ajeno a mi responsabilidad. Por la tarde volvimos a la clase; tuvimos un nuevo recreo; tomamos el té en el cuarto de estudios; vestí a Mary Ann para los postres y, cuando ella y su hermano se marcharon al comedor, aproveché la oportunidad para escribir una carta a mi familia, pero los niños regresaron antes de que hubiese podido terminarla. A las siete tuve que acostar a Mary Ann; jugué con Tom hasta las ocho, hora en la que también él se marchó, y terminé mi carta; deshice mi equipaje —algo que hasta entonces no había tenido tiempo de hacer— y por último me acosté yo también. Pero éste es un resumen demasiado sencillo de mis actividades cotidianas. Mi tarea de instrucción y vigilancia, en vez de resultarme cada vez más fácil, a medida que mis alumnos y yo nos acostumbrábamos unos a otros, se hacía más difícil según se revelaba el carácter de éstos. Pronto me di cuenta de que el título de institutriz, aplicado a mí, no era sino una burla; mis alumnos no tenían más sentido de la obediencia que un potro salvaje. El temor habitual que mostraban ante el temperamento irritable de su padre y el miedo a los castigos que acostumbraba a imponerles cuando estaba de mal humor hacían que se comportasen bien en su presencia. También las niñas parecían temer la ira de su madre y, de vez en cuando, ésta chantajeaba al niño para que hiciese lo que le pedía con la esperanza de una recompensa; pero yo no tenía recompensas que ofrecer y, en cuanto a los castigos, según me dieron a entender, éstos eran un privilegio exclusivo de los padres, a pesar de que esperaban que mantuviera en orden a mis alumnos. Otros niños podían obedecer por temor a un castigo o por deseo de aprobación. Ni lo uno ni lo otro surtían el menor efecto en los que tenía a mi cargo. El señorito Tom, no contento con rehusar cualquier orden, imponía las suyas y se mostraba decidido a mantener a raya, no solo a sus hermanas, sino también a su institutriz; para lo cual se aplicaba violentamente con las manos y con los pies; y como era un niño alto y fuerte para sus años, los efectos de ello no eran nada desdeñables. En tales situaciones, unos buenos tirones de orejas hubiesen bastado para resolver fácilmente el problema; pero, en su caso, bien podría correr a contarle una historia a su madre, que ésta hubiese creído a pies juntillas, tan convencida como estaba de su sinceridad. Aunque yo había descubierto que ésta no era, ni mucho menos, irreprochable, tomé la determinación de no pegarle, ni siquiera en defensa propia; y, en sus accesos más violentos, mi único recurso era tumbarlo boca arriba y sujetarle los pies y las manos hasta que su furia se aplacaba un poco. A la dificultad de impedirle hacer lo que no debía hacer, se añadía la de obligarle a hacer lo que debía. A menudo, se negaba rotundamente a estudiar o a repetir sus lecciones, incluso a abrir el libro. De nuevo, un buen cachete hubiera sido muy útil; pero, como mis poderes eran tan limitados, debía hacer buen uso de lo que tenía. Como no había un horario fijo para las clases y para el juego, decidí poner a mis alumnos algunos deberes que, sin esforzarse demasiado, podían hacer en poco tiempo; y hasta que no los terminasen — fuera cual fuese mi estado de agotamiento o su grado de perversidad— los niños no podían abandonar la clase bajo ningún concepto; aunque tuviese que sentarme delante de la puerta para evitar que salieran. Paciencia, firmeza y perseverancia eran mis únicas armas, y resolví utilizarlas al máximo. Decidí cumplir estrictamente cualquier amenaza o promesa que hiciera; y, por ello, tenía que tener mucho cuidado con amenazar o prometer cosas que no podía llevar a cabo. Así, me esforzaría por refrenar toda irritabilidad inútil y no me dejaría llevar por mi mal genio; si se portaban tolerablemente bien, me mostraría tan amable y generosa como fuera posible, de manera que aprendiesen a distinguir entre la buena y la mala conducta; también razonaría con ellos de la forma más sencilla y efectiva. Cuando les regañara o me negase a cumplir sus deseos, después de una falta grave, lo haría con más tristeza que rabia; haría que entendiesen el sentido de sus himnos y oraciones; cuando dijeran sus oraciones por la noche y pidieran perdón por sus ofensas, les recordaría los pecados que habían cometido durante el día, de forma solemne pero cariñosa, para evitar que naciese en ellos un espíritu rebelde; si se hubieran portado mal, cantarían himnos de penitencia; si se hubieran portado bien, himnos alegres; intentaría, en la medida de lo posible, enseñarles con palabras entretenidas y ningún otro objetivo aparente que no fuese su diversión. Por estos medios confiaba en que, con el tiempo, ayudaría a los niños y me ganaría la aprobación de sus padres; también convencería a mi familia de que no tenía tan pocas aptitudes y prudencia como pensaban. Sabía que las dificultades con las que tenía que enfrentarme eran grandes; pero también sabía, o al menos creía, que con paciencia y perseverancia las superaría, y noche y día rogaba a Dios su ayuda. Pero, bien porque los niños fuesen incorregibles, porque sus padres fueran tan poco razonables, porque mi juicio fuese equivocado o fuera incapaz de llevarlo a cabo, lo cierto es que mis mejores intenciones y agotadores esfuerzos no obtuvieron otro resultado que diversión en los niños, decepción en los padres y tormento para mí. La tarea de la enseñanza probó ser tan ardua para el cuerpo como para el espíritu. Tenía que correr detrás de mis alumnos para atraparlos y llevarlos o arrastrarlos hasta la mesa, y allí sostenerlos, incluso por la fuerza, hasta que la lección terminaba. Con frecuencia tenía que poner a Tom en una esquina y sentarme delante de él en una silla, con el libro que contenía la lección que debía leer o repetir en la mano, antes de soltarlo. Él no tenía fuerzas suficientes para tumbarme a mí y a la silla, de modo que se quedaba de pie haciendo las muecas y contorsiones más grotescas imaginables —que sin duda harían reír a cualquier espectador, pero no a mí— y lanzando fuertes gritos y alaridos, que pretendían pasar por llanto, aunque les faltaba el acompañamiento de las lágrimas. Yo sabía que hacía todo esto para molestarme, y, por tanto, aunque temblara de impaciencia e irritación por dentro, me esforzaba como un hombre en no mostrar ningún signo de enfado, y pretendía esperar sentada, con calma indiferente, hasta que le pareciese bien terminar con el pasatiempo y se preparase para ir a correr al jardín, después de mirar el libro y leer o repetir las pocas palabras que debía aprender. Algunas veces se empeñaba en escribir mal y tenía que sostenerle la mano para evitar que manchara o arrugara el papel a propósito. A menudo le amenazaba diciendo que, si no lo hacía mejor, tendría que escribir otra línea; entonces, se negaba testarudamente a escribirla, y yo, para mantener mi palabra, tenía que recurrir al método de sostenerle los dedos en la pluma y forzarle a moverla arriba y abajo hasta que, a pesar de su resistencia, de alguna forma terminaba la línea. No obstante, Tom no era, ni mucho menos, el más ingobernable de mis alumnos. Algunas veces, para gran alegría mía, se daba cuenta de que lo más inteligente que podía hacer era terminar sus deberes y salir a divertirse hasta que sus hermanas y yo nos reuníamos con él, lo cual no sucedía muy a menudo, porque Mary Ann raras veces seguía su ejemplo en este particular. En apariencia, ella prefería rodar por el suelo a cualquier otra cosa. Se dejaba caer a plomo y cuando, con gran dificultad, había conseguido arrancarla de ahí, aún tenía que sujetarla con un brazo y sostener el libro que debía estudiar con el otro. Como el peso muerto de la niña de seis años resultaba demasiado pesado para sostenerlo con un solo brazo, debía cambiarlo al otro, y, cuando ya ni los dos eran suficientes, la arrastraba a un rincón y le decía que podría salir de la habitación cuando recobrara el uso de sus pies y se levantase. Sin embargo, ella prefería quedarse en el suelo como un pedazo de madera hasta la hora de la comida o del té, ya que entonces, como no podía privarla de sus comidas, tenía que liberarla y ver cómo salía a gatas con un gesto triunfal en su cara redonda y colorada. A menudo se negaba rotundamente a pronunciar alguna palabra concreta de la lección; ahora lamento la energía malgastada en intentar dominar su obstinación. Si hubiese tratado el asunto como algo de escasa trascendencia, en vez de luchar en vano por imponerme, como hice, ambas partes hubiésemos salido ganando; pero creí que mi deber sagrado era cortar este vicio de raíz, como de hecho era, de haber estado en mi mano conseguirlo. Si mi poder hubiera sido menos limitado, habría forzado su obediencia, pero, en aquellas circunstancias, todo quedaba reducido a una lucha de fuerzas entre las dos, de la cual generalmente ella salía victoriosa, y cada victoria servía para envalentonarla y darle nuevas fuerzas para la siguiente contienda. En vano esgrimía argumentos, la engatusaba, le suplicaba, la amenazaba, la reñía; en vano la castigaba sin jugar o, si me veía obligada a sacarla de paseo, me negaba a jugar con ella, a hablarle con simpatía o a hacerle el menor caso; en vano intentaba explicarle las ventajas que comportaba conducirse como debía, el amor y el cariño con el que sería recompensada y las desventajas de persistir en su absurda perversidad. Algunas veces, cuando me pedía que hiciera algo por ella, le contestaba: —Sí, Mary Ann, basta con que diga esa palabra y lo haré. ¡Vamos, dígala enseguida y se acabarán los problemas! —No. —Bueno, pues entonces está claro que no puedo hacer nada por usted. En mi caso, cuando tenía su edad, o incluso menos, el más terrible de los castigos era que no me tuvieran en cuenta o me hiciesen sentir avergonzada; pero ninguna de esas cosas tenía el menor efecto en ella. Algunas veces, cuando estaba al límite de la desesperación, la sacudía violentamente por los hombros, le tiraba del pelo o la castigaba en un rincón; su respuesta, entonces, era lanzar unos gritos agudos y estridentes que me atravesaban la cabeza como un cuchillo. Sabía que yo odiaba aquello y, cuando había chillado al límite de sus fuerzas, me miraba fijamente a la cara, con un aire de satisfacción vengativa, y exclamaba: —¡Ahí tiene! Y volvía a chillar una y otra vez, hasta que me veía obligada a taparme los oídos. A menudo esos horribles gritos hacían que la señora Bloomfield subiese a la habitación para preguntar qué pasaba. —Mary Ann es una niña muy traviesa, señora. —Pero ¿por qué gritaba de esa manera tan horrible? —Gritaba en un ataque de rabia. —No había oído algo tan espantoso en mi vida. Parecía que la estaba matando. ¿Por qué no está fuera con su hermano? —No puedo conseguir que termine su lección. —Mary Ann tiene que ser una niña buena y terminar su lección —decía con suavidad a la niña—. Espero que nunca más tenga que escuchar unos gritos tan terribles. Y fijando sus ojos glaciales en mí, con una mirada que no admitía dudas, salía de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Algunas veces intentaba tomar por sorpresa a la obstinada criatura y le preguntaba por la palabra cuando estaba pensando en otra cosa; con frecuencia comenzaba a pronunciarla y, de repente, se paraba en seco, con una mirada provocadora que parecía decir: —¡Ah, no, soy demasiado lista, no me va a engañar! Otras veces pretendía que me había olvidado de todo el asunto y charlaba y jugaba con ella como de costumbre, hasta la noche; cuando la acostaba y me inclinaba sobre ella —toda sonrisas y buen humor—, justo antes de marcharme, con la misma alegría y cariño, le decía: —Ahora, Mary Ann, dígame la palabra antes de que le dé el beso de buenas noches. Como ahora es una niña buena, por supuesto me la dirá. —No, no lo haré. —¡Entonces no puedo darle un beso! —Bueno, no me importa. En vano le expresaba mi tristeza; en vano me quedaba esperando un síntoma de contrición: realmente «no le importaba». Y la dejaba sola, en la oscuridad, perpleja ante esta última muestra de su insensata testarudez. En mi infancia no podía imaginar un castigo más doloroso que el que mi madre se negara a darme un beso por la noche. La sola idea era terrible, aunque, por fortuna, nunca dejó de ser una idea, pues nunca cometí una falta que mereciese tal castigo. Pero recuerdo que, una vez, mi hermana cometió una falta y mi madre creyó correcto infligirle ese castigo; no sé lo que ella sentiría, pero tardé mucho tiempo en olvidar lo que sufrí y las lágrimas que derramé por ella. Otra de las peculiaridades desagradables de Mary Ann era su incorregible propensión a correr a la habitación de los niños para jugar con sus hermanas pequeñas y con la niñera. Esto era algo muy natural, pero como iba en contra del expreso deseo de su madre, yo tenía que prohibírselo y hacer todo lo posible por retenerla a mi lado, con lo cual lo único que conseguía era aumentar su deseo de ir a la habitación de los niños; cuanto más luchaba por impedírselo, más a menudo iba allí y más tiempo se quedaba, para gran disgusto de la señora Bloomfield, quien, como yo bien sabía, me hacía responsable de todo el asunto. Otra de mis batallas era vestirla por la mañana: unas veces no quería que la lavase; otras, se negaba a que la vistiese, a no ser que le pusiera alguna falda en particular que yo sabía que su madre no quería que llevase; otras, se ponía a gritar y salía corriendo cuando intentaba peinarla. De forma que, con frecuencia, cuando, después de semejante lucha, finalmente conseguía que bajase, los demás habían casi terminado de desayunar; las miradas siniestras de la «mamá» y las malhumoradas observaciones del «papá», directa o indirectamente dirigidas a mí, eran mi segura recompensa, pues había pocas cosas que irritasen más a este último que la falta de puntualidad en las comidas. Luego, entre mis problemas menores, se encontraba mi incapacidad para satisfacer los gustos de la señora Bloomfield con relación a la forma de vestir a su hija; también el peinado de la niña era siempre «impresentable». Algunas veces, como el peor reproche que podía hacerme, se hacía cargo ella misma de la tarea de una peinadora y se quejaba amargamente de la molestia que le causaba. Cuando la pequeña Fanny comenzó sus clases, confié en que sería dulce e inofensiva al menos; pero unos pocos días, si no unas pocas horas, bastaron para destruir esa ilusión. Descubrí que era una criatura traviesa e intratable; a pesar de su corta edad, era propensa a las mentiras y sentía una alarmante pasión por poner en práctica sus dos armas favoritas de ataque y defensa: la de escupir a la cara de aquellos que le molestaban y la de bramar como un toro cuando sus descabellados deseos no se veían cumplidos. Como, por lo general, se mostraba bastante tranquila en presencia de sus padres, y éstos estaban convencidos de que era una niña extraordinariamente dulce, creían a pies juntillas sus mentiras, y sus gritos desaforados les hacían sospechar que la trataba de forma cruel e injusta. Cuando su mal carácter terminó por hacerse evidente, incluso a sus ojos llenos de prejuicios, sentí que también de aquello me hacían responsable. —Qué niña tan traviesa se está volviendo Fanny —le decía la señora Bloomfield a su marido—. ¿Se ha dado cuenta de lo cambiada que está desde que empezó sus clases? Dentro de poco será tan mala como los otros dos, y lamento decir que también ellos han empeorado últimamente. —Bien puede decirlo —era la respuesta—. También yo lo he pensado. Creí que mejorarían con la presencia de una institutriz, pero van de mal en peor. No sé cómo será con sus estudios; pero, por lo que respecta a sus hábitos, éstos no mejoran en absoluto. Están cada día más groseros, más sucios e indecorosos. Yo sabía que todo esto iba dirigido a mí, y estas y otras indirectas me afectaban más profundamente que cualquier acusación abierta, porque entonces podría haber hablado en mi defensa. Pero, en aquellas circunstancias, me pareció más prudente reprimir cualquier impulso de resentimiento, evitar toda susceptibilidad y continuar con perseverancia haciendo mi trabajo lo mejor posible; pues, a pesar de lo difícil de mi situación, deseaba ardientemente conservar mi empleo. Pensaba que, si continuaba luchando con firmeza e integridad infatigables, los niños terminarían por humanizarse: con el paso de los meses se harían un poco más sensatos y, en consecuencia, más sumisos, pues un niño de nueve o diez años tan frenético e indomable como éstos con seis y siete sería un maníaco. Me consolaba pensando que mi permanencia allí beneficiaba a mis padres y a mi hermana; mi salario era pequeño pero, aun así, seguía ganando algo y, si hacía economías, podría ahorrar con facilidad y ofrecerles mi ayuda, si es que ellos se avenían a aceptarla. Por otra parte, había ido allí por mi propia voluntad: era yo la responsable de aquella tribulación y estaba decidida a soportarla; es más, ni siquiera lamentaba el paso que había dado y soñaba con demostrar a mi familia que, incluso en aquellas circunstancias, tenía la capacidad necesaria para asumir mi responsabilidad y llevarla a término honrosamente. Si alguna vez sentía que aquella sumisión era degradante, o que la constante lucha me resultaba intolerable, pensaba en mi hogar y me decía a mí misma: Pueden hacerme daño, pero no someterme; es en vos en quien pienso, no en ellos. Cuando se acercaba la Navidad me permitieron ir a visitar a mi familia, pero solo durante dos semanas. —He pensado —me dijo la señora Bloomfield— que no hace tanto que estuvo con su familia, de forma que tampoco querrá estar más tiempo. Dejé que pensara lo que quisiera. Poco sabía lo largas y difíciles que aquellas catorce semanas de ausencia habían sido para mí, cuán intensamente había anhelado aquellas vacaciones y cómo me dolía que las recortara de aquella forma. Sin embargo, no podía culparla: jamás le había hablado de mis sentimientos y no tenía por qué adivinarlos; no llevaba en la casa un trimestre completo y ella estaba en su derecho de no concederme un período íntegro de vacaciones. IV. LA ABUELA Ahorraré a mis lectores la descripción de la dicha que experimenté al regresar a mi casa, de la felicidad que me embargó durante aquel breve paréntesis de descanso y libertad transcurrido en un lugar tan querido y familiar, entre los seres que quería y me querían, y del dolor que me causó tener que despedirme de ellos de nuevo por largo tiempo. No obstante, regresé a mi trabajo con el mismo vigor: una tarea más ardua de lo que nadie pueda imaginar, a no ser que haya sufrido el castigo de tener a su cargo el cuidado y la dirección de una tropa de rebeldes maliciosos y turbulentos, a los cuales no es posible obligar a cumplir sus deberes ni con el máximo esfuerzo, y de cuya conducta, sin embargo, debe rendir cuentas a un poder superior; el cual, a su vez, le exige aquello que no puede conseguirse sin la ayuda de su autoridad, y que, bien por indolencia o por miedo a perder la estima de la mencionada pandilla de rebeldes, se niega a prestar. Me resulta difícil concebir situaciones más desoladoras que ésta: por mucho que desees el éxito, por mucho que luches por cumplir con tu deber, tus esfuerzos se ven frustrados y aniquilados por los que están por debajo de ti e injustamente censurados y malinterpretados por los que están por encima. No he enumerado ni la mitad de las tendencias vejatorias de mis alumnos o de los problemas que se derivaban de mis penosas responsabilidades, por miedo a abusar de la paciencia del lector, lo que quizá haya hecho ya; pero mi propósito al escribir las últimas páginas no era divertir, sino ser de alguna utilidad a aquellos que pudieran tener una relación con este tema; aquel que no tenga interés en este tipo de asuntos habrá pasado por ellas rápidamente y quizá haya criticado la prolijidad de la escritora; pero si un padre ha obtenido algún consejo útil o una desgraciada institutriz ha recibido de ellas el menor beneficio, me sentiré más que recompensada por el esfuerzo. Para evitar problemas y confusión, he hablado de mis alumnos uno a uno y he descrito sus distintas cualidades; pero esto no puede dar una idea clara de lo que significaba ser atacada por los tres a un tiempo, cuando, como sucedía a menudo, todos decidían «ser malos, burlarse de la señorita Grey y provocarle un ataque de cólera». A veces, en ocasiones como aquélla, el pensamiento que me venía a la cabeza: «¡Si me vieran ahora!» —naturalmente refiriéndome a mi familia— y la idea de lo mucho que se compadecerían de mí hacía que me compadeciese de mí misma… tanto que debía hacer esfuerzos sobrehumanos por contener las lágrimas. Pero las contenía, hasta que mis pequeños verdugos se iban a tomar el postre o a la cama (mis únicos momentos de libertad) y, en aquella deseada soledad, me permitía el lujo de llorar a mi antojo. Era ésta, sin embargo, una debilidad que no me permitía a menudo: tenía demasiadas cosas que hacer y mis momentos de ocio eran demasiado preciosos para ocuparlos en lamentaciones inútiles. Recuerdo en particular una nevosa y desapacible tarde de enero, poco después de mi regreso: todos los niños habían subido a la habitación después de comer, declarando a voces que tenían la intención «de ser malos», ¡y qué bien llevaron a término su resolución, aunque yo me quedase ronca y esforzara en vano cada músculo de mi garganta para hacerlos entrar en razón! Tenía a Tom acorralado en una esquina y le dije que no saldría de allí hasta que no hubiese hecho sus deberes. Mientras tanto, Fanny se había apoderado de mi bolsa de la costura, revolvía su contenido y, para colmo, escupía en su interior. Le dije que se estuviese quieta, pero, por supuesto, sin ningún resultado. —¡Quémala, Fanny! —gritó Tom, apresurándose ella a obedecer la orden. Conseguí llegar para rescatarla del fuego, mientras Tom salía disparado hacia la puerta. —¡Tira la escribanía por la ventana, Mary Ann! —gritó. Mi preciosa escribanía, donde guardaba todas mis cartas y documentos, el poco dinero que tenía y todos mis objetos de valor, estaba a punto de ser precipitada por la ventana de un tercer piso. Volé a rescatarla. Mientras tanto, Tom había salido de la habitación y corría escaleras abajo, seguido de Fanny. Después de salvar la escribanía, corrí tras ellos, cuando Mary Ann se escapó también. Los tres se zafaron de mí y corrieron hacia el jardín, donde se lanzaron a la nieve, dando gritos de exultante alegría. ¿Qué debía hacer? Si los seguía, no sería capaz de capturar a uno solo y únicamente conseguiría hacer que se alejaran aún más; y si no lo hacía, ¿cómo iba a conseguir meterlos en la casa? ¿Y qué pensarían sus padres de mí si veían u oían a sus hijos, amotinados, en medio de aquella gran nevada, sin gorros, sin capuchas, sin guantes y sin botas? Mientras me encontraba, desconcertada, junto a la puerta, intentando hacer que me obedecieran con miradas severas y duras palabras, oí, tras de mí, una voz que exclamaba en un tono áspero y taladrador: —¡Señorita Grey! Pero ¿es posible? ¿En qué demonios está pensando? —No puedo hacerlos entrar, señor —dije, dándome la vuelta para encontrarme al señor Bloomfield, con el pelo de punta y sus claros ojos azules desorbitados. —¡Insisto en que los haga entrar! —gritó, acercándose aún más, con una expresión completamente feroz. —Entonces, señor, tendrá que llamarlos usted mismo, si me hace el favor, pues a mí no me hacen ningún caso —repliqué dando un paso atrás. —¡Venid aquí, sucios mocosos, si no queréis que os dé con la fusta uno a uno! —rugió, y los niños obedecieron de inmediato. —¿Ve usted? ¡Han venido a la primera! —Sí, cuando es usted quien los llama. —¡Resulta muy extraño que usted, que se supone que está encargada de su cuidado, no tenga el mismo control sobre ellos! ¡Ya no hay nada que hacer! ¡Ahí suben por las escaleras hasta arriba de nieve! Vaya y haga que se adecenten, ¡Dios bendito! La madre de aquel caballero pasaba una temporada en la casa, y mientras subía las escaleras y pasaba junto a la puerta de la sala, tuve la satisfacción de escuchar los comentarios que la anciana señora hacía en voz bien audible a su nuera sobre el incidente (solo pude distinguir las palabras más enfáticas): —¡Dios del cielo…! ¡En toda mi vida…! ¡Va a conseguir matarlos, tan cierto como…! ¿Crees, querida, que es la persona apropiada? Te aseguro que… No escuché nada más, pero fue suficiente. La anciana señora Bloomfield había sido muy atenta y educada conmigo y, hasta entonces, la había tenido por una viejecita amable y de buen corazón. A menudo se había dirigido a mí y me había hablado de forma entrañable, moviendo afirmativa y negativamente la cabeza, y gesticulando con manos y ojos, como es frecuente en algunas personas de edad, aunque nunca había visto a alguien en quien esta peculiaridad estuviese tan desarrollada. Se había mostrado comprensiva conmigo por los problemas que tenía con los niños, llegando incluso a expresar, con frases a medio acabar, acompañadas de gestos y guiños significativos, que era consciente de que, al restringir de aquella forma mi poder y no apoyarlo con su autoridad, la actitud de su mamá era poco juiciosa. Aquella forma de mostrar su desaprobación no era demasiado de mi gusto, y por lo general procuraba no darme por aludida, ni daba muestras de entender más de lo que ella decía abiertamente, limitándome a reconocer implícitamente que, si las cosas hubiesen sido de otra forma, mi tarea habría sido menos difícil y habría estado en mejores condiciones para guiar e instruir a mis alumnos. De ahora en adelante debía ser doblemente precavida. Hasta entonces, aunque me había dado cuenta de que la anciana señora tenía sus defectos (de los cuales uno de ellos era su tendencia a proclamar sus perfecciones), me había sentido siempre inclinada a disculparlos, a dar crédito a todas las virtudes que decía poseer y a imaginar otras sobre las que aún no se había manifestado. La amabilidad, que había sido el alimento de mi vida a lo largo de tantos años, me había sido negada de forma tan absoluta en los últimos tiempos que había aceptado llena de alegría el menor signo de parecido con ella. No es de extrañar, por tanto, que sintiera afecto por la anciana, que me alegrara de estar cerca de ella y que lamentara su marcha. Ahora, sin embargo, las pocas palabras que, por fortuna o por desgracia, escuché al pasar dieron un vuelco absoluto a la idea que tenía de ella; me pareció entonces hipócrita y mentirosa, una aduladora que espiaba mis palabras y mis actos. Sin duda, me habría convenido mostrarle la misma sonrisa alegre y el tono de respetuosa cordialidad de antes, pero me fue imposible; mis sentimientos alteraron mi comportamiento y éste se volvió tan frío y cohibido que ella no podía dejar de percibirlo. Tan pronto notó el cambio, también ella alteró su comportamiento: el amistoso saludo se convirtió en una rígida reverencia, la sonrisa amable dio paso a una mirada de gorgona feroz, la alegre vivacidad con la que me había tratado fue totalmente transferida a «los adorables niños», a quienes adulaba y consentía de forma aún más absurda de lo que su madre había hecho nunca. Confieso que este cambio me perturbaba de alguna manera; temía las consecuencias de su descontento, e incluso hice algunos esfuerzos por recuperar el terreno perdido, con un éxito aún mayor del que podía haber previsto. Una vez, por mera educación, le pregunté por su tos; inmediatamente, su cara larga se relajó en una sonrisa, y me obsequió con un detallado informe de aquella y de otras enfermedades que padecía, al que siguió un relato de su piadosa resignación, todo ello en aquel estilo declamatorio y enfático que ningún escritor podría imitar. —No existe ningún otro remedio, querida, y ése es el de la resignación — gesto de asentimiento— ¡la resignación a la voluntad divina! —elevación de manos y ojos—. Me ha ayudado siempre en los momentos de aflicción y lo seguirá haciendo —sucesión de gestos de asentimiento—. No creo que todo el mundo pueda decir lo mismo —gesto de negar con la cabeza—, pero yo soy uno de esos seres piadosos, señorita Grey —gestos de asentimiento muy significativos—. Siempre lo he sido, gracias a Dios —nuevo gesto de asentimiento—, ¡y orgullosa de ello me siento! Enfática unión de las manos y movimiento de cabeza. Y tras una colección de textos de las Sagradas Escrituras, que citó de forma errónea o fuera de lugar, aderezados de exclamaciones religiosas de estilo declamatorio y dicción tan ridículos que me niego a repetir, se retiró, moviendo la cabeza con muestras de estar satisfecha —al menos con ella misma— y me dejó pensando que, después de todo, quizá era una persona más débil que perversa. En su siguiente visita a la mansión de Wellwood me atreví a decir que me alegraba mucho verla con tan buen aspecto. Aquello tuvo un efecto mágico: mis palabras, que no pretendían ser sino un comentario de cortesía, fueron recibidas como un cumplido halagador; se le iluminó la cara y, desde aquel momento, se mostró simpatiquísima y atenta conmigo, al menos exteriormente. Por lo que los niños decían y por lo que yo misma veía, me daba cuenta de que lo único que tenía que hacer para ganar su amistad era pronunciar una palabra lisonjera en el momento oportuno; pero aquello iba en contra de mis principios y, al abstenerme de hacer tal cosa, la caprichosa dama volvió a privarme de su favor enseguida, y creo que intrigaba en contra de mí a mis espaldas. No podía ejercer demasiada influencia negativa sobre su nuera con respecto a mí, porque entre la señora y ella misma existía una mutua antipatía, de la cual la primera daba muestras con calumnias y maledicencias que pronunciaba en secreto, y la segunda con un exceso de helada formalidad, sin que ninguna frase lisonjera de la mayor pudiese romper el muro de hielo que la más joven había interpuesto entre las dos. Con su hijo, sin embargo, la anciana señora había tenido más éxito. Éste prestaba atención a todo lo que ella decía, siempre y cuando la madre fuese capaz de calmar el irritable carácter del hijo y de evitar que se enfadara por las propias asperezas del suyo. Creo que no me faltan motivos para pensar que consiguió aumentar los prejuicios de éste en mi contra. Debía de decirle que yo descuidaba absolutamente a los niños, y que incluso su esposa no les prestaba la atención necesaria; que él mismo debía velar por ellos o que se echarían a perder. Alertado de esta forma, él se tomaba a menudo la molestia de mirarlos por la ventana cuando jugaban; en ocasiones les seguía por el jardín, y demasiadas veces aparecía de repente cuando éstos se salpicaban con el agua del pozo prohibido, hablaban con el cochero en los establos o se revolcaban en la suciedad del corral, mientras yo permanecía junto a ellos, como una estúpida, después de haber agotado mis fuerzas en vanos intentos por alejarlos de allí. También a menudo asomaba por el aula mientras éstos estaban comiendo y los encontraba derramando la leche sobre la mesa o sobre ellos mismos, metiendo los dedos en su propia taza o en la de los otros, o destrozando la comida como cachorros de tigre. Si en aquel momento yo me mostraba tranquila, mi actitud era la de connivencia con su desordenada conducta; si, por el contrario (como frecuentemente era el caso), estaba levantando la voz para imponer el orden, utilizaba una violencia indebida y daba a las niñas un mal ejemplo de lenguaje y tono poco delicados. Recuerdo una tarde de primavera en la que, debido a la lluvia, no podían salir al jardín. Por una rara buena suerte, habían terminado todos sus deberes y se habían abstenido de salir corriendo a importunar a sus padres, una costumbre que me molestaba sobremanera, pero que, en días lluviosos, raras veces podía evitar; porque en la planta baja encontraban novedad y diversión, especialmente cuando había visitas en la casa. Su madre, aunque me ordenaba que no los dejara salir de la clase, no les regañaba nunca si lo hacían, ni se molestaba en enviarlos de vuelta. Aquel día, sin embargo, parecían satisfechos de encontrarse donde se encontraban y, lo que aún resultaba más extraordinario, parecían dispuestos a jugar sin recurrir a mí para divertirse y sin discutir unos con otros. Su ocupación era un tanto sorprendente: estaban todos en cuclillas junto a la ventana, sobre un montón de juguetes rotos y de huevos de pájaros o, mejor dicho, de cáscaras de huevos, ya que, por fortuna, su contenido había sido extraído del interior. Habían roto los huevos y los reducían a pequeños fragmentos, no sé muy bien con qué fin, aunque, siempre que estuvieran tranquilos y no enredaran demasiado, no me importaba. De modo que, con un sentimiento de rara tranquilidad, me senté junto al fuego, dando las últimas puntadas a un vestido para la muñeca de Mary Ann, con la idea de escribir una carta a mi madre cuando terminara. Pero, de pronto, la puerta se abrió y la cara gris del señor Bloomfield asomó por ella. —¡Qué silencio! ¿Qué están haciendo? —preguntó. «Por lo menos, nada malo hoy», pensé. Pero él tenía una idea diferente. Después de avanzar hacia la ventana y de observar la ocupación de sus hijos, exclamó con aspereza: —¿Qué demonios están haciendo? —¡Estamos moliendo cáscaras de huevo, padre! —exclamó Tom. —¡Cómo se atreven a hacer estas porquerías, diablos de niños! ¿Es que no ven el desastre que están organizando sobre la alfombra? —La alfombra era una vulgar estera marrón—. Señorita Grey, ¿sabía usted lo que estaban haciendo? —Sí, señor. —¡De modo que lo sabía! —Sí. —Lo sabía usted y, sin embargo, siguió ahí sentada, permitiéndoles que continuaran, sin una palabra de reproche. —No me pareció que estuviesen haciendo nada malo. —¡Nada malo! Pero ¡bueno, mire ahí! Mire la alfombra, ¿se ha visto algo igual en una decente casa cristiana? ¡No me extraña que la habitación parezca una pocilga! ¡No me extraña que sus alumnos sean peor que una piara de cerdos! ¡No me extraña nada! ¡Esto rebasa el límite de mi paciencia! —Y salió de la habitación, dando un portazo que despertó la risa de los niños. —¡Esto también rebasa el límite de mi paciencia! —mascullé, levantándome; y, cogiendo el atizador, me puse a remover las cenizas con una energía inusitada, descargando mi enfado mientras pretendía estar avivando el fuego. Después de aquel incidente, el señor Bloomfield se asomaba continuamente a la habitación para ver si todo estaba en orden, y, como los niños se pasaban el día llenando el suelo de juguetes, palos, piedras, rastrojos, hojas y todo tipo de basura, que traían a la habitación sin que yo pudiera impedirlo o lograra que recogiesen, y que los criados se negaban a limpiar, tenía que pasar una considerable parte de mis valiosos momentos de ocio de rodillas sobre el suelo, penosamente poniendo las cosas en orden. Una vez, les dije que no probarían la comida hasta que no hubiesen recogido todo de la alfombra. Fanny podría comer cuando hubiese recogido cierta cantidad, Mary Ann podría hacer lo mismo cuando hubiese recogido el doble y Tom debía encargarse de recoger el resto. Para mi sorpresa, las niñas hicieron su parte, pero Tom estaba tan furioso que saltó sobre la mesa, tiró el pan y la leche al suelo, golpeó a sus hermanas, empezó a dar patadas a la carbonera haciendo saltar el carbón, intentó volcar la mesa y las sillas y parecía decidido a convertir la habitación en una leonera, cuando conseguí agarrarle y mandé a Mary Ann a llamar a su madre, sujetándole a pesar de las patadas, los golpes, los gritos y los insultos, hasta que la señora Bloomfield hizo su aparición. —¿Qué pasa con mi hijo? —dijo. Y una vez explicado el asunto, todo lo que hizo fue llamar a una de las niñeras para que pusiera la habitación en orden y trajese la comida del señorito Tom. —¡Y ahora qué! —exclamó Tom en tono triunfante, levantando la cabeza del plato con la boca tan llena que casi no podía hablar—. ¡Y ahora qué, señorita Grey! Estoy comiendo y no he recogido ni una sola cosa. La única persona en la casa que sentía una verdadera simpatía por mí era la niñera, ya que también ella había sufrido humillaciones parecidas, si bien en mucho menor grado, pues no tenía que dar clases ni era responsable de la conducta de sus pupilos. —¡Ay, señorita Grey! —me decía—, ¡cuántos problemas debe usted tener con esos niños! —Sí que los tengo, Betty, y me atrevería a decir que los conoce tan bien como yo. —¡Claro que sí! Pero yo no tengo que lidiar con ellos como usted. A veces les doy un cachete. De tanto en tanto les doy una buena tunda… Y es que, como vulgarmente se dice, son un caso sin remedio. La cuestión es que he perdido mi empleo. —¿Cómo es eso, Betty? He oído que se va usted. —Sí, gracias a Dios. La señora me ha dado tres semanas de aviso. Las pasadas navidades me advirtió de que me echaría si volvía a pegarles, pero no pude contenerme. No sé cómo puede usted manejarlos, porque Mary Ann es peor que todas las hermanas juntas. V. EL TÍO Además de la anciana, había otro pariente de la familia cuyas visitas me perturbaban mucho. Se trataba del tío Robson, el hermano de la señora Bloomfield, un hombre alto, suficiente, de pelo oscuro y tez pálida como su hermana, una nariz que parecía desdeñar la tierra y pequeños ojos grises, a menudo medio cerrados, con una mezcla de auténtica estupidez y afectado desprecio por todos los objetos que le rodeaban. Era un hombre corpulento y robusto, pero había hallado la forma de comprimir su cintura a un radio extremadamente pequeño, y aquello, junto con la rigidez tan afectada de su figura, revelaba que el arrogante y varonil señor Robson, que tanto desdeñaba al sexo femenino, no estaba por encima de la coquetería propia de las mujeres. Raras veces se dignaba dirigirme la palabra y, cuando lo hacía, aunque el efecto buscado era justo el contrario, la altiva insolencia de su tono y de sus ademanes me convencían de que no era un caballero. Pero no era ésta la razón por la que me disgustaban sus visitas, sino por la mala influencia que ejercía sobre los niños, a quienes alentaba sus malos instintos, deshaciendo en pocos minutos el pequeño progreso que me había costado meses de trabajo. Apenas prestaba atención a Fanny o a Harriet, pero Mary Ann era su preferida. Constantemente fomentaba su tendencia a la afectación (algo que yo había intentado refrenar con todas mis fuerzas), hablándole de su bonita cara y llenándole la cabeza con toda clase de ideas pretenciosas sobre su aspecto exterior (algo que yo le había enseñado a valorar como polvo en una balanza, en comparación al cultivo de la mente y de las buenas maneras), cuando nunca había conocido a una niña tan susceptible a los halagos como ella. Aprobaba sus defectos, tanto de ella como de su hermano, a base de reírse, cuando no los alababa directamente. La gente no sabe el mal que hace a los niños cuando se ríe de sus faltas y bromea sobre lo que sus verdaderos amigos han tratado de inculcarles. Aunque no era un alcohólico declarado, el señor Robson bebía habitualmente gran cantidad de vino y, de vez en cuando, tomaba con delectación una copa de brandy con agua. Intentaba por todos los medios que su sobrino le imitara en esto y le hacía creer que cuanto más vino y licores tomase, y cuanto más le gustasen, más se manifestaría su espíritu arrojado y varonil, y sería superior a sus hermanas. El señor Bloomfield no tenía mucho que decir contra ello, pues su bebida favorita era la ginebra con agua, de la cual tomaba una considerable cantidad todos los días, a base de sorbitos, siendo a aquella afición a la que yo atribuía la palidez de su cara y su irritable temperamento. Asimismo, el señor Robson estimulaba la tendencia de Tom a perseguir a los más débiles, tanto por precepto como por ejemplo. Como iba a menudo a montar o a cazar a las tierras de su cuñado, llevaba con él sus perros favoritos, y los trataba con tanta brutalidad que, a pesar de mi pobreza, hubiese dado un soberano cada día por ver cómo uno de ellos le mordía, siempre que el animal hubiese podido hacerlo con impunidad. Algunas veces, cuando estaba de un humor muy complaciente, iba a coger nidos de pájaros con los niños, algo que me irritaba y me molestaba profundamente, ya que, tras muchos y perseverantes esfuerzos por mi parte, me había convencido de que les había enseñado a ver la maldad de este pasatiempo, y esperaba que, a su debido tiempo, conseguiría inculcarles un mínimo sentido de justicia y de humanidad. Diez minutos de caza de nidos con el señor Robson, o una simple risa suya al escuchar la narración de alguna de sus barbaridades, bastaban para destruir el efecto de mi elaborado plan de razonamiento y persuasión. Por suerte, durante aquella primavera, nunca, salvo una vez, encontraron sino nidos vacíos o huevos, y eran demasiado impacientes como para esperar a que éstos fuesen incubados. En aquella ocasión, Tom, que había estado con su tío en la plantación vecina, llegó corriendo al jardín, con expresión radiante y una nidada de volantones en las manos. Mary Ann y Fanny, a quienes acababa de sacar a pasear, corrieron a admirar su botín y le rogaron que les diera un pájaro a cada una. —¡No, ni uno! —exclamó Tom—. Son todos míos. El tío Robson me los ha dado todos a mí: uno, dos, tres, cuatro, cinco. ¡No os voy a dejar ni que los toquéis! ¡Ni uno de ellos! —continuó, exultante, dejando el nido en el suelo, de pie sobre éste, con las piernas bien separadas, las manos en los bolsillos del pantalón, el cuerpo inclinado hacia delante y haciendo una mueca tras otra por el éxtasis que aquello le producía. —¡Los voy a hacer papilla! ¡Los voy a pulverizar! ¡Ya veréis cómo los dejo! ¡Me lo voy a pasar de lo lindo con este nido! —No, Tom —dije yo—, no permitiré que torture a esos pájaros. O los mata inmediatamente o los llevaré al lugar donde los cogió para que sus padres sigan dándoles de comer. —Pero usted no sabe dónde está ese sitio, señorita. Solo el señor Robson y yo lo sabemos. —Si no me lo dice, los mataré yo misma, a pesar del horror que me causa hacerlo. —No se atreverá. ¡Claro que no se atreverá! Porque sabe muy bien que mi padre, mi madre y mi tío Robson se enfadarían con usted. ¡Ja, ja! ¡La tengo pillada! —Haré lo que creo que tengo que hacer en un caso como éste, sin consultar a nadie. Si su padre y su madre lo desaprueban, lo sentiré, pero la opinión de su tío Robson no me importa en absoluto. Una vez dicho esto, apremiada por mi sentido del deber, y a pesar del horror que aquel acto me causaba y del temor a provocar la ira de mis patrones, cogí una piedra grande y lisa que el jardinero había traído para cerrar una trampa de ratones, y, después de intentar, una vez más en vano, persuadir al pequeño tirano de que devolviera a los volantones al lugar donde los había cogido, le pregunté qué pretendía hacer con ellos. Con un gesto de exultación diabólica comenzó a enumerar una lista de tormentos y, durante la narración, dejé caer la piedra sobre sus pretendidas víctimas, aplastándolas. Aquel temerario ultraje se vio seguido de fuertes gritos y terribles maldiciones. El señor Robson subía entonces el camino con su escopeta y se había detenido en aquel preciso instante para pegar a su perro. Tom corrió hacia él exclamando que era a mí a quien tenía que pegar en vez de a Juno. El señor Robson se apoyó en su escopeta y comenzó a reírse exageradamente por la violencia de la pasión de su sobrino y por las amargas imprecaciones y epítetos infamantes que descargaba sobre mí. —¡Menudo genio! —exclamó finalmente, volviendo a coger su escopeta y encaminándose hacia la casa—. ¡Demonios si el chico no tiene arrojo! ¡Que me aspen si alguna vez he visto un bribón con más carácter que éste! Ya no hay faldas que le controlen: ¡desafía a la madre, a la abuela, a la institutriz y a todo el mundo! ¡Ja, ja, ja! No importa, Tom, mañana te conseguiré otro nido. —Si lo hace, señor Robson, lo mataré también. —¡Vaya! —replicó, y después de honrarme con una larga mirada que, en contra de sus expectativas, mantuve sin pestañear, se dio la vuelta con aire de supremo desprecio y se dirigió hacia la casa. A continuación, Tom se fue a contarle lo sucedido a su madre. No era propio de ella hacer demasiados comentarios sobre ningún asunto; pero, la siguiente vez que me vio, su gesto y sus maneras eran doblemente serios y fríos. Tras algún comentario de circunstancias, me dijo: —Lamento, señorita Grey, que crea necesario interferir en las diversiones del señorito Bloomfield: se sintió muy disgustado de que matara a sus pájaros. —Si las diversiones del señorito Bloomfield consisten en hacer daño a criaturas sensibles —respondí—, creo que es mi deber interferir en ellas. —Parece usted olvidar —dijo ella, tranquilamente— que todas las criaturas fueron creadas para nuestra conveniencia. Pensé que aquella doctrina admitía alguna duda, pero me limité a replicar: —Si lo fueron, no tenemos derecho a atormentarlas para nuestra diversión. —Creo —dijo ella— que la diversión de un niño vale considerablemente más que el bienestar de un animal sin alma. —Pero por el bien del niño, no debería animársele a divertirse con esas cosas —contesté yo, con tanta humildad como pude, para compensar aquella inusual obstinación. —Bienaventurados sean los misericordiosos, porque ellos obtendrán la misericordia. —¡Naturalmente! Pero eso se refiere a nuestra conducta con las personas… La persona piadosa muestra misericordia hacia la bestia que le sirve —me atreví a añadir. —No creo que haya usted mostrado mucha misericordia —replicó ella, con una risita amarga—, matando a los pobres pájaros de esa forma tan terrible, y dejando a mi querido niño en ese estado por un mero capricho. Me pareció que, dadas las circunstancias, lo más sensato era no decir nada más. Ésta fue la ocasión en que más cerca estuve de tener una discusión con la señora Bloomfield; también fue la ocasión en que intercambié más palabras con ella desde el día de mi llegada a la casa. Pero el señor Robson y la señora Bloomfield no eran las únicas personas cuya visita a la mansión de Wellwood me molestaba; en realidad, todas las visitas me perturbaban, en mayor o menor medida; no tanto porque me dejaran de lado —aunque me parecía que su conducta era extraña y desagradable en ese aspecto—, sino porque me resultaba imposible mantener a mis alumnos alejados de ellas, según mi deseo. Tom hacía todo lo posible por hablar con ellas y Mary Ann por llamar su atención. Ninguno de los dos sabía lo que era sonrojarse ni conocía el pudor más elemental. Nada los refrenaba para interrumpir de la forma más impropia la conversación de los mayores, hacerles las preguntas más impertinentes, colgarse al cuello de los caballeros, subírseles a las rodillas cuando no se los había invitado a ello, colgárseles de los hombros o hurgar en sus bolsillos, tirar de las faldas de las mujeres, deshacerles el peinado, torcerles el cuello y pedirles con descarada insistencia sus baratijas. La señora Bloomfield tenía el buen sentido de sorprenderse y molestarse por este comportamiento, pero no lo tenía para evitarlo. Ella esperaba que yo lo hiciera; pero ¿cómo podía yo hacer tal cosa cuando los invitados —caras nuevas y elegantes vestidos— se mostraban indulgentes y lisonjeros para quedar bien con los padres? ¿Cómo podía yo hacerlos salir de allí, con mi vestido de estar por casa y mi cara de todos los días? Hacía todo lo que estaba en mi mano por conseguirlo; intentaba divertirlos y atraerlos a mi lado; a fuerza de ejercer la escasa autoridad que tenía y, con la poca severidad que me atrevía a utilizar, intentaba impedirles que atormentaran a los invitados y, reprochándoles su desconsiderada conducta, hacer que se sintieran avergonzados. Pero ellos no sabían lo que era la vergüenza; se burlaban de la autoridad que no estaba basada en el terror y, por lo que se refiere al cariño y al afecto, o bien no tenían corazón o éste estaba tan bien guardado y escondido que, a pesar de todos mis esfuerzos, todavía no había conseguido llegar a él. Pero pronto mi lucha iba a llegar a una conclusión, antes incluso de lo que yo había esperado o deseado; pues una dulce tarde de finales de mayo, ilusionada con la proximidad de las vacaciones y felicitándome por el progreso que había hecho con mis alumnos —al menos en lo que se refiere a su aprendizaje, pues había conseguido inocular algo en sus cabezas, y había conseguido que fuesen un poco, muy poquito más sensatos en lo que se refiere a terminar sus lecciones a tiempo para disfrutar de un recreo más largo, en vez de atormentarme a mí y a ellos mismos sin ningún objeto—, la señora Bloomfield me mandó llamar y con toda calma me dijo que después del solsticio de verano mis servicios dejarían de ser necesarios en la casa. Me aseguró que mi carácter y mi conducta eran irreprochables, pero que los niños habían hecho tan pocos avances desde mi llegada que el señor Bloomfield y ella habían creído que era su deber buscar otra forma de instrucción. Aunque más inteligentes que la mayoría de los niños de su edad, sus modales eran toscos y su temperamento, ingobernable, lo cual ella atribuía a una falta de firmeza, de diligencia y de perseverancia por mi parte. Precisamente yo me enorgullecía para mis adentros de poseer una firmeza inquebrantable, una diligencia apasionada y una perseverancia incansable, virtudes con las cuales confiaba en superar todas mis dificultades y obtener por fin el triunfo. Me hubiese gustado decir algo para justificarme, pero al intentar hablar sentí que la voz me temblaba y, antes que dejar traslucir mi emoción o estallar en lágrimas, preferí guardar silencio y soportar todo aquello como si realmente fuese culpable. Así fui despedida y así volví la mirada a los míos. ¡Ay! ¿Qué pensaría de mí mi familia? Después de haberme jactado tanto de mis cualidades, había sido incapaz de conservar ni un año siquiera la colocación de institutriz de tres niños, cuya madre mi propia tía calificaba de ¡«excelente mujer»! Había sido puesta a prueba y había fracasado. No podía esperar, por tanto, que me concediesen una nueva oportunidad. Esta idea me martirizaba, pues a pesar de la humillación y el acoso a los que me había visto sometida, y a pesar de haber aprendido a valorar mi hogar más que nunca, no estaba aún cansada de aventuras ni dispuesta a cejar en mi empeño. Sabía que no todos los padres eran como el señor y la señora Bloomfield, y estaba segura de que todos los niños no eran como los suyos. Mi próxima familia sería diferente y cualquier cambio sería para mejor. Fortalecida por la adversidad e instruida por la experiencia, soñaba con redimir mi honor ante los ojos de aquellos cuya opinión me importaba más que cualquier otra en el mundo. VI. OTRA VEZ LA RECTORÍA Durante varios meses viví tranquilamente en mi casa, disfrutando de la libertad, del descanso y del verdadero cariño que tanto tiempo me habían faltado. Para recuperar lo que había perdido en el curso de mi estancia en la mansión de Wellwood y mejorar mis conocimientos con vistas al futuro, proseguí intensamente con mis estudios. La salud de mi padre continuaba siendo muy delicada, aunque no peor que cuando le vi por última vez, y me sentí feliz de poder animarle un poco con mi regreso y de procurarle cierto placer cantándole sus canciones favoritas. Nadie me echó en cara mi fracaso o me dijo que hubiese hecho bien en seguir este o aquel consejo, de forma que me sentí dichosa de vivir en casa. Todos estaban alegres de tenerme de nuevo entre ellos y, para borrar los sufrimientos que había padecido, se mostraban más atentos que nunca conmigo. Pero nadie quiso tocar un solo chelín del dinero que había ahorrado con tanta ilusión con la esperanza de compartirlo con ellos. A fuerza de arañar de aquí y de allá, nuestras deudas estaban casi saldadas. Mary había tenido un notable éxito con sus dibujos, pero mi padre insistió también en que guardase para ella el fruto de su trabajo. Nos aconsejó que, después de separar el dinero que necesitáramos para nuestro humilde guardarropa y nuestros pequeños gastos, depositáramos en el banco el resto de nuestras economías, diciendo que quizá muy pronto sería lo único con lo que podríamos contar, ya que tenía el presentimiento de que no estaría mucho tiempo entre nosotras y solo Dios sabía qué iba a ser de nuestra madre y de nosotras cuando él faltase. ¡Mi querido padre! Estoy convencida de que, si se hubiera preocupado menos por las calamidades que nos amenazaban con su muerte, aquella temida desgracia no habría ocurrido tan pronto. Mi madre hacía lo indecible por evitar que hablara de ello. —¡Oh, Richard! —exclamó en una ocasión—. Si alejaras de tu cabeza esos sombríos pensamientos, vivirías tanto tiempo como cualquiera de nosotras; al menos, lo suficiente como para ver a tus hijas casadas, y a ti mismo convertido en abuelo, con una alegre y activa viejecita a tu lado. Mi madre se echó a reír y también mi padre, aunque su risa dio pronto paso a un triste suspiro. —¡Casadas! Pobres criaturas… —dijo—. Sin un chelín, ¿quién querrá casarse con ellas? —Por amor de Dios… cualquiera estaría agradecido. ¿No era yo pobre cuando me casé contigo? Y al menos entonces fingiste estar encantado con tu adquisición. Pero no es una cuestión de que se casen o no; hay mil formas honradas de ganarse la vida. Además, me pregunto, Richard, cómo puedes torturarte con la idea de la pobreza que recaería sobre nosotras si murieras, como si eso fuera algo importante comparado con la desgracia de perderte. Sabes muy bien que esa desgracia anularía cualquier otra y que es de ésa de la que debes intentar librarnos por todos los medios. Recuerda que no hay nada como un espíritu alegre para mantener la salud del cuerpo. —Sé bien, Alice, que hago muy mal en quejarme todo el tiempo, pero no puedo hacer nada por evitarlo. Tienes que perdonarme. —No pienso perdonarte. Lo que tienes que hacer es cambiar de actitud — replicó mi madre. Pero la dureza de sus palabras se compensaba con su tono cariñoso y su dulce sonrisa, que hicieron volver a sonreír a mi padre con menor tristeza de la que era habitual en él. —Mamá —le dije tan pronto tuve oportunidad de hablar con ella a solas—, tengo poco dinero y no puede durar mucho. Si pudiera ganar más, al menos conseguiría quitarle a papá una de sus preocupaciones. No sé dibujar como Mary, así es que lo mejor que puedo hacer es buscar otra colocación. —¿Volverías a intentarlo, Agnes? —Claro que sí. —¿No has tenido suficiente ya? —Mamá —dije yo—, no todo el mundo es como el señor y la señora Bloomfield. —Algunos son peores… —me interrumpió mi madre. —No creo que haya muchos —repliqué yo—, y estoy segura de que no todos los niños son como los de ellos. Ni Mary ni yo fuimos nunca así. Siempre fuimos obedientes, ¿no es verdad? —Casi siempre; pero yo no os malcrié, y tampoco es que fueseis angelitos. Mary era muy testaruda y reservada, y tú tenías un temperamento bastante fuerte. Pero la verdad es que, en general, fuisteis unas niñas muy buenas. —Ya sé que a veces era arisca, y me hubiera gustado que esos niños lo hubiesen sido también a veces, porque entonces los habría entendido. Pero no lo eran, y es que no se sentían ofendidos, heridos o avergonzados por nada. Nunca estaban descontentos, excepto cuando se les negaba un capricho. —Entonces no era culpa de ellos; no puedes esperar que la piedra sea tan moldeable como la arcilla. —No, pero aun así es muy desagradable vivir con unas criaturas tan insensibles e impenetrables. No puedes quererlas, y, si pudieras, malgastarías tu cariño: ellos no sabrían devolverlo, ni apreciarlo, ni comprenderlo. De todas formas, si volviera a toparme con una familia parecida, lo cual me parece poco probable, contaría con esa experiencia y me las arreglaría mejor que antes. Y todo esto no es más que un preámbulo, lo que quiero pedirte es que me dejes intentarlo de nuevo. —Veo que no te desanimas fácilmente, hija mía, y me alegro. Pero deja que te diga una cosa: estás mucho más pálida y delgada que cuando te fuiste de casa por primera vez, y no podemos permitir que pierdas tu salud por ahorrar dinero, ni para ti ni para nadie. —Mary también me dice que he cambiado, y no me extraña, porque me pasaba el día entero sumida en un estado de agitación y de ansiedad. Pero estoy decidida a tomarme las cosas con mucha más calma. Finalmente, mi madre prometió volver a ayudarme a condición de que esperase con paciencia. Le pedí que hablara del asunto con mi padre, de la forma y en el momento que creyera convenientes, sin dudar nunca de su habilidad para convencerle. Mientras tanto me dediqué a escudriñar las columnas de anuncios de los periódicos y a responder a todos los «Se busca una institutriz» que parecían buenas colocaciones. Pero todas mis cartas, igual que las respuestas, debían recibir el visto bueno de mi madre; y, una vez tras otra, para mi pesar, me hacía rechazarlas. Unos le parecían gente de baja categoría, otros demasiado exigentes y otros ofrecían un salario demasiado pequeño. —Tu talento, Agnes, no es el de cualquier hija de clérigo pobre —me decía — y no debes malgastarlo. Recuerda que prometiste ser paciente: no hay ninguna prisa, tienes mucho tiempo por delante y todavía pueden presentarse cosas mejores. Por último, me aconsejó que yo misma pusiera un anuncio en el periódico, detallando mis conocimientos. —Música, canto, dibujo, francés y latín —me dijo— no son poca cosa, y mucha gente estaría encantada de encontrar a una institutriz que poseyera todos esos talentos. Esta vez probarás fortuna con una familia de condición más elevada, la de un auténtico caballero. En el seno de una familia así te tratarán con más respeto y consideración que en el de una familia de comerciantes adinerados y engreídos, o en el de arrogantes nuevos ricos. He conocido a muchas personas de alcurnia que trataban a sus institutrices como parte de la familia; aunque debo admitir también que las hay insolentes y desconsideradas: lo bueno y lo malo se encuentran en todas partes. Escribí y envié el anuncio rápidamente. De las dos contestaciones que recibí, solo en una la familia accedía a pagarme las cincuenta libras que mi madre me aconsejara pedir como sueldo. El miedo a que los niños fuesen demasiado mayores o a que los padres pensaran en una persona más experimentada y lúcida que yo me hizo vacilar antes de comprometerme. Pero mi madre me convenció para que no rechazara el trabajo por ese motivo: solo con que dejara a un lado mis recelos y adquiriese un poco más de confianza en mí misma, dijo, bastaría para que me desenvolviese sobradamente bien. Se me pedía un informe detallado sobre mis conocimientos y sobre las condiciones de trabajo que considerara oportunas, tras lo cual debía aguardar su contestación. La única condición que me atreví a estipular fue que me concediesen dos meses de vacaciones al año, en verano y en Navidad, para visitar a mi familia. La dama desconocida, en su contestación, no ponía ningún reparo y comentaba que, dados mis conocimientos, no dudaba de que cumpliría satisfactoriamente mi cometido; no obstante, para ella, los requisitos más importantes eran otros: la casa se hallaba en las cercanías de O., y allí podía siempre conseguir maestros que supliesen cualquier deficiencia a este respecto. En su opinión, además de una moralidad intachable, las cualidades más importantes para el puesto de institutriz eran una buena disposición y un carácter alegre y servicial. A mi madre esto no le hizo demasiada gracia e intentó convencerme de que no aceptara el empleo, para lo cual contó con el vehemente apoyo de mi hermana. Sin embargo, yo no estaba dispuesta a ver frustrados mis propósitos de nuevo y pasé por alto todas las objeciones: tras obtener el consentimiento de mi padre —quien estaba al corriente de los acontecimientos—, escribí una carta muy atenta a mi desconocida corresponsal y el trato quedó cerrado. De aquella forma, se decidió que el último día de enero empezaría a trabajar como institutriz de la familia del señor Murray, en Horton Lodge, cerca de O., a unas sesenta millas de nuestro pueblo: una distancia enorme para mí, pues en mis veinte años de vida nunca me había alejado de mi casa más de veinte millas. A ello había que añadir que ni yo ni ningún miembro de mi familia conocía a nadie en aquel lugar. Pero esto no hacía sino estimular mi curiosidad. En cierta medida, había conseguido librarme de aquel sentimiento de vergüenza que tanto me había hecho sufrir en el pasado, y la idea de explorar nuevas regiones y abrirme paso entre sus desconocidos habitantes me producía una gran excitación. Me felicitaba pensando que esta vez iba a ver algo del mundo. La casa del señor Murray estaba cerca de una gran ciudad y no en un distrito fabril, donde la gente no se preocupa sino de hacer dinero; su posición, según entendí, era superior a la del señor Bloomfield, y sin duda se trataba de uno de esos caballeros genuinos de los que hablara mi madre, alguien que trataría a su institutriz con la debida consideración, como a una dama respetable y bien educada, como a la instructora y la guía de sus hijos, y no como a una mera criada. Por otra parte, mis nuevos alumnos, siendo mayores, serían más razonables y receptivos para el estudio; no tendría que confinarlos en la clase tanto tiempo, ni someterlos a la extrema vigilancia que había necesitado con los anteriores. Mis esperanzas se mezclaban con brillantes visiones, con las cuales las meras tareas de una institutriz poco o nada tenían que ver. El lector se dará fácilmente cuenta de que no era mi intención pasar por una mártir del amor filial, dispuesta a sacrificar su paz y su libertad con el solo fin de amasar dinero para ayudar a sus padres. Y, aunque es cierto que el bienestar de mi padre y la idea de poder ayudar a mi madre en el futuro influyeron en gran medida en mis cálculos, cincuenta libras no era una cantidad en absoluto desdeñable. Necesitaría vestidos decentes dada mi nueva situación; debería costearme el lavado de mi ropa y también los cuatro viajes anuales entre Horton Lodge y mi casa; pero si vigilaba mi economía, con veinte libras o un poco más cubriría estos gastos y podría guardar unas treinta, algo menos quizá, en el banco. ¡Una suma tan importante para la economía familiar! ¡Pasara lo que pasase tenía que luchar con todas mis fuerzas por mantener ese empleo, tanto por hacer honor a mi familia como por los beneficios que mi permanencia allí le reportaría! VII. HORTON LODGE El treinta y uno de enero amaneció muy tempestuoso. Soplaba un fuerte viento del norte y la nieve, incesante, se amontonaba en el suelo y se arremolinaba en el aire. Mi familia hubiera preferido que aplazara mi partida, pero el temor a defraudar a mis patrones, dando muestras de falta de puntualidad desde el mismo inicio de mi empleo, hizo que respetara el día previsto de mi llegada. No cansaré a mis lectores con el relato de mi partida en aquella oscura mañana de invierno; las largas despedidas, el largo, larguísimo viaje a O., las solitarias esperas de diligencias o trenes —pues el tendido del ferrocarril llegaba ya hasta allí entonces— y, por último, mi encuentro con el criado del señor Murray, quien había sido enviado a la estación con el faetón para conducirme hasta Horton Lodge. Me limitaré a decir que la abundancia de nieve había creado tales obstáculos en el camino, tanto para los caballos como para las locomotoras, que, cuando llegué al término de mi viaje, era ya entrada la noche, y que una gran nevada convirtió las escasas millas que separaban O. de Horton Lodge en una verdadera peregrinación. Sentada resignadamente en el coche, viendo cómo la nieve, fría y punzante, me atravesaba el velo y se amontonaba en mi falda, e incapaz de distinguir nada, me preguntaba cómo el infortunado caballo y el no menos infortunado cochero podían abrirse camino en aquellas condiciones, ¡tan arduo y penoso era nuestro avance! Por fin nos detuvimos y, a un grito del cochero, alguien quitó las cadenas e hizo girar sobre sus chirriantes goznes lo que parecía ser la verja del parque. Luego avanzamos por un camino más llano, desde el cual, de vez en cuando, percibí gigantescas masas blanquecinas que brillaban en la oscuridad y que supuse que eran árboles cubiertos de nieve. Pasado un tiempo considerable volvimos a detenernos ante el majestuoso pórtico de una gran casa, cuyos largos ventanales llegaban hasta el suelo. Me levanté con dificultad, cubierta de nieve como estaba, y descendí del coche, esperando que un cálido recibimiento me compensaría de las penalidades del día. Un hombre de porte aristocrático, vestido de negro, abrió la puerta y me condujo a un espacioso vestíbulo iluminado por una lámpara ambarina que colgaba del techo. Dejando atrás el vestíbulo, cruzamos un pasillo, al final del cual, abriendo la puerta de una habitación interior, me mostró lo que dijo que era el cuarto de estudios. Entré y encontré a dos señoritas y a dos jóvenes caballeros que supuse que serían mis futuros alumnos. Tras un formal saludo de bienvenida, la mayor, que bordaba distraídamente sobre un bastidor y revolvía hilos en un cesto, me preguntó si quería ir a mi cuarto. Como es natural, contesté que sí. —Matilda, toma una vela y acompáñala —dijo la joven. La señorita Matilda, una muchacha desenvuelta de unos catorce años, que vestía levita y pantalones, se encogió de hombros e hizo una pequeña mueca de fastidio, pero cogió una bujía y me precedió, por una larga y pronunciada escalera de dos tramos y un largo y angosto pasillo, hasta una habitación pequeña pero acogedora. Me preguntó entonces si quería tomar té o café. Estaba a punto de contestar que no, cuando recordé que no había tomado nada desde las siete de la mañana y, sintiendo en consecuencia cierta debilidad, dije que tomaría una taza de té. Tras decir que se lo comunicaría a «Brown», la joven se marchó. Acababa de quitarme la capa mojada, el chal, el sombrero y demás prendas cuando una joven de afectados modales vino a decirme que las señoritas querían saber si tomaría el té en mi habitación o en el cuarto de estudios. Alegando que estaba cansada, decidí tomarlo allí. La joven se retiró y poco después regresó con un servicio de té que dejó sobre una cómoda que hacía las veces de tocador. Tras darle las gracias educadamente, le pregunté a qué hora debía levantarme por la mañana. —Las señoritas y los caballeros desayunan a las ocho y media —me dijo —. Se levantan temprano, pero nunca toman una lección antes del desayuno. Creo que será suficiente con que se levante a las siete. Le rogué que tuviera la bondad de llamarme a esa hora y, tras prometerme que lo haría, se retiró. Después de romper mi largo ayuno con una taza de té y una rebanada de pan con mantequilla, me senté junto al fuego de la chimenea y me desahogué echándome a llorar. Después de decir mis oraciones y sintiéndome más aliviada, me preparé para acostarme. Al darme cuenta de que no habían subido mi equipaje, busqué la campanilla; no encontrándola, cogí la vela y me aventuré por el largo pasillo, escaleras abajo, en una suerte de viaje de exploración. En el camino me encontré con una señora elegantemente vestida, a quien expliqué lo que deseaba, no sin considerable vacilación, pues no sabía muy bien si se trataba de un ama de llaves o de la propia señora Murray. Resultó ser la doncella de la señora. Con el aire de quien otorga un raro favor, se ofreció a mandar traer mis cosas. De vuelta en mi habitación, esperé largo rato preguntándome si se habría olvidado o descuidado de cumplir su promesa. Dudaba entre seguir esperando, acostarme o volver a bajar, cuando el sonido de voces y risas, acompañado de pasos en el pasillo, reavivó mis esperanzas. Inmediatamente después, un hombre y una criada de toscos modales entraron mi equipaje, sin dar muestras de demasiada cortesía hacia mí. Cerrada la puerta, una vez se hubieron retirado, y después de sacar algunas cosas de mis maletas, me dispuse por fin a descansar, rendida como estaba en cuerpo y alma. A la mañana siguiente, me desperté con una extraña mezcla de abandono, novedad y cierta curiosidad triste por lo que aún me era desconocido. Me sentía como alguien que hubiera sido transportado por arte de magia y a quien se hubiera dejado caer de las nubes de repente en un país remoto y desconocido, total y absolutamente aislado de cuanto antes había visto o conocido; o como una semilla de abrojo, arrastrada por el viento a una tierra inhóspita, donde tendrá que yacer mucho tiempo antes de echar raíces y germinar, obligada a extraer el alimento de lo que parece tan ajeno a su naturaleza, si es que lo consigue. Pero ni siquiera esto puede dar una idea exacta de mis sentimientos, y nadie que no haya vivido una vida tan retirada y sedentaria como la mía puede siquiera imaginarlos, incluso aquel que se despierta una mañana y se encuentra en Puerto Nelson, de Nueva Zelanda, con un mundo de agua entre él y todo lo que le es familiar. No podré olvidar fácilmente la extraña sensación con la que levanté los visillos y miré hacia aquel mundo desconocido: todo lo que vi fue un yermo enorme, la soledad de Desiertos confundidos con la nieve y arboledas vencidas por su enorme carga. Bajé al cuarto de estudios, sin demasiado deseo de encontrarme con mis alumnos, aunque sentía cierta curiosidad por saber qué podía esperar de nuestra futura relación. Entre otras cosas de mayor importancia, decidí comenzar por dirigirme a ellos como señorito y señorita. Esto me había parecido una formalidad fría y antinatural entre los niños de una casa y su institutriz y compañera de todos los días, en especial siendo éstos pequeños, como en el caso de la mansión de Wellwood; pero incluso allí habían creído una libertad ofensiva que llamara a los pequeños Bloomfield por sus nombres de pila, como sus padres se cuidaron de hacerme notar, recalcando «señorito» y «señorita» en referencia a ellos cuando se dirigían a mí. Entonces tardé mucho tiempo en entender la indirecta, porque el asunto me parecía completamente absurdo; esta vez, decidí actuar con más prudencia y conducirme con mayor ceremonia de la que ningún miembro de la familia pudiera esperar. Siendo mis alumnos mayores, me resultaría menos difícil, aunque estos «señorita» y «señorito» tuviesen el efecto de reprimir todo tono familiar y sincero, y extinguiese el menor destello de cordialidad que pudiera brotar entre nosotros. Como, a diferencia de Dogberry, no quiero descargar en el lector todo mi tedio, no seguiré aburriéndole con un minucioso relato de los descubrimientos que hice aquel día y al siguiente. Sin duda, será suficiente con trazar un ligero esbozo de los miembros de la familia y una descripción general de mi primer año o de mis primeros dos años entre ellos. Empecemos por el cabeza de familia: el señor Murray era, a decir de todos, un caballero provinciano, jactancioso y amigo de hacerse notar; gran aficionado a la caza del zorro, buen jinete y entendido en caballos; un agricultor activo y práctico, y un consumado bon-vivant. Digo que «a decir de todos» porque, a excepción de los domingos, cuando iba a la iglesia, a veces pasaba un mes sin verle, a menos que, al cruzar el vestíbulo o caminando por el jardín, me topara con la figura de un hombre alto y corpulento, de mejillas encarnadas y nariz roja; en cuyo caso, si nos encontrábamos lo suficientemente cerca, se dignaba saludarme con una distraída inclinación de cabeza y un «Buenos días, señorita Grey» o alguna frase parecida. Con frecuencia me llegaba su risa desde lejos, y más a menudo le oía lanzar palabrotas o blasfemar contra los lacayos, el mozo de cuadra, el cochero u otros infortunados criados. La señora Murray era una dama bella e impulsiva de cuarenta años, que ciertamente no necesitaba colorete ni polvos para aumentar sus encantos, y cuyas principales diversiones consistían, o al menos parecían consistir, en dar o frecuentar fiestas y vestir a la última moda. No la vi hasta las once de la mañana del día siguiente a mi llegada, cuando me honró con su visita, de la misma forma en que mi madre hubiese entrado en la cocina para conocer a una nueva criada; ni siquiera eso, porque mi madre la habría recibido nada más llegar, sin esperar al día siguiente; le hubiese hablado en un tono más amable y amistoso y, además de explicarle sus obligaciones, le habría dedicado unas palabras de ánimo. Pero la señora Murray no hizo nada de eso: se limitó a entrar en el cuarto de estudios, cuando volvía de disponer la comida en la habitación del ama de llaves; me dio los buenos días, estuvo dos minutos junto al fuego, dijo algunas palabras sobre el tiempo y sobre el «viaje tan penoso» que debía haber tenido el día anterior, dio unos golpecitos cariñosos a su hijo menor —un niño de unos diez años, que se acababa de limpiar la boca y las manos en el traje, después de haber robado alguna golosina de la despensa del ama de llaves—, me dijo lo dulce y bueno que era, y se marchó con una sonrisa autocomplaciente, pensando, sin duda, que había hecho bastante por el momento y que se había mostrado extraordinariamente condescendiente. Estaba claro que sus hijos pensaban de igual manera y que yo era la única en aquella casa que pensaba de forma diferente. Después de aquella ocasión, me visitó una o dos veces, en ausencia de mis alumnos, para explicarme cuáles eran mis obligaciones hacia ellos. En cuanto a las chicas, su única preocupación parecía ser hacerlas lo más atractivas y bien educadas que fuera posible, sin que ello les procurara la menor molestia. Así, yo debía encontrar la forma de divertirlas y complacerlas, instruirlas, refinarlas y pulirlas, con el menor esfuerzo posible de su parte ni ejercicio de autoridad de la mía. Con relación a los dos chicos, mis obligaciones eran muy parecidas, aunque, en vez de virtudes femeninas, debía meterles en la cabeza la mayor cantidad posible de gramática latina y del Delectus de Valpy, sin que de nuevo esto les procurara demasiadas molestias. Quizá John fuese un poco «altanero» y Charles, un poco «nervioso y pesado» … —En cualquier caso, señorita Grey —dijo—, confío en que sabrá mantener la calma y tratarlos con paciencia y dulzura, especialmente al pequeño Charles. ¡Es tan nervioso y sensible, y está tan acostumbrado a recibir mimos! Me perdonará que le hable de estas cosas, pero el hecho es que hasta ahora todas las institutrices, incluso las mejores, me han defraudado en este punto. Carecían de ese espíritu manso y tranquilo que, según san Mateo, o algún otro santo, es mejor que cualquier otro adorno en una persona; siendo usted la hija de un pastor, recordará el pasaje al que aludo. Pero estoy segura de que tanto en esto como en lo demás sabrá usted satisfacerme. Y recuerde esto: siempre que uno de mis hijos haga algo muy reprochable y ni la persuasión ni las reconvenciones produzcan ningún efecto en ellos, hágamelo saber, porque yo puedo hablarles con más claridad que usted. Y procure hacerlos lo más felices que sea posible. Estoy segura de que lo hará usted muy bien. Observé que mientras la señora Murray se preocupaba tanto por la tranquilidad y felicidad de sus hijos, de las que hablaba continuamente, nunca, ni una sola vez, mencionó mis necesidades, aunque ellos estaban en su casa, rodeados de amigos, y yo me encontraba entre extraños. Quizá mi desconocimiento del mundo hiciera que aquello me sorprendiese tanto. La señorita Murray, es decir, Rosalie, tenía unos dieciséis años cuando llegué a la casa, y era realmente una chica muy bonita. En los dos años siguientes, a medida que se desarrollaba y el tiempo añadía gracia a su porte y a sus modales, se convirtió en una mujer de una belleza verdaderamente extraordinaria. Era alta y esbelta, sin ser delgada; de formas perfectas; exquisitamente pálida, sin carecer de ese brillo sano de la juventud; su pelo, que le caía en largos y abundantes tirabuzones, era de color castaño claro tirando a rubio; sus ojos eran de un azul pálido, pero tan claros y brillantes que pocos los hubiesen preferido de un azul más profundo. No había nada en el resto de sus facciones —no muy regulares— especialmente notable; sin embargo, en conjunto no podía dejar de reconocerse que era una muchacha verdaderamente bonita. Me encantaría decir de su espíritu e inclinaciones lo mismo que de su cara y figura. No debe suponerse, sin embargo, que tengo terribles revelaciones que hacer: la muchacha era alegre y jovial, y podía ser muy agradable con aquellos, eso sí, que no se opusieran a su voluntad. En un principio se mostró fría y altiva conmigo, luego insolente y despótica; a medida que nos fuimos conociendo, sin embargo, fue dejando a un lado su altanería y, con el tiempo, acabó por tomarme todo el cariño que en ella era posible hacia una persona de mi condición, porque raramente olvidaba por más de media hora el hecho de que yo era una asalariada en su casa y la hija de un pobre cura. No obstante, en conjunto, creo que me respetaba más de lo que ella misma sospechaba, ya que yo era la única persona en la casa que profesaba sólidos principios, que habitualmente decía la verdad y que en general tenía sentido del deber. Y digo esto, no por alabarme, sino para mostrar el infortunado estado de la familia a la que entonces prestaba mis servicios. En ningún otro miembro de la familia lamenté tanto esta triste falta de principios como en la señorita Murray; no solo porque me había tomado cariño, sino porque había en ella muchas cosas atractivas y agradables y, a pesar de sus defectos, la quería… cuando no provocaba mi indignación o me exasperaba con una extraordinaria exhibición de sus faltas, por mucho que me empeñara en pensar que éstas eran la consecuencia no de sus inclinaciones sino de una mala educación, en la que nunca se le había enseñado a distinguir entre el bien y el mal. Desde su infancia, e igual que a sus hermanos y hermanas, se le había permitido tiranizar a las niñeras, institutrices y criadas; no se le enseñó a moderar sus deseos, a controlar su temperamento, a poner límite a su voluntad o a sacrificar su propio placer por el bien de los demás. De buen carácter por naturaleza, no era arisca ni tenía arranques de mal humor, pero a fuerza de una educación demasiado indulgente, a menudo se mostraba irritable y caprichosa. Su espíritu no había sido cultivado y resultaba un tanto ligera de cascos; poseía una considerable vivacidad, cierta rapidez de percepción y talento para la música y los idiomas, pero hasta los quince años no se preocupó de aprender nada. Después, el deseo de presumir había encendido sus facultades y la había llevado a aplicarse en el estudio, aunque éste se limitara a cosas encaminadas a un lucimiento personal. Aquél era el estado de cosas cuando llegué a la casa: todo lo descuidaba, excepto el francés, el alemán, el canto, la música, el baile, las labores y algo de dibujo, ese tipo de dibujo de gran efecto y poco trabajo, y de cuyas partes más difíciles me ocupaba yo. Para el canto y la música, aparte de algunas clases que yo le daba, contaba con el mejor maestro de la ciudad, y en ambas cosas, así como en la danza, progresó notablemente. Dedicaba un tiempo excesivo a la música, y yo, como institutriz, tenía que recordárselo a menudo; su madre, sin embargo, solo veía que a ella le gustaba y no encontraba ningún inconveniente en que dedicase todo el tiempo del mundo a adquirir un adorno tan bello. Por lo que se refiere a las labores, lo único que yo sabía era lo aprendido de mis discípulas y de mi propia observación; pero, tan pronto me inicié en ellas, la muchacha comenzó a utilizarme de mil maneras distintas: descargó sobre mis hombros las partes más tediosas de su trabajo, tales como poner la tela en el bastidor, tensarlo, hilvanar el cañamazo, clasificar lanas y sedas, contar los puntos, rectificar errores y terminar las piezas de las que se cansaba. A los dieciséis años, la señorita Murray seguía teniendo algo de niña traviesa, pero no más de lo natural y permisible en una chica de su edad; a los diecisiete, sin embargo, esa tendencia, como todas las demás, cedió el puesto a su principal pasión, y pronto desapareció, absorbida por la ambición de atraer y deslumbrar al otro sexo. Baste esta información por lo que se refiere a ella y volvamos la vista hacia su hermana. La señorita Matilda Murray era una verdadera pieza…, poco más se puede añadir. Tenía unos dos años y medio menos que su hermana; sus rasgos eran más acusados que los de ésta y su cutis mucho más moreno. Con el tiempo tal vez podría convertirse en una mujer bella, pero era demasiado huesuda y torpona para llamarla bonita; cosa que, por otra parte y en aquel tiempo, a ella le importaba bien poco. Rosalie era consciente de todos sus encantos, los cuales, incluso de haber sido tres veces más valiosos de lo que en realidad eran, tenía en más de lo que merecían; en cambio, Matilda, satisfecha de los suyos, se preocupaba poco del asunto; aunque menos aún se preocupaba de cultivar su espíritu o de adquirir esas cualidades que podían adornarla. La forma en que estudiaba sus lecciones y practicaba el piano parecía calculada para desesperar a cualquier institutriz. Por breves y fáciles que fuesen sus deberes, y si llegaba a terminarlos, resolvía las cosas de cualquier manera y con una absoluta falta de interés, casi siempre del modo menos beneficioso para ella y menos satisfactorio para mí. La media hora escasa dedicada a la clase de música era un auténtico martirio, en el cual me maltrataba sin descanso, acusándome de interrumpirla con mis correcciones, de no rectificar sus errores antes de que los hubiese cometido o de cualquier otra cosa igualmente absurda. Una o dos veces me atreví a discutir seriamente con ella aquella conducta tan irracional y, en ambas ocasiones, recibí tales reconvenciones de su madre que me convencí de que, si quería conservar mi empleo, debía dejar que la señorita Matilda hiciera lo que se le antojase. No obstante, con el fin de sus lecciones llegaba también el final de su malhumor. Cuando montaba su brioso poni o jugueteaba con los perros o con sus hermanos, especialmente con su querido hermano John, parecía tan feliz como un pájaro. Como ser irracional, Matilda era perfecta: estaba llena de vida, de vigor y de actividad; como ser pensante, era de una ignorancia mayúscula, indócil, descuidada e ilógica; una verdadera desesperación para alguien cuya misión consistía en cultivar su inteligencia, reformar sus modales y ayudarla a adquirir esas cualidades ornamentales que, a diferencia de su hermana, despreciaba tanto como todo lo demás. Su madre reconocía sus deficiencias solo a medias y me sermoneaba a menudo sobre la forma en que debía educar sus gustos, estimular y hacer despertar en ella su latente vanidad, llamar su atención sobre los objetos deseados por medio de insinuaciones y sutiles halagos que yo no estaba dispuesta a hacer, o allanar el camino del conocimiento para que aprendiese sin tener que poner nada de su parte; algo imposible, pues nada puede aprenderse de verdad si el alumno no tiene que hacer algún esfuerzo por pequeño que éste sea. En su aspecto moral, era atolondrada, testaruda, violenta e imposible de hacer entrar en razón. Una prueba de su deplorable estado era que, siguiendo el ejemplo de su padre, había aprendido a blasfemar como un carretero. Su madre se sentía horrorizada por aquel defecto «tan impropio de una señorita» y se preguntaba «cómo podía haberlo adquirido». —Pero usted la corregirá enseguida, señorita Grey —me decía—. Es solo un hábito y, si usted tiene el cuidado de llamarle la atención con delicadeza siempre que lo haga, estoy segura de que pronto abandonará esa costumbre. No solo me limité a «llamarle la atención con delicadeza», sino que intenté convencerla de lo equivocado de su conducta y del mal efecto que producía en los oídos de la gente educada. Todo en vano. La única respuesta que obtenía era una carcajada burlona y un: —¡Oh, señorita Grey, cómo se escandaliza! ¡Qué gracia me hace! O bien: —¡Qué quiere que haga, no puedo evitarlo! Papá no debió enseñarme: lo aprendí de él y quizá, también, un poco del cochero. Su hermano John, alias el señorito Murray, tenía unos once años cuando llegué a la casa. Era esbelto, fuerte, sano, franco y bondadoso en conjunto, y, de haber recibido una educación adecuada, habría sido un muchacho excelente. Sin embargo, se comportaba de forma brusca, jactanciosa, ingobernable; carecía de principios y de conocimientos, y era insensible a todo aprendizaje, al menos bajo la dirección de una institutriz a quien su madre limitaba de aquella forma. Quizá sus profesores del colegio tuviesen mejor fortuna con él, y al colegio lo enviaron, para gran alivio mío, en el curso de un año; en un estado, bien es cierto, de escandalosa ignorancia del latín, así como de otros conocimientos igualmente esenciales. Naturalmente, la responsabilidad de todo ello recaería sobre la ignorante maestra a la que había sido confiada su educación, alguien que había creído poder llevar a cabo una tarea para la que no estaba en absoluto cualificada. De su hermano no pude librarme hasta pasados doce largos meses, cuando también fue enviado al colegio en el mismo estado de lamentable ignorancia que el anterior. El señorito Charles era el ojito derecho de su madre. Tenía apenas un año menos que John, pero era mucho más pequeño, más pálido y menos activo y robusto. Era un niño quisquilloso, pusilánime, caprichoso y egoísta, solo despierto para hacer daño e inteligente para mentir, no únicamente para ocultar sus faltas, sino por pura maldad y para crear odio entre los demás. La verdad es que el señorito Charles era un auténtico estorbo para mí: vivir en paz con él era un difícil ejercicio de paciencia; vigilarle era aún peor, y enseñarle o intentar enseñarle era un imposible. Con diez años, no podía leer correctamente la línea más fácil del más sencillo de los libros y, como según el principio de su madre debía decírsele cada palabra antes de que tuviera tiempo de dudar o examinar su ortografía, y no se le podía hacer notar, ni siquiera como estímulo, que otros niños estaban más adelantados que él, no es sorprendente que, en los dos años que me ocupé de su educación, hiciera tan pocos progresos. Debía repetirle una y otra vez las reglas más elementales de la gramática latina, hasta que le parecía bien declarar que ya se las sabía, para después ayudarle a decirlas en voz alta. Si cometía errores en la más sencilla suma aritmética, debía mostrárselos enseguida y hacer la suma por él, en vez de dejar que ejercitara sus facultades e intentara descubrir el error por sí mismo. De forma que, naturalmente, no se molestaba en absoluto en evitar las equivocaciones, y con frecuencia se limitaba a poner un número detrás de otro, al azar, sin hacer el menor cálculo. Es verdad que no siempre me atenía a estas reglas, tan en contra de mis principios, pero pocas veces podía correr el riesgo de alejarme mínimamente de ellas sin que esto provocase la cólera de mi joven alumno, y, por lo tanto, la de su mamá, a quien inmediatamente informaba de mis transgresiones, de forma maliciosamente exagerada, o adornada de efectos especiales de su invención. En consecuencia, muchas veces me vi a punto de perder mi empleo o de renunciar a él. Por el bien de mi familia, sin embargo, ahogué mi orgullo, contuve mi indignación y conseguí continuar en la lucha hasta que mi pequeño verdugo fue enviado al colegio, lo que sucedió cuando su padre declaró que la educación doméstica «no le servía de nada», ya que su madre le mimaba en exceso y su institutriz no podía dominarle en absoluto. Unas cuantas observaciones más sobre las idas y venidas de Horton Lodge y habré terminado, por el momento, con las descripciones más áridas. La casa era muy respetable, superior a la del señor Bloomfield tanto en antigüedad como en tamaño y magnificencia; no tenía un jardín exquisito, ni un césped bien cortado, pero en su lugar los árboles jóvenes crecían protegidos por empalizadas, había un bosque de álamos y un pinar, y también un gran parque lleno de ciervos y embellecido por árboles centenarios. La comarca era hermosa, con esa belleza de campos fértiles, árboles florecientes, senderos verdes y tranquilos, y setos que parecían sonreír salpicados de flores silvestres; pero tan sumamente llano para alguien que había nacido y había sido criada entre las abruptas colinas de… La distancia que nos separaba de la iglesia del pueblo era de unas dos millas y, en consecuencia, el coche de la familia se utilizaba todos los domingos por la mañana, y a veces más a menudo. El señor y la señora Murray creían suficiente hacer acto de presencia en la iglesia una sola vez en el curso del día, pero los niños preferían volver con frecuencia una segunda vez para no tener que vagar por el campo todo el día sin hacer nada. Si alguno de mis alumnos prefería ir de paseo y llevarme consigo, me alegraba; pues, de otro modo, me tocaba ir apretujada en un rincón del carruaje, lejos de la ventanilla abierta y dando la espalda a los caballos, lo cual siempre me mareaba. Y cuando no me veía obligada a salir de la iglesia en mitad del servicio, un sentimiento de languidez y malestar y el terrible miedo a sentirme peor perturbaban mis rezos; un fuerte dolor de cabeza me acompañaba durante el resto del día, que de otra forma hubiera sido tranquilo, descansado y devoto. —Es extraño, señorita Grey, que el coche siempre la maree. A mí nunca me pasa —comentaba la señorita Matilda. —A mí tampoco —decía su hermana—. Pero me parece que me pasaría lo mismo si tuviese que sentarme donde se sienta ella. ¡Qué sitio tan horrible e incómodo! ¡Me pregunto cómo puede soportarlo! «Estoy obligada a soportarlo, porque no tengo otra elección», podría haber contestado, pero correspondiendo a sus buenos sentimientos, me limitaba a decir: —¡Oh, es un camino muy corto! Si no fuera porque luego me siento indispuesta en la iglesia, no me importaría. Si tuviera que describir el horario y las disposiciones de cada día, no sabría cómo empezar. Comía en el cuarto de estudios con mis alumnos, a la hora en que a éstos les parecía bien. Unas veces, mandaban traer la cena antes de que estuviese preparada; otras, la dejaban sobre la mesa más de una hora para luego rechazarla porque las patatas estaban frías o la grasa de la salsa se había espesado. Unas veces, ordenaban el té a las cuatro; otras, se ponían furiosos con los criados por no servírselo a las cinco en punto, y cuando las órdenes se cumplían escrupulosamente, con el objeto de estimular el sentido de la puntualidad, lo dejaban sin tocar sobre la mesa hasta las siete o las ocho. El horario del estudio transcurría de forma muy parecida: ni una sola vez se consultó mi opinión o mi conveniencia. Unas veces, Matilda y John decidían «quitarse de en medio el fastidioso asunto» antes del desayuno, y me hacían llamar por medio de la doncella a las cinco y media de la mañana, sin sentir el menor escrúpulo o disculparse; otras, se me ordenaba que estuviera lista a las seis en punto, para, después de vestirme a toda prisa, llegar a una habitación vacía y, tras esperar largo rato, descubrir que habían cambiado de idea y todavía estaban en la cama. O, quizá, si se trataba de una soleada mañana de verano, Brown podía venir a decirme que las damas y los caballeros se habían tomado el día de vacaciones y habían salido, en cuyo caso yo tenía que esperar el desayuno hasta el borde del desmayo, pues ellos se habían encargado de tomar un tentempié antes de salir. A menudo recibían sus clases al aire libre, algo contra lo que no tengo nada que decir, salvo que me enfriaba con frecuencia por sentarme en la hierba húmeda, por exponerme al rocío de la mañana o por alguna molesta corriente, cosas que parecían no tener el menor efecto en ellos. Estaba muy bien que fueran personas fuertes, pero quizá no hubiese estado mal que alguien les enseñara un poco de consideración hacia otras no tan fuertes como ellas. Pero no debo criticarlos por algo que, quizá, era culpa mía; porque nunca hice ninguna objeción sobre sentarme o no donde se les antojaba, y preferí arriesgarme tontamente antes de alterar sus planes por mi comodidad. La forma en que estudiaban era tan caprichosa con relación al tiempo o al lugar que elegían para sus lecciones como indecorosa. Mientras escuchaban mis explicaciones o repetían lo que habían aprendido, se tumbaban en el sofá o sobre la alfombra, se estiraban, bostezaban, charlaban entre sí o miraban por la ventana; ahora bien, si me detenía un momento para atizar el fuego o para recoger un pañuelo que se me había caído, uno de mis alumnos me acusaba de inmediato de falta de atención, o me decía que a su mamá «no le gustaría mi desinterés». Los criados, viendo la poca estimación con la que la institutriz era tratada por parte de padres e hijos, actuaban conmigo siguiendo el mismo modelo. Con frecuencia me ponía del lado de ellos, enfrentándome a la tiranía e injusticia de sus jóvenes amos, con riesgo de salir mal parada; intenté siempre darles el menor trabajo posible, aunque ellos se preocuparan poco por mi bienestar, desatendieran lo que les pedía e hicieran caso omiso de mis instrucciones. Estoy convencida de que no toda la servidumbre obra de esa manera, pero los sirvientes, por lo general gente ignorante y poco acostumbrada a la reflexión, se corrompen fácilmente con el mal ejemplo de quienes están por encima de ellos; y éstos, debo decir, no eran tampoco especialmente sensibles. En ocasiones me sentía humillada por la vida que llevaba y avergonzada de someterme a tantas indignidades. A veces me consideraba una auténtica tonta por preocuparme tanto de ellos y temía que en realidad me faltara humildad cristiana o esa caridad que «sabe sufrir y ser bondadosa, no busca el propio bienestar, no atiende a las provocaciones, todo lo sufre y todo lo soporta». Con el tiempo y con el ejercicio de la paciencia, sin embargo, las cosas mejoraron ligeramente, si bien de forma lenta y casi imperceptible. Conseguí librarme de los señoritos (lo cual no era poca cosa), y las niñas, como ya indiqué antes con relación a una de ellas, se volvieron un poco menos insolentes y comenzaron a mostrar algunas señales de aprecio. La señorita Grey era una extraña criatura; nunca las adulaba ni elogiaba la mitad de lo que se merecían; pero siempre que hablaba favorablemente de ellas o de algo relacionado con ellas, podían estar seguras de que su aprobación era sincera. Era generosa, silenciosa y tranquila en general, pero había algunas cosas que la sacaban de quicio. Esto a ellas no les preocupaba demasiado, es cierto, pero aun así era mejor procurar que no se alterase, porque cuando estaba de buen humor le gustaba charlar con ellas, y a veces resultaba agradable y divertida a su manera; un estilo muy diferente al de su mamá, pero, en cualquier caso, un cambio siempre era de agradecer. Tenía opiniones personales sobre todos los temas y se aferraba a ellas; opiniones bastante fastidiosas a menudo, porque siempre estaba distinguiendo entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Sentía también una extraña reverencia por todos los asuntos relacionados con la religión y un gusto desmedido por la gente buena. VIII. LA PRESENTACIÓN EN SOCIEDAD A los dieciocho años, la señorita Murray debía abandonar la tranquila oscuridad del cuarto de estudios para entrar en el esplendor del mundo distinguido, o al menos de aquel mundo distinguido que podía encontrarse fuera de Londres, ya que era imposible persuadir a su papá de que abandonara sus placeres y actividades rurales, ni siquiera para pasar unas semanas en la ciudad. La señorita debía hacer su debut el 3 de enero, en un magnífico baile al que su mamá se proponía invitar a toda la nobleza y la aristocracia de O. y su vecindad en veinte millas a la redonda. Naturalmente, la muchacha esperaba aquel acontecimiento con enorme impaciencia y locas ensoñaciones. —Señorita Grey —me dijo una tarde, un mes antes del importantísimo día, mientras yo escudriñaba una larga e interesante carta de mi hermana, que solo había podido mirar por encima por la mañana para comprobar que no contenía malas noticias y que había guardado hasta entonces, incapaz de encontrar un momento de paz para leerla—. ¡Señorita Grey, deje esa aburrida y estúpida carta y escúcheme! Estoy segura de que mi conversación será mucho más divertida que lo que está leyendo. La muchacha se sentó en un escabel a mis pies, y yo, ahogando un suspiro de fastidio, comencé a doblar la carta. —Debería decir a su familia que no la aburriera escribiendo cartas tan largas —dijo— y, sobre todo, rogarle que escribiera en un papel apropiado y no en esas hojas tan grandes y vulgares. Debería ver las tarjetas tan bonitas en las que mi mamá escribe a sus amistades. —Mi buena familia —repliqué— sabe muy bien que cuanto más largas son sus cartas, más me gustan. Me entristecería mucho recibir de cualquiera de ellos una bonita y elegante tarjeta, y creía que usted, señorita Murray, era demasiado fina para hablar de la «vulgaridad» de escribir en una hoja grande de papel. —No se ponga así, solo le estaba gastando una broma. Lo que quería era hablarle del baile y decirle que no tendrá más remedio que aplazar sus vacaciones hasta que se haya celebrado. —Pero ¿por qué, si yo no estaré presente? —No, pero verá las habitaciones adornadas antes de que empiece y oirá la música, y, sobre todo, me verá con mi espléndido vestido nuevo. ¡Estaré tan bonita que no querrá sino adorarme! ¡Tiene que quedarse! —Me encantaría, pero tendré muchas oportunidades de verla igual de bonita en alguna de las incontables fiestas y bailes que se celebrarán después de ese día, y no puedo decepcionar a mi familia retrasando mi vuelta tanto tiempo. —¡Olvídese de su familia! ¡Dígales que no la dejamos ir! —Pero es que soy yo la que quiere ir. Tengo tantas ganas de verles como ellos a mí, quizá más. —Bueno, pero es tan poco tiempo… —Casi dos semanas, según mis cálculos. Y, además, no puedo soportar la idea de pasar una Navidad fuera de casa. Y, por si fuera poco, mi hermana va a casarse. —¡Ah! ¿Sí? ¿Cuándo? —No hasta el mes que viene, pero quiero estar allí para ayudarla con los preparativos de la boda y estar con ella todo el tiempo posible, mientras aún la tenemos entre nosotros. —¿Por qué no me lo dijo antes? —Acabo de leer la noticia en esta carta que usted tachó de aburrida y estúpida y no me ha dejado terminar. —¿Con quién se casa? —Con el señor Richardson, el vicario de una parroquia de nuestra vecindad. —¿Es rico? —No, pero vive holgadamente. —¿Es guapo? —No, de aspecto corriente. —¿Joven? —No, de mediana edad. —¡Dios mío! ¡Vaya infeliz! ¿Y en qué clase de casa vive? —En una vicaría pequeña y tranquila, con un porche cubierto de hiedra, un jardín de estilo antiguo y… —¡Pare, pare o me pondré enferma! ¿Cómo puede su hermana soportarlo? —Creo que no solo puede soportarlo, sino que es muy feliz. No me ha preguntado usted si el señor Richardson es un hombre bueno, sensato y cariñoso; le hubiese contestado que sí a todas esas preguntas. Al menos ésa es la opinión de Mary, y espero que no esté equivocada. —Pero… ¡pobre criatura! ¿Cómo puede su hermana pensar en pasar allí toda su vida, al lado de «una pasa», sin esperanzas de cambiar de posición? —No es viejo. Solo tiene treinta y seis o treinta y siete años, y ella tiene veintiocho, y es tan juiciosa como si tuviera cincuenta. —¡Ah, bueno! Entonces no está tan mal… Harán una buena pareja. Pero ¿le llaman «el honorable vicario»? —No lo sé, pero si lo hacen, creo que merece el calificativo. —¡Dios mío! ¡Qué espanto! Y su hermana, ¿llevará un delantal blanco y hará tartas y pasteles? —No sé si llevará un delantal blanco, pero me atrevo a decir que hará tartas y pasteles de vez en cuando. No creo que eso le resulte muy duro porque ya lo ha hecho antes. —¿Y saldrá a la calle con un chal sencillo y un gran sombrero de paja, repartiendo caldo y libros de himnos a los pobres feligreses de su marido? —No estoy segura, pero me atrevería a decir que hará cuanto esté en su mano para ayudarlos en cuerpo y alma, siguiendo el ejemplo de nuestra madre. IX. EL BAILE —¡Venga, señorita Grey! —exclamó la señorita Murray, apenas entré en el cuarto de estudios, después de quitarme el abrigo, de regreso de mis cuatro semanas de vacaciones—. ¡Cierre la puerta, siéntese y le contaré todo lo que pasó en el baile! —¡Maldita sea, no! —gritó la señorita Matilda—. ¡Querrás cerrar el pico y dejarme que le cuente cómo es mi yegua nueva… qué maravilla, señorita Grey… una pura sangre…! —¡Calla, Matilda! Deja que le cuente primero lo mío. —¡No, Rosalie! Si empiezas tú, nos eternizaremos escuchándote… Yo primero o, maldita sea… —Me apena comprobar, señorita Matilda, que no ha conseguido librarse de esa fea costumbre. —No puedo evitarlo. Pero le prometo que no volveré a decir una palabrota si me escucha a mí y le dice a Rosalie que tenga el pico cerrado. Rosalie protestó y pensé que acabaría hecha jirones entre las dos. Siendo Matilda más fuerte, su hermana terminó por ceder y me vi obligada a escuchar la historia de ésta primero. Así, tuve que aguantar un pormenorizado informe sobre su espléndida yegua, la forma en que había sido criada, su pedigrí, su trote, su fuerza, su vigor, etcétera, así como sobre su extraordinaria habilidad y valor para montarla; terminó diciendo que podía saltar un obstáculo de cinco barras «como si nada», y que su papá le había dicho que podría salir de caza en la próxima temporada y que su mamá había encargado un traje de amazona de color escarlata para ella. —¡Oh, Matilda! ¡Cuántas mentiras estás diciendo! —exclamó su hermana. —Bueno —dijo ella, sin sonrojarse lo más mínimo—. Estoy segura de que podría saltar un obstáculo de cinco barras, si quisiera, y que papá me diría que puedo ir de caza, y que mamá me encargaría un traje de amazona cuando se lo pidiera. —Bueno, y ahora vete —replicó la señorita Murray—, pero procura ser un poco más femenina. Señorita Grey, me gustaría que le dijera que no utilice esas palabras tan malsonantes. ¡Eso de llamar «yegua» a su caballo es horrible! Y esas expresiones tan espantosas que utiliza para describirlo… ¡debe de haberlo aprendido de los mozos de cuadra! Me saca de quicio escucharla. —¡Las he aprendido de papá, pedazo de burra! ¡De papá y de sus alegres amigos! —dijo la joven, haciendo restallar la fusta que habitualmente llevaba en la mano—. Y, para que te enteres, puedo juzgar la calidad de un caballo como el mejor de ellos. —Bueno, vete de una vez… Si te sigo oyendo, me dará un ataque. Y, ahora, señorita Grey, présteme atención, que le voy a contar todo lo que pasó en el baile. Sé que se muere por oírlo. ¡Oh, qué baile! ¡Nunca habrá visto, oído hablar, leído o soñado con algo así en toda su vida! El decorado, la animación, la comida, la música… ¡no pueden describirse! ¡Y los invitados! ¡Había dos nobles, tres barones y cinco damas con título! ¡Y muchas más personas distinguidas! Las damas, claro, no me interesaban, aunque era estupendo ver lo horrorosas y torpes que eran en comparación conmigo. Las más guapas, según mi mamá, me parecieron insignificantes. En cuanto a mí, señorita Grey… ¡Qué pena que no pudiera verme! Estaba encantadora, ¿no es verdad, Matilda? —Regular. —¿Regular? ¡Estaba realmente preciosa! Al menos, eso me dijo mamá… y Brown y Williamson. Brown me dijo que estaba segura de que ningún caballero podría mirarme sin enamorarse de mí en el acto, y que tenía motivos para sentirme un poco engreída. Ya sé que usted me considera una chica atolondrada, frívola y presumida; pero, para que vea… no todo lo atribuyo a mis encantos personales: debo reconocer el trabajo de la peinadora, y también estoy en deuda con el exquisito vestido… ¡Oh, ya lo verá mañana! De satén rosa cubierto de gasa… ¡tan bien cortado! ¡Y el precioso collar y el brazalete de perlas enormes! —Estoy segura de que estaba usted preciosa, pero ¿es posible que algo así pueda alegrarla de esa manera? —¡Oh, no! No es solo eso. Me admiraron de tal forma e hice tantas conquistas en una sola noche… No lo creerá cuando le cuente… —Pero ¿qué bien puede hacerle eso? —¿Que qué bien puede hacerme eso? ¿Y es usted una mujer? —Bueno, yo creo que una conquista es suficiente; demasiado, incluso, a menos que la atracción sea mutua. —Ya sabe usted que en estas cuestiones nunca estaremos de acuerdo. Y, ahora, espere un poco, y le hablaré de mis principales admiradores… los que me hicieron de forma más evidente la corte aquella noche y después, porque he estado en dos fiestas desde entonces. Desgraciadamente, los dos nobles, lord G. y lord F., están casados, de otra forma me habría mostrado más condescendiente con ellos. Pero no lo hice, aunque era evidente que lord F., que odia a su mujer, se quedó prendadísimo de mí. Me pidió que bailara con él dos veces. Es un bailarín encantador, por cierto, igual que yo… no puede imaginarse lo bien que bailé… Yo misma estaba admirada. Mi lord estuvo muy galante conmigo, creo que demasiado… y me pareció mejor mostrarme un poco arrogante y esquiva; pero tuve el placer de ver a su antipática y desagradable mujer a punto de morirse de rabia y de fastidio. —¡Oh, señorita Murray, no puede ser verdad que una cosa así le produjera placer! Por muy desagradable que… —Sí, ya sé que no está bien, pero no se lo tome así. Pienso corregirme; pero, por favor, ahora no me sermonee… todavía no le he contado ni la mitad. Veamos… Ah, sí, le iba a hablar de todos los rendidos admiradores que tuve: sir Thomas Ashby fue uno de ellos; luego estaban sir Hugh Meltham y sir Broadley Wilson, dos tipos excéntricos que solo sirven para hacer compañía a papá y a mamá. Sir Thomas es joven, rico y alegre, pero un ser horroroso… aunque mamá dice que, después de tratarlo unos meses, lo dejaría de notar. Después estaba Harry Meltham, el hijo menor de sir Hugh: bastante atractivo y alguien agradable para coquetear un rato; pero, como es el hijo pequeño, no se le puede tomar en serio. Después estaba el joven señor Green: muy rico, pero su familia no es distinguida, y además es tontísimo, un pueblerino. Y luego estaba nuestro buen rector, el señor Hatfield, a quien habría que considerar un admirador humilde, aunque me parece que ha olvidado incluir la humildad entre su colección de virtudes cristianas. —¿Estaba el señor Hatfield en el baile? —Claro que sí. ¿Le creía demasiado puro para asistir? —Pensé que quizá lo consideraría impropio de su ministerio. —Desde luego que no. No profanó sus hábitos bailando, aunque tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por abstenerse. ¡Pobre hombre! ¡Lo que hubiera dado por pedirme un solo baile! ¡Ah, por cierto! Tiene un nuevo vicario: aquel viejo y andrajoso señor Bligh ha conseguido, por fin, su ansiado beneficio eclesiástico y se ha ido. —¿Y cómo es el nuevo? —¡Oh, un animal! Se llama Weston. Se lo puedo describir en tres palabras… un insensato, feísimo y estúpido tarugo. Bueno, eso hacen cuatro, pero no importa… ya está bien de ese señor por el momento. Dicho esto, volvió al tema del baile y me ofreció un informe más detallado sobre su conducta en la fiesta y en otras dos a las que había asistido desde entonces, además de nuevos particulares sobre sir Thomas Ashby, sobre los señores Meltham, Green y Hatfield y sobre la imborrable impresión que había causado en cada uno de ellos. —¿Y cuál de los cuatro le gusta más? —pregunté, conteniendo el tercero o cuarto de mis bostezos. —Todos me parecen detestables —replicó, echándose hacia atrás el pelo con un gesto de vivo desprecio. —Eso significa, supongo, que le gustan todos… Pero ¿cuál de ellos le gusta más? —No, de verdad, los detesto a todos; pero Harry Meltham es el más guapo y divertido, el señor Hatfield es el más inteligente, sir Thomas es el más perverso y el señor Green el más tonto. Aunque supongo que, si estoy condenada a elegir entre ellos, me quedo con sir Thomas Ashby. —¿Cómo dice eso si es tan perverso y dice que no le gusta? —Bueno, que sea perverso no me importa; tanto mejor… En cuanto a que no me guste… si tengo que casarme, no me importaría ser lady Ashby, de Ashby Park; claro que, si pudiera ser siempre joven, permanecería soltera. Me gustaría divertirme mucho y coquetear con todo el mundo hasta el último minuto, pero antes de que pudieran llamarme solterona. Luego, para escapar de ese horrible descrédito, y después de haber hecho diez mil conquistas, rompería todos sus corazones, salvo uno, casándome con algún hombre distinguido, rico e indulgente, que, por otra parte, cincuenta mujeres morirían por tener. —Bueno, si ésas son sus ideas, permanezca soltera y no se case nunca, ni siquiera para escapar del horrible descrédito de que la llamen solterona. X. LA IGLESIA —Y bien, señorita Grey, ¿qué piensa del nuevo vicario? —preguntó la señorita Murray, cuando volvíamos de la iglesia el domingo siguiente a mi regreso. —No sabría decirle —fue mi respuesta—. Ni siquiera le he oído predicar. —Bueno, pero le ha visto, ¿no? —Sí, pero no puedo juzgar el carácter de un hombre por una impresión superficial. —Pero ¿no le parece horroroso? —Pues no me ha parecido especialmente feo: no me disgusta ese tipo de cara. La única cosa que me llamó la atención fue su forma de leer; me parece que lee bien, o, al menos, muchísimo mejor que el señor Hatfield. Leyó el sermón como si llamara la atención sobre la importancia de cada pasaje: ni el más indiferente hubiese podido dejar de atender, ni el más ignorante de entender lo que decía. En cuanto a las oraciones, las leyó como si no leyera en absoluto y estuviese rezando profunda y sinceramente desde el corazón. —¡Ah, sí! ¡Es para lo único que sirve! Oficia bastante bien, pero más allá de eso no tiene una sola idea propia. —¿Cómo lo sabe? —Lo sé perfectamente. Soy un excelente juez para esas cosas. ¿Se fijó en su forma de salir de la iglesia? Iba andando como un pato; sin mirar ni a izquierda ni a derecha, y como si allí no hubiese nadie más que él. Seguro que en lo único que pensaba era en salir de la iglesia y llegar a casa para comer. Su estúpida cabezota no es capaz de contener otra idea. —Supongo que le hubiera encantado pillarle mirando hacia el banco de los terratenientes. —Pero ¡qué dice! ¡Si se hubiera atrevido a hacer algo así, le habría mirado indignada! —replicó, irguiéndose con desdén. Y, tras un momento de reflexión, añadió—: Bueno, bueno, supongo que está bien para el puesto que ocupa, pero me alegro de no depender de él para divertirme… eso es todo. ¿Se fijó en la forma en que el señor Hatfield salió corriendo para ver si le regalaba un saludo y llegó a tiempo para ayudarnos a subir al coche? —Sí —contesté. Y pensé para mí: «y me pareció de alguna forma degradante para su dignidad de clérigo que saliera volando del púlpito con aquella prisa para estrechar la mano del terrateniente, de su esposa y de sus hijas y cerrarles la puerta del coche. Es más, no le perdono que casi me dejara fuera». Porque, aunque estaba delante de sus narices, cerca del estribo y esperando para subir, se empeñó en dejarme de lado y en cerrar la puerta, hasta que alguien de la familia le indicó que faltaba la institutriz. Entonces, sin una palabra de disculpa, se marchó, deseándoles buenos días y dejando que el lacayo se encargara del resto. Nota bene: El señor Hatfield no me dirigió la palabra, tampoco sir Hugh o lady Meltham, ni el señor Harry o la señorita Meltham, ni el señor Green o sus hermanas; como no lo hizo ninguna dama o caballero de los que frecuentaban aquella iglesia, ni ningún visitante de Horton Lodge. La señorita Murray pidió de nuevo el coche, por la tarde, para ella y para su hermana, alegando que hacía demasiado frío para estar en el jardín; además, creía que Harry Meltham podía estar en la iglesia. —Porque —dijo, sonriendo pícaramente a su propia imagen en el espejo— se ha mostrado como un feligrés ejemplar estos últimos domingos. Hasta se creería que es un buen cristiano. Y puede venir con nosotras, señorita Grey, me gustaría que le viera. ¡Ha mejorado tanto desde su vuelta del extranjero! ¡No se lo puede imaginar! Además, tendrá la ocasión de ver otra vez al apuesto señor Weston y oírle predicar. Efectivamente, le oí predicar y confirmé que me gustaba la verdad evangélica de su doctrina, igual que la extrema sencillez de sus ademanes y la claridad y fuerza de su estilo. Fue muy reconfortante, en verdad, escuchar un sermón como aquél, acostumbrada como estaba a los secos y prosaicos discursos del anterior vicario, y a las todavía menos edificantes arengas del rector, quien avanzaba majestuosamente por el pasillo de la iglesia —o, mejor, lo barría como un torbellino, con su rica túnica de seda flotando tras él— y se subía al púlpito como un conquistador en su carro triunfal. Luego, hundiéndose en el almohadón de terciopelo con estudiada elegancia, permanecía en silenciosa postración durante cierto tiempo; para, después, musitar algo sobre una colecta y canturrear el padrenuestro, levantarse, quitarse uno de sus guantes, de forma que la congregación pudiese admirar sus resplandecientes anillos, pasarse ligeramente los dedos por sus bien rizados cabellos, esgrimir un pañuelo de holanda, recitar un corto pasaje o, quizá, una mera frase de las Escrituras, como base de su discurso, y terminar por pronunciar una plática que, como plática, tal vez podría considerarse buena, pero demasiado estudiada y artificial para complacerme. La tesis estaba bien construida, argumentaba con lógica, y, sin embargo, muchas veces era difícil escucharle sin sentir ligeras muestras de desaprobación o impaciencia. Sus temas favoritos eran la disciplina eclesiástica, sus ritos y ceremonias, la sucesión apostólica, el deber de la reverencia y obediencia debidas al clero, el crimen atroz de la disensión, la necesidad absoluta de observar todas las formas de la devoción, la reprensible presunción de algunas personas que se atrevían a pensar por sí mismas en asuntos religiosos o a guiarse por sus propias interpretaciones de las Escrituras. Ocasionalmente (para complacer a sus feligreses ricos), hablaba de la necesidad de que los pobres mantuvieran una sumisa deferencia hacia los ricos, apoyando sus máximas y exhortaciones con citas de los Padres de la Iglesia, de quienes parecía saber mucho más que de los Apóstoles y Evangelistas, y cuya importancia parecía considerar tan relevante como la de estos últimos. No obstante, de vez en cuando nos daba un sermón distinto —que algunos calificarían de muy bueno—, pero sombrío y severo, en el que representaba a Dios como a un terrible tirano más que como a un padre benevolente. Escuchándole, me sentía inclinada a creer en la sinceridad de sus palabras; quizá había cambiado sus opiniones y se había convertido en un hombre decididamente religioso, sombrío y austero, aunque devoto; pero estas ilusiones se disipaban normalmente al salir de la iglesia, cuando escuchaba su voz en animado coloquio con algún Meltham o Green, o con los mismos Murray probablemente riéndose de su propio sermón, esperando haber dado a los picaros algo sobre lo que pensar; quizá, acariciando la idea de que la vieja Betty Holmes dejaría su pecaminosa costumbre de fumar en pipa, su placer cotidiano durante más de treinta años; que George Higgins lo pensaría dos veces antes de volver a dar uno de sus paseos dominicales nocturnos; o que la conciencia de Thomas Jackson se vería atormentada y perdería la esperanza de alcanzar una feliz resurrección después de muerto. Así, no pude por menos de concluir que el señor Hatfield era uno de esos que «atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas», e invalidan el mandamiento de Dios por su propia tradición «enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres». Me alegré mucho de observar que, hasta donde podía ver, el nuevo vicario no se le parecía en ninguno de estos aspectos. —Bien, señorita Grey, ¿qué piensa de él ahora? —dijo la señorita Murray, mientras nos acomodábamos en el coche, después del servicio. —Nada malo todavía —contesté. —¡Nada malo! —repitió ella, perpleja—. ¿Qué quiere decir? —Quiero decir que no pienso en peores términos de él de lo que hacía antes. —¡En peores términos! ¡Eso espero… más bien confío en que piense todo lo contrario! ¿No ha mejorado muchísimo? —¡Oh, sí, muchísimo! —repliqué, porque acababa de darme cuenta de que era de Harry Meltham de quien hablaba y no del señor Weston. Aquel joven caballero se había adelantado, anhelante, a hablar con las jóvenes (cosa que muy difícilmente se hubiera atrevido a hacer de haber estado su madre presente), las había ayudado a subir al coche cortésmente (sin intentar dejarme fuera, como el señor Hatfield, aunque tampoco me había ofrecido su ayuda, que yo hubiese rechazado de haberlo intentado); se había quedado junto al coche, tanto tiempo como la puerta permaneció abierta, sonriendo con afectación y charlando con ellas, para terminar saludándolas con el sombrero y marchándose a su casa, sin que yo le hubiera prestado la menor atención. Mientras el coche avanzaba, mis compañeras, mucho más observadoras, discutían entre ellas no solo sobre su aspecto, palabras y actos, sino sobre todos y cada uno de los rasgos de su cara y prendas de su atuendo. —¡No dejaré que lo acapares todo para ti, Rosalie! —dijo la señorita Matilda, al final de la discusión—. Me gusta y sé que sería un compañero bueno y alegre para mí. —Bueno, Matilda, por mí puedes quedártelo —replicó su hermana, en tono de fingida indiferencia. —Además, estoy segura —continuó la otra— de que me admira tanto como a ti, ¿no es verdad, señorita Grey? —No lo sé. No conozco sus sentimientos. —Bueno, ¡pues es como le digo! —¡Mi querida Matilda! Nadie se enamorará de ti hasta que no consigas librarte de esos modales tan vulgares. —¡Basura! A Harry Meltham le gustan, igual que a los amigos de papá. —Está bien, puedes cautivar a los viejos y a los benjamines. Pero estoy segura de que nadie más se prendará de ti. —No me importa. No me paso el día pensando en el dinero como mamá y como tú. Con que mi marido pueda mantener unos cuantos perros y buenos caballos, me sentiré satisfecha, ¡lo demás que se vaya al diablo! —Una cosa puedo decirte: si sigues utilizando esas horribles expresiones, ningún verdadero caballero se atreverá a acercarse a ti. Por favor, señorita Grey, ¡debería prohibirle hablar de esa manera! —No puedo hacer nada, señorita Murray. —Además, Matilda, estás muy equivocada si piensas que Harry Meltham se siente atraído por ti: puedo asegurarte que no es así en absoluto. Matilda preparaba una furiosa respuesta cuando, por suerte, nuestro viaje llegó a término, y la discusión fue bruscamente interrumpida por el lacayo, que abrió la puerta del coche y puso la escalera para que bajásemos. XI. LOS JORNALEROS Como ahora tenía una sola alumna, aunque se esforzaba por darme el trabajo de tres o cuatro, y aunque su hermana todavía recibía clases de alemán y de dibujo, disponía de mucho más tiempo para mí del que había gozado desde que me convirtiera en institutriz. Y ese tiempo lo dedicaba en parte a escribir a mi familia, a leer, a estudiar y a practicar música y canto; y, también, a vagar por los campos de los alrededores, con mis alumnas si querían acompañarme, o sola si preferían no hacerlo. A menudo, cuando no tenían nada más agradable que hacer, las señoritas se divertían visitando a los pobres jornaleros de la finca de su padre, para recibir su adulador homenaje, escuchar viejas historias o habladurías de las mujeres chismosas; quizá, también, para disfrutar del placer de hacer feliz a los pobres con su alegre presencia y sus ocasionales regalos, que ofrecían con tanta indiferencia y eran recibidos con tanta gratitud. Algunas veces una o ambas hermanas me pedían que las acompañara en esas visitas, y, a veces, también, que fuera sola, para cumplir alguna promesa que habían hecho sin pensar demasiado, llevar algún pequeño obsequio o leer algo a una persona enferma o seriamente impedida. De esa forma, hice algunas amistades entre los jornaleros, a los que, de vez en cuando, visitaba por propia iniciativa. Por regla general, disfrutaba más yendo sola que acompañada por alguna de las señoritas; ya que ellas, debido sobre todo a su mala educación, se comportaban con sus inferiores de una forma que me desagradaba mucho presenciar. Eran incapaces de ponerse en su lugar y, por tanto, no tenían la menor consideración hacia sus sentimientos, teniéndolos por seres de una condición completamente diferente a la suya. Se quedaban mirando a esas pobres criaturas mientras comían, haciendo comentarios desagradables sobre lo que comían o sobre sus modales en la mesa; se reían de sus pobres conocimientos y de sus expresiones provincianas, hasta que algunos de ellos apenas se atrevían a hablar. Llamaban viejos y tontos a los ancianos en su propia cara, sin que realmente quisieran ofenderlos. Me daba cuenta de que, a menudo, la gente se sentía dolida y molesta por aquella conducta, aunque el temor a las «señoritas» les impedía mostrar el menor resentimiento, algo que ellas nunca notaban. Pensaban que, como los jornaleros eran pobres e ignorantes, debían de ser brutos e insensibles también; y que como ellas, sus superiores, condescendían en hablarles y les daban chelines y medias coronas o algo de ropa, tenían el derecho de divertirse, incluso a su costa. Ellos, a su vez, tenían que adorarlas como a ángeles de luz que miraban por sus necesidades e iluminaban sus humildes moradas. Por mi parte, intenté muchas veces hacer ver a mis alumnas lo erróneo de su conducta, procurando no herir su orgullo, tan fácil de ofender y dado al resentimiento, pero no tuve demasiado éxito. No sé cuál de las dos resultaba más reprensible: Matilda era más brusca y bulliciosa; en cuanto a Rosalie, de cuya edad y femenina apariencia cabía esperar algo mejor, se comportaba de forma tan provocadora e inconsiderada como una atolondrada niña de doce años. Una clara mañana de la última semana de febrero, caminaba yo por el parque, disfrutando de la soledad, de un libro y del buen tiempo —lo que constituía un lujo para mí—, pues Matilda había salido a dar su habitual paseo a caballo, y la señorita Murray se había marchado en el coche, con su madre, a hacer algunas visitas, cuando, de repente, me pareció que debía abandonar estos egoístas placeres y el parque —con su espléndido dosel de cielo azul, el viento del oeste, que soplaba entre las ramas de los árboles, desnudas de hojas, las coronas de nieve todavía cubriendo los hoyos, pero derritiéndose rápidamente bajo el sol, y el grácil ciervo que ramoneaba en la húmeda hierba, ya con el frescor y el verde de la primavera…— para ir a la casa de una tal Nancy Brown —una señora viuda, cuyo hijo se pasaba todo el día trabajando en el campo—, aquejada de una inflamación de los ojos, que la había incapacitado para leer, con gran pesar suyo, pues era una mujer de naturaleza seria y reflexiva. De modo que fui a verla. La encontré sola, como de costumbre, en su pequeña y oscura casa, llena de humo y de aire enrarecido, pero tan ordenada y limpia como le era posible mantenerla en sus circunstancias. Estaba sentada junto a un fuego pequeño —que consistía en unas brasas y un trozo de madera — tejiendo afanosamente con un pequeño almohadón de arpillera a sus pies, el cual había sido colocado allí para su simpática amiga, la gata, que, sentada sobre éste con su larga cola formando un medio círculo alrededor de sus garras de terciopelo, miraba con los ojos entornados y soñadores el deformado guardafuegos. —Y bien, Nancy, ¿cómo está usted hoy? —Pues solo regular, señorita. Mis ojos no mejoran, pero estoy más tranquila —contestó, levantándose para darme la bienvenida con una amplia sonrisa, que me alegré de ver, pues Nancy había estado sufriendo en los últimos tiempos una especie de melancolía religiosa. La felicité por el cambio que veía en ella, y me dijo que lo había acogido como una gran bendición y que estaba muy agradecida. Añadiendo: —Si Dios quiere salvarme la vista y me permite volver a leer la Biblia, seré más feliz que una reina. —Confío en que así sea, Nancy —dije yo—. Mientras tanto, vendré a leerle de vez en cuando, siempre que tenga un poco de tiempo. Con expresiones de profundo agradecimiento, la pobre mujer avanzó para alcanzarme una silla. Al adelantarme yo, se apresuró a avivar el fuego y a añadir unos cuantos leños sobre las brasas casi apagadas. Luego, tomando su gastada Biblia de la estantería, le quitó el polvo y me la dio. Al preguntarle si deseaba que leyera algún pasaje en particular, me contestó: —Si le es igual, señorita Grey, me gustaría escuchar ese capítulo de la Primera Epístola de san Juan, que dice: «Dios es amor, y el que vive en el amor vive en Dios, y Dios en él». Después de buscar un poco, encontré esas palabras en el cuarto capítulo. Al llegar al versículo siete, me interrumpió y, disculpándose innecesariamente por la libertad que se tomaba, me rogó que lo leyera muy despacio, para entender bien el significado de cada palabra; y volvió a excusarse, diciendo que era una persona muy ignorante. —La persona más sabia —repliqué yo— tendría que pensar en el sentido de estos versículos durante más de una hora para entender su significado más profundo. Por otra parte, yo prefiero leerlos despacio. De modo que terminé el capítulo con la lentitud requerida y la mayor expresividad de la que fui capaz. Mi oyente escuchó todo el tiempo con la mayor atención y me dio las más vivas gracias al terminar. Permanecí sentada todavía un momento, con el fin de darle tiempo para reflexionar sobre la lectura, cuando, para mi sorpresa, rompió el silencio preguntándome cuál era mi impresión sobre el señor Weston. —No sé —contesté, un poco turbada por lo repentino de la pregunta—. Me parece que predica muy bien. —¡Sí que lo hace! ¡Y también habla muy bien! —Ah, ¿sí? —Sí. Quizá no le ha visto…, o no ha tenido la ocasión de hablar con él todavía. —No, en realidad no veo a nadie con quien pueda hablar…, salvo a las señoritas de Horton Lodge. —¡Ah, sí! Son unas muchachas buenas y agradables, pero, claro, ¡no saben hablar como él! —¿Quiere decir eso que viene a verla, Nancy? —Sí, señorita, y yo se lo agradezco mucho. Nos viene a ver a todos, pobres almas, mucho más a menudo de lo que lo hacía el señor Bligh o que nunca lo ha hecho el rector. Agradecemos mucho sus visitas y siempre es bienvenido; es una pena que no pueda decir lo mismo del rector: se dice que muchos le tienen miedo. Cuando el rector entra en una casa, siempre encuentra alguna cosa que le parece mal, y empieza a reprender a todo el mundo tan pronto cruza el umbral. Quizá cree su deber señalarles lo que está mal. A veces va a visitar a alguien a propósito para regañarle por no haber ido a la iglesia, por no haberse arrodillado o puesto en pie cuando otros lo hacían, o por ir a la iglesia metodista, o por cualquier otra cosa de ese estilo; aunque debo decir que a mí nunca me ha reprendido por nada. Vino a verme una o dos veces antes de la llegada del señor Weston, cuando mi espíritu estaba tan afligido, y como mi salud era tan mala… me atreví a llamarle, y debo decir que vino enseguida. Me encontraba tan mal, señorita Grey, ¡gracias a Dios que eso ya ha pasado!, que no encontraba el menor alivio en la Biblia. Ese mismo capítulo que acaba de leerme, me producía un enorme desasosiego. «El que no ama no conoce a Dios». Me daba mucho miedo, porque sentía que no amaba a Dios ni a ninguna persona como debía, aunque lo intentase. Y el siguiente capítulo, en el que se dice: «El que nace de Dios no puede cometer pecado». Y en otra parte, cuando se dice: «El amor es el cumplimiento de la ley». Y otras, otras muchas cosas, señorita. Si tuviera que contarlas todas, no acabaría nunca. Y todas ellas parecían condenarme y mostrarme que estaba en el camino equivocado; y como no sabía cómo salir de él, envié a nuestro Bill a rogar al señor Hatfield que viniera a verme algún día, y, cuando vino, le conté todo lo que me pasaba. —¿Y qué le dijo, Nancy? —Ay, señorita, me pareció que se burlaba de mí. Puede que me equivoque, pero creí que lanzaba una especie de silbido y vi una media sonrisa en su cara. Entonces, me dijo: «¡Todo eso es basura! ¡Mi buena mujer, lo que pasa es que ha estado usted con los metodistas!». Yo le dije que nunca había estado con los metodistas, y, entonces, me dijo: «Bien, en ese caso, lo que tiene que hacer es venir a la iglesia a escuchar las Escrituras correctamente explicadas y no quedarse sentada en casa dándole vueltas a la Biblia». Yo le dije que cuando mi salud era buena iba siempre a la iglesia, pero que con aquel invierno tan frío no podía arriesgarme a ir tan lejos; le hablé de mi reumatismo y de todo lo demás. Entonces, me dijo: «A su reumatismo le hará muy bien ir a la iglesia: no hay nada como el ejercicio para el reumatismo. Si puede andar por la casa, ¿por qué no puede caminar hasta la iglesia? La verdad es —añadió— que le está cogiendo el gusto a la comodidad. Siempre es fácil encontrar excusas para no cumplir con el deber de uno». »Pero, ¿sabe usted, señorita Grey?, ésa no era la verdad. En cualquier caso le dije que lo intentaría. »—Pero, señor —le dije—, ¿qué bien me hará ir a la iglesia? Me gustaría borrar mis pecados, alejarlos de mí, y sentir que el amor de Dios se derrama en mi corazón. Si no puedo leer mi Biblia, ni rezar mis oraciones en casa, ¿qué bien puede hacerme ir a la iglesia? »—La iglesia —me dijo— es el lugar señalado por Dios para adorarle. Es su deber ir allí tan a menudo como pueda. Si busca consuelo, debe buscarlo en el camino del deber. »Me dijo muchas cosas más, pero no puedo recordar todas las palabras sabias que empleó. Fuera como fuese, todo se resumía en que debía ir a la iglesia siempre que pudiera y llevar conmigo mi libro de oraciones; repetir las preces después del clérigo; ponerme en pie, arrodillarme, sentarme y todo lo demás, como era mi obligación; comulgar en toda ocasión, y prestar atención a todos sus sermones y a los del señor Bligh. Y si hacía todo eso y cumplía con mi deber, finalmente obtendría la bendición de Dios. »—Si no busca el consuelo de esa forma —me dijo— no habrá perdón para usted. »—Entonces, señor —le dije—, ¿cree usted que soy una réproba? »—¡Cómo! —exclamó, y me dijo—: Si hace todo lo que está en su mano para entrar en el reino de los cielos y no lo consigue, debe de ser uno de esos que quiere entrar por la puerta de los elegidos sin merecerlo. »Luego me preguntó si había visto a alguna de las señoritas de Horton Lodge aquella mañana. Le dije que había visto a las señoritas dirigirse hacia Moss Lane, cuando le dio una patada a mi pobre gata, lanzándola por los aires, y se marchó a buscarlas alegre como un pájaro. Yo me quedé muy triste. Sus últimas palabras se me clavaron en el corazón y así se quedaron sin que nada pudiese aliviarme. Pero seguí su consejo. Pensé que lo había dicho todo por mi bien, aunque no acababa de entenderlo. Pero, ¿ve usted, señorita?, él es joven y rico, y ese tipo de personas no puede entender bien los pensamientos de una pobre mujer como yo. Sea como fuere, hice todo lo que pude por seguir su consejo…, pero quizá la estoy agotando con tanta charla, señorita. —¡Oh, no, Nancy! Cuéntemelo todo. —Pues bien, mi reumatismo mejoró un poco; no sé si por ir a la iglesia o por qué, pero un domingo muy frío cogí esta infección de los ojos. La inflamación no se produjo de golpe, sino poco a poco… Pero yo no quería hablarle de mis ojos, le estaba contando los problemas de conciencia que tenía; y, para serle franca, señorita Grey, no creo que éstos mejoraran por ir a la iglesia, o si lo hicieron sería de forma imperceptible. Mi salud mejoró, pero no el estado de mi alma. Yo escuchaba y escuchaba a los ministros del Señor; leía y leía mi libro de oraciones, pero todo me sonaba como un martilleo sin sentido. No entendía los sermones y mi libro de oraciones solo me servía para darme cuenta de lo mala que era. Leía aquellas hermosas palabras y no era capaz de aplicarlas; aquella lectura era incluso una penosa labor y una dura tarea, en vez de una bendición y un privilegio, como siente todo buen cristiano. Todo era estéril y oscuro para mí. Y luego estaban aquellas temibles palabras: «Muchos querrán entrar y no podrán» que ahogaban mi espíritu. Pero un domingo, después de dar la comunión, el señor Hatfield dijo: »—Si alguno entre vosotros no puede tranquilizar su conciencia y necesita consuelo, que venga a mí o a algún ministro de la palabra de Dios. ¡Y que abra su alma! »De modo que al domingo siguiente, antes del servicio, entré en la sacristía y volví a hablar con el rector… Jamás me hubiese atrevido a tomarme aquella libertad, pero pensé que si mi alma estaba en peligro, nada debía detenerme. Pero me dijo que no tenía tiempo para atenderme. »—De todas formas —me dijo—, no tengo nada nuevo que decirle: comulgue, por supuesto, y siga cumpliendo con su deber. Si eso no le sirve, nada le servirá. De modo que no me moleste más. »Así que me marché de allí. Pero, en eso, oí al señor Weston… El señor Weston estaba allí, señorita. Aquél era su primer domingo en Horton, ¿sabe, señorita?, y él estaba en la sacristía con su sobrepelliz, ayudando al rector a vestirse. —Sí, Nancy. —Oí cómo le preguntaba al señor Hatfield quién era yo, y él le dijo: «¡Ah, es una loca mojigata!». Y me sentí muy, muy herida, señorita Grey; pero me fui a mi asiento e intenté cumplir con mi deber como había hecho hasta entonces. Pero no tenía paz. Comulgué, incluso, pero me parecía como si el pan y el vino me estuviesen condenando. De modo que me fui a mi casa en un estado terrible. Pero, al día siguiente, todavía no me había puesto a ordenar la casa, porque, de verdad, señorita, que no tenía fuerzas para barrer, para ordenar la casa, ni para fregar los cacharros, y estaba sentada en medio de aquel estercolero, cuando ¡quién aparece sino el mismo señor Weston! Me puse enseguida a poner orden y a barrer, pensando que en cualquier momento comenzaría a regañarme por mi ociosidad, como el señor Hatfield hubiera hecho, pero no fue así: se limitó a darme los buenos días, tranquila y respetuosamente. De modo que le limpié una silla y puse un poco de orden en la chimenea. Pero no me había olvidado de las palabras del rector, así que le dije: «Me pregunto, señor, por qué se ha tomado la molestia de venir desde tan lejos para ver a una “loca mojigata” como yo». »Me pareció que se turbaba. Entonces intentó convencerme de que las palabras del rector no eran más que una broma. Al darse cuenta de que aquello no funcionaba, me dijo: “Bueno, Nancy, no debería usted pensar demasiado en ello. El señor Hatfield no tenía un buen momento, eso es todo. Usted sabe que nadie es perfecto; el mismo Moisés habló con imprudencia por sus labios. Y, ahora, siéntese un momento, si tiene un poco de tiempo, y cuénteme todas sus dudas y temores, que yo intentaré disiparlos”. »Así es que me senté frente a él. Era un extraño, ¿sabe usted, señorita Grey?, e incluso más joven que el señor Hatfield. Al principio me pareció que tenía cara de malas pulgas, pero hablaba con tanta dulzura…, y cuando mi gata, pobrecita, saltó sobre sus rodillas, se limitó a acariciarla y esbozó una tímida sonrisa. Yo tomé aquello por una buena señal, porque una vez que la gata hizo lo mismo con el rector, éste la tiró al suelo con desprecio, o con rabia, ¡pobrecita! Pero a una gata no se le puede pedir que se comporte como un cristiano, ¿sabe usted, señorita Grey? —Claro que no, Nancy. Pero, dígame, ¿qué dijo entonces el señor Weston? —No dijo nada, pero me escuchaba con toda la atención y la paciencia del mundo, sin que, en ningún momento, pensara que se burlaba de mí. De modo que seguí hablando y hablando, y le conté todo; las mismas cosas que le he contado a usted, ¡o más, incluso! »—Bueno —me dijo—, el señor Hatfield hizo muy bien en decirle que debía usted intentar cumplir con sus deberes; pero cuando le aconsejó que fuera a la iglesia, que atendiera los servicios y que hiciera todo lo que me ha contado, su intención no era decirle que solo en esas cosas se encontraba el deber cristiano: únicamente pensó que allí podría encontrar su camino y que hallaría paz en esos ejercicios, en vez de vivirlos como una pesada carga. Creo que si usted le hubiese pedido que le explicara el sentido de esas palabras que tanto turban su alma, le habría dicho que son los propios pecados de quienes buscan la entrada por la puerta de los elegidos los que les impiden entrar por ella; igual que un hombre, cargado con un gran saco a la espalda, que quiera pasar por el estrecho vano de una puerta no podrá hacerlo a menos que deje el saco tras él. Pero me atrevería a decir, Nancy, que usted no tiene pecados que no pueda dejar atrás, si sabe cómo hacerlo, ¿verdad? »—¡Nada más cierto, señor! —dije yo. »—Bien —me dijo—, usted conoce el primer gran mandamiento, y el segundo, tan importante como éste. De ambos emanan todas las leyes y las palabras de los profetas. Dice usted que no puede amar a Dios; pero creo que si pensara correctamente quién es Él y cómo es, no podría evitar amarlo. Es su padre, su mejor amigo; todas las bendiciones, todo lo bueno, lo agradable y útil viene de Él. Y todo lo malo, todo lo que usted tiene motivos para odiar, rehuir o temer viene de Satán, su enemigo y de todos. Es por ello por lo que Dios se hizo carne: para destruir la obra del diablo. En una palabra, Dios es Amor. Y cuanto más amor sentimos en nuestro interior, más cerca estamos de Él, y en mayor grado poseemos Su espíritu. »—Creo, señor —dije yo—, que si pudiera siempre creer en estas cosas, podría amar a Dios. Pero ¿cómo puedo amar a mis prójimos si me tratan mal?, ¿si algunos de ellos son tan malvados y pecadores? »—Puede parecer muy difícil —me dijo— amar a ese prójimo, cuyas faltas despiertan el mal que hay en nosotros; pero recuerde que Él lo hizo y Él lo ama, y que todo aquel que ama al Creador debe amar a sus criaturas. Y si Dios nos amó tanto que nos dio a su propio Hijo para que muriese por nosotros, nosotros hemos de amarnos los unos a los otros. Pero si no puede sentir afecto por los que no sienten afecto por usted, puede al menos intentar hacer por ellos lo que desearía que ellos hicieran por usted. Puede intentar tener compasión de sus flaquezas y perdonar sus ofensas, y hacer todo el bien posible a cuantos le rodean. Si persevera en esa actitud, Nancy, el mismo esfuerzo hará que los ame en cierto grado; para no hablarle de la buena voluntad que su bondad despertaría en ellos. Si amamos a Dios y deseamos servirle, intentemos ser como Él, seguir Su ejemplo; trabajar para Su gloria, que es el bien del hombre; apresurar la venida de Su reino, que es la paz y la felicidad del mundo. Por impotentes que nos sintamos, al hacer todo el bien posible, el más humilde de nosotros hace mucho para conseguirlo. Y vivamos en amor, para que Él viva en nosotros y nosotros en Él. Cuanta más felicidad demos, más felicidad recibiremos, incluso en este mundo, y mayor será nuestra recompensa en el Cielo, cuando descansemos de nuestras fatigas. »Creo, señorita, que ésas fueron sus palabras, porque las he recordado una y otra vez. Luego cogió esta Biblia y leyó algunos fragmentos, de aquí y de allí; me los explicó con una enorme claridad y me pareció que una nueva luz entraba en mi alma. Sentía una alegría inmensa, y solo lamentaba que mi pobre Bill y todo el mundo no estuviesen aquí para poder alegrarse conmigo. »Después de marcharse, Hannah Rogers, una de mis vecinas, vino a verme y me pidió que la ayudara a hacer su colada. Le dije que no podía en ese momento porque no había preparado todavía las patatas de la cena y tenía aún que lavar los platos del desayuno. De modo que empezó a regañarme por mi pereza y por la suciedad en la que vivía. Al principio, me sentí un poco molesta, pero no le contesté mal. Solo le dije, de forma muy tranquila, que el nuevo ayudante del vicario había venido a verme; que terminaría tan pronto como me fuese posible, y que luego iría a ayudarla. Ella se calmó un poco; sentí que mi corazón se llenaba de amor por ella, y, poco después, éramos buenas amigas. Y eso es lo que sucedió, señorita Grey: “una dulce respuesta aplaca el odio, las palabras duras lo intensifican”. El mal no está solo en ellas, sino en ti mismo. —Bien cierto, Nancy. Sería bueno que pudiéramos recordarlo siempre. —¡Ay, ojalá! —¿Y volvió a verla el señor Weston alguna vez? —Sí, muchas veces. Y, desde que tengo tan mal la vista, viene a verme una media hora, se sienta a mi lado y me lee. Pero, ¿sabe usted?, tiene muchas personas que visitar y otras cosas que hacer. ¡Que Dios le bendiga! ¡Y qué sermón dio al domingo siguiente! Dijo: «¡Venid a mí los que tenéis fatigas y soportáis pesadas cargas, y yo os daré descanso!». Y los dos benditos versículos que siguen. Usted no estaba allí, señorita; estaba usted con su familia. Pero ¡me hicieron tanto bien sus palabras! ¡Me siento tan feliz, desde entonces, gracias a Dios! Disfruto mucho haciendo cosas, por pequeñas que sean, por mis semejantes…, claro que no es mucho lo que un pobre cuerpo como el mío puede hacer, y medio ciega como estoy…, pero veo que eso revierte en mi bienestar, como él me dijo. ¿Ve usted, señorita?, ahora estoy tejiendo un par de calcetines. Son para Thomas Jackson, un viejo amigo, bastante raro, con el que a menudo he tenido graves diferencias. Así que me pareció que lo mejor que podía hacer era tejerle un par de buenos calcetines. Desde que empecé, me parece que siento mayor afecto por él, ¡pobre hombre! Me está pasando todo lo que el señor Weston predijo. —Me alegra mucho verla tan contenta, Nancy. Creo que está actuando con sabiduría. Y, ahora, debo irme. Me esperan mis obligaciones en la casa. Me despedí de ella y me marché, prometiéndole volver cuando tuviese un poco de tiempo, y sintiéndome casi tan feliz como ella. En otra ocasión, fui a leer a un pobre labriego que padecía el grado más avanzado de la tuberculosis. Las señoritas habían ido a visitarle y, con la ligereza habitual, se habían comprometido a ir a leerle; naturalmente aquello era demasiada molestia para ellas, de modo que me pidieron que fuera en su lugar. Fui allí de buen grado, y también entonces escuché elogiosas palabras sobre el señor Weston, tanto del enfermo como de su mujer. El primero me dijo que había recibido un gran consuelo de las visitas del nuevo pastor, que venía a visitarle con frecuencia y que era una persona «muy diferente» al señor Hatfield, quien, antes de la llegada del nuevo pastor, había ido a visitarle algunas veces. En aquellas ocasiones, siempre pedía que abrieran la puerta de la casa para que entrara el aire fresco, pensando solo en él y sin considerar el daño que aquello podía causar al enfermo. Luego, abría el libro de oraciones, leía a toda velocidad una parte de las plegarias para los enfermos y se marchaba corriendo; y, si alguna vez se quedaba, era para dirigir duras reprimendas a la afligida mujer, o para hacer alguna observación superficial, por no decir despiadada, y aumentar, más que disminuir, los problemas del sufrido matrimonio. —Mientras —me dijo el hombre— el señor Weston reza conmigo, de forma muy diferente; me habla con gran generosidad y me lee, sentado en la cama, a mi lado, como un hermano. —¡Igual que un hermano! —exclamó su mujer—. Hace unas tres semanas vio que el pobre Jim tiritaba de frío, se fijó en las pocas brasas que había en la chimenea y nos preguntó si se nos estaba acabando el carbón. Le dije que sí y que no teníamos dinero para comprar más. Le aseguro, señorita, que no lo dije pensando en que podría ayudarnos. Pero el caso es que al día siguiente nos envió un saco de carbón, y desde entonces tenemos fuego, y no sabe qué bendición tan grande ha sido, con este invierno que tenemos. Así es él, señorita Grey: cuando entra en una casa pobre para visitar a un enfermo, se fija en las cosas que más necesita, y si piensa que no puede comprarlas, no dice una palabra, pero las consigue y se las hace llegar. Y eso no lo hacen todos, sobre todo teniendo tan poco como él tiene. Porque, ¿sabe usted, señorita?, solo tiene lo que recibe del rector, y, según dicen, es bien poco. Recordé entonces, con una especie de exultación, que la amable señorita Murray le había calificado con frecuencia de bruto y de grosero, porque llevaba un reloj de plata y ropas no tan nuevas y elegantes como las del señor Hatfield. Al volver a la casa me sentía muy feliz, y di gracias a Dios por tener algo nuevo en lo que pensar, una alternativa a la terrible y solitaria monotonía de la vida que llevaba. Porque, realmente, estaba muy sola. Nunca, mes tras mes, año tras año —salvo durante mis breves estancias en casa—, nunca había visto a alguien a quien pudiera abrir mi corazón, o a quien hubiera podido comunicar mis pensamientos con la menor esperanza de recibir de su parte simpatía o, al menos, comprensión; nadie —a excepción de la pobre Nancy Brown— con quien hubiera podido disfrutar de un solo momento de intercambio amistoso, o cuya conversación hubiera tenido el propósito de hacerme sentir mejor o de consolarme; nadie, tampoco, a quien realmente hubiera podido ayudar. Mis únicos compañeros habían sido niños desagradables e ignorantes y niñas testarudas; y la soledad continuada, que me apartaba de aquella agotadora locura, se había convertido en alivio, en algo que deseaba y valoraba intensamente. Pero estar restringida a tales compañías era un mal grave, tanto en sus efectos inmediatos como en las consecuencias que probablemente se sucederían a continuación. Nunca recibía del exterior una idea nueva o un pensamiento estimulante; y la mayor parte de las ideas o pensamientos que nacían de mí se ahogaban sin remedio, o estaban condenados a desvanecerse, ya que no llegaban a ver la luz. Es sabido que las compañías ejercen una gran influencia en la manera de pensar y las costumbres de las personas. Los actos que vemos, las palabras que escuchamos en nuestro entorno diario, terminan —lenta, gradual, casi imperceptiblemente— por hacernos actuar y manifestarnos de forma imitativa, aun en contra de nuestra propia voluntad. Sería presuntuoso por mi parte decir que conozco el alcance de este irresistible poder de asimilación; pero creo que, si un hombre civilizado se viera condenado a pasar doce años entre una raza de intratables salvajes, a menos que tuviera la posibilidad de mejorar el estado de éstos, terminaría convertido en un salvaje. En cuanto a mí, como no conseguía mejorar a mis jóvenes alumnas, temía que ellas empeoraran mi forma de ser, que consiguieran, gradualmente, llevar mis sentimientos, hábitos y virtudes al nivel de los suyos, sin contagiarme, en cambio, su frívola y alegre vivacidad. Ya entonces sentía que mi inteligencia se deterioraba, que mi corazón se endurecía, que mi alma se empequeñecía, y temblaba al pensar que mis principios morales podrían tambalearse, que mi percepción del bien y del mal podría verse debilitada, y que mis mejores facultades podrían quedar enterradas bajo la malsana influencia de aquella forma de vida. Las nubes del cielo mundano invadían mi cielo interior. Todo ello hizo que el señor Weston se apareciera ante mí como la estrella matutina que podía salvarme del terror de una oscuridad completa. Me regocijé pensando que el objeto de mi meditación no estaba por encima ni por debajo de mí. Me llené de alegría al ver que el mundo no estaba formado solo por los Bloomfield, los Murray, los Hatfield o los Ashby, y que la bondad humana no era un mero sueño de la imaginación. Cuando sabemos poco de una persona, es fácil y agradable poner en marcha la imaginación… No hace falta que me extienda demasiado con mis pensamientos, baste decir que el domingo era ahora un día que esperaba con especial deleite, porque me gustaba oírle, también verle, aunque sabía que no era guapo, ni siquiera lo que se llama agradable en su aspecto exterior; pero, ciertamente, tampoco era horroroso. Era un poco, solo un poco, más alto de lo corriente; de cuerpo proporcionado y robusto; su rostro era demasiado anguloso para ser bello, pero me parecía que era indicio de firmeza de carácter; su pelo castaño no estaba cuidadosamente rizado como el del señor Hatfield, sino simplemente peinado hacia un lado, sobre una frente ancha y blanca. Supongo que las cejas eran demasiado pronunciadas, pero debajo de ellas brillaban unos ojos de singular poder, castaños, no demasiado grandes y quizá un poco hundidos, pero muy brillantes y llenos de expresión. También la boca tenía carácter, algo que revelaba a un hombre reflexivo y de firmes propósitos. Cuando sonreía…, pero, no, no hablaré de eso todavía, porque, en el tiempo del que estoy hablando, aún no le había visto sonreír; y la verdad es que su aspecto no denotaba a un hombre demasiado dado a la sonrisa, ni coincidía con la descripción que de él hacían los jornaleros. Me había formado una opinión sobre él muy pronto y, a pesar de las críticas de la señorita Murray, estaba convencida de que era un hombre de sólidos principios, fe inquebrantable y ardiente piedad, pero reflexivo y severo. El descubrimiento de que a estas cualidades se sumaban la benevolencia, la dulzura y la bondad, quizá por lo inesperado, me hizo sentir aún más complacida. XII. EL CHAPARRÓN Mi siguiente visita a Nancy Brown no se produjo hasta la segunda semana de marzo, porque, aunque tuve muchos minutos libres durante el día, raras veces pude disponer de una hora completa. El orden o la regularidad eran imposibles allí donde todo dependía de los caprichos de la señorita Matilda y de su hermana. Fuera cual fuese la ocupación que eligiera, cuando no estaba dedicada a ellas o a algo relacionado con ellas, debía estar siempre preparada para entrar en acción, los zapatos puestos, el libro en la mano. Un mínimo retraso por mi parte era considerado como grave e inexcusable ofensa, no solo por mis alumnas y su madre, sino también por los mismos criados, quienes venían, jadeando, a decirme: —Tiene que ir al cuarto de estudios inmediatamente… ¡Las señoritas la están esperando! ¡La cumbre del horror! ¡Las señoritas estaban esperando a su institutriz! Pero en esta ocasión creía poder contar con una o dos horas de libertad, ya que Matilda se preparaba para dar un largo paseo a caballo y Rosalie se vestía para asistir a una fiesta ofrecida en casa de lady Ashby. Aproveché, por tanto, la oportunidad para visitar la casa de la viuda, encontrándola un poco inquieta por su gata a la que no había visto en todo el día. Intenté consolarla refiriéndole todas las anécdotas que pude recordar sobre las costumbres egoístas de estos animales. —Tengo miedo de los guardabosques —me dijo—. No paro de darle vueltas. Si los señoritos estuvieran aquí, podría pensar que habían soltado a los perros para asustarla, ¡pobrecita! ¡Y lo han hecho tantas veces! Pero al no estar…, la verdad es que no sé qué pensar. La vista de Nancy había mejorado algo, pero no estaba ni mucho menos bien. Había intentado coserle a su hijo una camisa para los domingos, pero me confesó que, como solo podía dar unas puntadas de vez en cuando, el trabajo era muy lento, ¡y el pobre muchacho la necesitaba tanto! De modo que me ofrecí a ayudarla, después de leerle un rato, pues disponía de mucho tiempo libre aquella tarde y podía quedarme hasta que oscureciera. Aceptó mi oferta con muestras de profundo agradecimiento. —Y así también me hará un poco de compañía, señorita —dijo—, porque me siento tan sola sin mi gata… Había terminado de leer y hecho la mitad de una costura, con el dedal de Nancy ajustado a mi dedo con un poco de papel, cuando la entrada del señor Weston, llevando a la gata en sus brazos, interrumpió mi labor. Era la primera vez que le veía sonreír, y de manera muy agradable, por cierto. —Creo que he hecho algo bueno por usted. Y veo que, aparte de mí, alguien más le ha estado leyendo —dijo, mirando hacia el libro que estaba sobre la mesa. —Sí, señor, la señorita Grey ha sido tan amable de leerme un capítulo, y ahora me está ayudando con esta camisa para Bill. Pero tengo miedo de que se quede fría ahí… ¿por qué no se acerca al fuego, señorita? —No, gracias, Nancy, no tengo frío. Y tengo que irme tan pronto como pase la lluvia. —Pero, señorita, ¡si me dijo que podía quedarse hasta tarde! —exclamó la anciana sin pensar demasiado. El señor Weston cogió entonces su sombrero. —No, por favor —exclamó—, no se vaya ahora, ¡con lo que llueve! —No sé, me parece que mi presencia mantiene a su amiga alejada del fuego. —No, señor Weston, en absoluto —repliqué, pensando que una pequeña mentira no era un pecado demasiado grave. —¡Claro que no! —exclamó Nancy—. ¡Aquí hay sitio para todos! —Señorita Grey —dijo, medio en broma, como si sintiera la urgencia de cambiar de tema con cualquier pretexto—, le agradecería mucho que, cuando tenga ocasión, hiciera las paces por mí con el señor Murray. Estaba presente cuando rescaté a la gata de Nancy y no pareció que mi intervención le agradara demasiado. Le dije que quizá para él fuese menos dolorosa la pérdida de uno de sus conejos que para Nancy la de su gata; una audacia por mi parte que él contestó con un lenguaje nada caballeroso. Y me temo que quizá le contesté con cierto acaloramiento. —¡Ay, Dios mío! ¡Espero que no haya discutido con el señor por culpa de mi gata! ¡El señor Murray no aguanta que nadie le lleve la contraria! —No tiene importancia, Nancy. Le aseguro que no me importa en absoluto. No dije nada demasiado ofensivo, y supongo que el señor Murray está acostumbrado a utilizar ese tipo de lenguaje cuando está furioso por algo. —¡Ay, señor Weston, cuánto lo siento! —Y, ahora, de verdad tengo que irme. Debo hacer una visita a una milla de aquí, y sé que no deseará que tenga que regresar de noche. Además, casi ha parado de llover… Buenas tardes, Nancy. Buenas tardes, señorita Grey. —Buenas tardes, señor Weston… Pero, por favor, no confíe en que pueda hacer algo para reconciliarle con el señor Murray, porque no le veo nunca, ni tengo ocasión de hablar con él. —¿No? Entonces, no se puede hacer nada —contestó con una expresión de dolorosa resignación. Aunque, a continuación, con una medio sonrisa muy peculiar, añadió: —Bueno, no importa. Pensándolo bien, creo que este caballero tiene más motivos para disculparse conmigo que yo con él. Y después de decir esto, salió de la casa. Proseguí con mi labor mientras tuve luz suficiente y me despedí de Nancy, no sin antes acallar sus repetidas expresiones de gratitud, alegando que, de haber estado en mi lugar, ella habría hecho lo mismo por mí. Después, me apresuré a regresar a Horton Lodge. Cuando entré en el cuarto de estudios, encontré la mesa del té en completo desorden, la bandeja inundada y a la señorita Matilda de un humor de perros. —Señorita Grey, ¿se puede saber dónde se había metido? Hace media hora que he tomado el té, me lo tuve que hacer yo misma y tomarlo sola… ¿Por qué ha tardado tanto? —He ido a ver a Nancy Brown. Pensé que vendría usted más tarde de su paseo. —¡Me gustaría saber qué clase de paseo iba a dar bajo la lluvia! Justo se pone a llover cuando estoy en lo mejor y, por si el maldito chaparrón no era bastante, vuelvo a casa y me encuentro con que no tengo a nadie con quien tomar el té. Y usted sabe muy bien que no sé preparar el té como a mí me gusta. —No se me ocurrió pensar en ello —repliqué yo. Y la verdad es que la idea de que la lluvia la hubiera hecho regresar a casa no me pasó en ningún momento por la cabeza. —¡Cómo se le iba a ocurrir, estando a cubierto! ¡Qué le iba a importar a usted lo que les sucediera a los demás! Soporté sus duros reproches con increíble serenidad y hasta con buen humor, segura como estaba de que el bien que le había hecho a Nancy Brown no era comparable a mi posible falta de atención hacia ella. Quizá otros pensamientos me ayudaron también a mantener la calma, llegando a encontrar algo agradable en una taza de té frío, y…, hasta me atrevería a decir, en la cara de pocos amigos de la señorita Matilda; aunque ésta tardó muy poco tiempo en dejarme para irse a los establos, y me quedé sola, disfrutando en tranquilo silencio de mi solitaria cena. XIII. LAS PRÍMULAS La señorita Murray solía ahora asistir a la iglesia dos veces al día los domingos. No podía dejar escapar una sola ocasión de ser admirada y estaba muy segura de conseguirlo si se asomaba por allí; pues, estuviesen o no Harry Meltham o el señor Green, siempre había alguien sensible a sus encantos, además del rector, cuyo cargo le obligaba a atender los servicios. Normalmente, también, y si el tiempo lo permitía, ella y su hermana volvían a casa dando un paseo; Matilda, porque odiaba verse confinada en un coche; y ella, porque no le agradaba el aislamiento y prefería disfrutar de la compañía que casi siempre tenían durante la primera milla del camino que separaba la iglesia de las verjas del parque del señor Green. En aquel lugar y en dirección opuesta a éste, nacía el camino particular que conducía a Horton Lodge; mientras que, siguiendo la carretera principal, se llegaba a la todavía más lejana mansión de sir Hugh Meltham. De ese modo, siempre contaba con la posibilidad de que las acompañasen Harry Meltham, con su hermana o sin ella, el señor Green, a su vez acompañado por una de sus hermanas o por ambas, o alguno de los caballeros que solían pasar unos días invitados en la casa. Mi regreso —a pie, con las señoritas, o en coche, con sus padres— dependía enteramente de su capricho. Si decidían «llevarme», iba a pie; si, por razones solo por ellas conocidas, decidían ir solas, tomaba asiento en el coche sin rechistar. Yo prefería ir a pie; pero, como lo último que quería era imponer mi presencia a ninguna de las dos, adoptaba una actitud pasiva en estas y otras ocasiones parecidas. Nunca preguntaba por las causas que motivaban sus caprichosos cambios de ideas y creo que esto era lo mejor que podía hacer: el deber de la institutriz era agradar y someterse; el de las alumnas, limitarse a hacer lo que les venía en gana. Pero, incluso cuando volvía a pie, la primera parte del camino se convertía en una especie de tormento para mí. Como ninguna de las personas que acabo de mencionar —ni señoritas, ni caballeros— me prestaba la menor atención, me resultaba desagradable caminar a su lado, como si pretendiera escuchar lo que decían o deseara formar parte del grupo, cuando las palabras de los que hablaban saltaban, por encima de mí, en todas direcciones; y si, en la conversación, los ojos de alguien se encontraban con los míos por casualidad, parecían quedarse mirando al vacío, como si no me vieran o hicieran todo lo posible por aparentarlo. También era desagradable caminar detrás de ellos, como si aceptara mi inferioridad, cuando en realidad me consideraba tanto como el mejor, deseaba que así lo comprendieran y me esforzaba por hacerles ver que no me creía una simple criada que conocía su puesto y no se atrevía a caminar al mismo nivel de señoritas y caballeros tan elegantes…, aun cuando las señoritas se dignasen llevarla consigo e incluso conversaran con ella cuando no tenían una compañía mejor. Casi me avergüenza confesar que, de ese modo, lo que conseguía era no tener que preocuparme de aparentar desinterés o indiferencia hacia ellas, y pretendía estar completamente absorta en mis propios pensamientos o en la contemplación de lo que me rodeaba. Si me quedaba atrás, era porque algún pájaro, algún insecto, algún árbol o alguna flor había atraído mi atención; así, después de examinar atentamente lo que fuera, podía continuar mi camino sola y a paso tranquilo, hasta que mis alumnas se despedían de sus acompañantes y tomábamos el tranquilo sendero que nos llevaba a casa. Conservo un especial recuerdo de una de aquellas ocasiones. Era una preciosa tarde de finales de marzo. El señor Green y sus hermanas habían mandado a casa el coche vacío para disfrutar del sol radiante y del aire perfumado, haciendo el camino de regreso a pie con sus invitados, el capitán Nosequién y el teniente Nosecuántos, una pareja de militares petimetres, y las señoritas Murray, que, por supuesto, hicieron todo lo posible por unirse al grupo. Rosalie no podía encontrar aquella compañía más agradable; pero como su gusto difería bastante del mío, me fui quedando atrás y comencé a hacer ejercicios de Botánica y de Entomología en los setos llenos de flores que flanqueaban el camino, hasta que la comitiva se encontró lo suficientemente lejos de mí para que mi misantropía se diluyera en el aire puro y suave, bajo un sol benéfico, dando paso, sin embargo, a tristes recuerdos de la infancia, añoranzas de momentos felices del pasado y temor del futuro. Mientras dejaba que mis ojos vagaran por los empinados márgenes del camino —cubiertos de hierba nueva, de plantas de intenso color verde y coronados de setos en flor—, buscaba infructuosamente alguna flor familiar que pudiera recordarme los boscosos valles o las verdes colinas de mi hogar; naturalmente, sabiendo que no encontraría nada que pudiese evocar nuestros páramos. El descubrimiento de esa flor me haría estallar en lágrimas de emoción, y buscaba totalmente entregada a mi tarea. Por fin, entre las raíces retorcidas de un roble, descubrí tres preciosas prímulas. Asomaban de forma tan delicada desde su escondite que, nada más verlas, sentí cómo las lágrimas me inundaban los ojos, pero estaban tan altas que traté inútilmente de alcanzar una o dos de ellas para llevármelas y seguir soñando despierta. Y alcanzarlas era imposible, a menos que trepase por el margen empinado del camino, algo que me disponía a hacer cuando el sonido de unos pasos me detuvo. Me disponía a darme la vuelta cuando, en el tono grave de una voz que me era familiar, escuché: —Permítame que la ayude, señorita Grey. Un instante después las flores estaban en mi mano; y, naturalmente, la voz pertenecía al señor Weston. ¿Quién sino él se hubiera tomado aquella molestia por mí? Le di las gracias, no sé si con calor o con frialdad; lo que sí sé es que no fui capaz de expresar ni la mitad del agradecimiento que sentía. Tal vez mi agradecimiento fuera un poco desmesurado, pero en aquel momento me pareció que el gesto era la expresión de una voluntad y una bondad a las que no podría corresponder ni olvidar jamás. ¡Estaba tan poco acostumbrada a recibir tales muestras de cortesía o preparada para esperarlas de alguien en cincuenta millas a la redonda de Honton Lodge! Aun así, mi gratitud no impidió que me sintiera un poco incómoda en su presencia y me dispuse a seguir a mis alumnas a un paso mucho más rápido que antes; aunque, tal vez, si el señor Weston se hubiera dado cuenta de mi estado y me hubiera dejado ir sin cruzar otra palabra, me habría arrepentido media hora más tarde. Pero no lo hizo. Lo que era una marcha rápida para mí no era sino un paso normal para él. —Sus alumnas la han dejado sola —dijo. —Sí, esa compañía les resulta más agradable que la mía. —Si es así, no debería molestarse en alcanzarlas. Moderé el paso, pero al instante lamenté haberlo hecho, porque mi acompañante se quedó silencioso, no se me ocurría absolutamente nada que decir y temía que él se encontrara en la misma situación. Finalmente, rompió el silencio, y me preguntó, con una especie de brusquedad tranquila que era peculiar en él, si me gustaban las flores. —Sí, mucho —respondí—. Especialmente las flores silvestres. —A mí también me gustan las flores silvestres —dijo—. No me siento atraído por las demás, porque no las asocio con ningún recuerdo especial… tendría que exceptuar una o dos quizá. ¿Cuáles son sus flores favoritas? —La prímula, la campánula y la flor del brezo. —¿No le gustan las violetas? —No, porque como acaba usted de decir, tampoco tengo recuerdos asociados a ellas. Las dulces violetas no crecen en las colinas y en los valles que rodean la casa de mis padres. —Debe de ser un gran consuelo para usted tener un hogar, señorita Grey —comentó mi acompañante, tras una breve pausa—. Por lejos que se encuentre y aunque lo visite muy poco, no deja de ser algo que le pertenece. —Es tan importante para mí que no sé cómo podría vivir sin él —repliqué, con una vehemencia de la que me arrepentí enseguida, pues pensé que podía sonar como una tonta. —¡Oh, sí! ¡Claro que podría! —dijo, con una pensativa sonrisa—. Los lazos que nos unen a la vida son más fuertes de lo que cree usted o cuantos no han tenido la oportunidad de comprobar hasta qué punto éstos pueden estirarse sin llegar a romperse. Podría sentirse muy triste sin un hogar, pero aun así viviría, y no tan tristemente como supone. El corazón humano es como una pieza de caucho: se dilata, pero puede estirarse mucho sin llegar a estallar. Si poco más que nada lo perturba, poco menos que todo es necesario para romperlo. »Igual que sucede con nuestros brazos y nuestras piernas, hay una fuerza vital que le es inherente y le fortalece contra la violencia externa. Cada golpe que recibe le endurece contra futuros golpes, igual que el trabajo constante endurece la piel de las manos y fortalece los músculos en vez de debilitarlos. Un día de arduo trabajo que destrozaría las manos de una dama no dejaría el menor rastro en las de un campesino. »Le hablo por propia experiencia. Hubo un tiempo en que pensaba como usted, o, por lo menos, estaba profundamente convencido de que el hogar y el afecto familiar eran las únicas cosas que hacían la vida tolerable, y que, privada de ellas, la existencia se convertiría en un peso difícil de soportar; sin embargo, ahora carezco de hogar…, a menos que pudiera llamar hogar a las dos habitaciones que tengo alquiladas en Horton, y no hace doce meses que perdí al último y más querido de mis familiares… Y, a pesar de todo, no solo vivo, sino que no he perdido la esperanza de ser feliz, incluso en esta vida; aunque debo confesar que pocas veces entro en una casa humilde, al final del día, y veo a sus moradores tranquilamente reunidos al amor de la lumbre sin que pueda evitar un sentimiento casi de envidia por su felicidad hogareña. —Todavía no conoce toda la felicidad que le espera —le dije—. Se encuentra usted en el principio del camino. —Ya poseo la mejor de las felicidades —contestó—: la fuerza y la voluntad de ser útil. Nos acercábamos en aquel momento a un portillo del que arrancaba un sendero que conducía a una granja; y allí, supongo, el señor Weston se proponía «ser útil», porque se despidió de mí, cruzó el portillo y se echó a andar con su habitual paso firme, dejándome proseguir mi camino sola y pensativa, a causa de las palabras que acababa de oír. Había oído decir que su madre había muerto no mucho antes de su llegada. Pensé entonces que era ella «el último y más querido ser» del que me había hablado y que, por tanto, había dejado de tener un hogar. Sentí una enorme compasión por él y casi me puse a llorar llevada por la emoción. Pensé también que aquélla era la causa de esa sombra pensativa que con frecuencia nublaba su frente y que le había hecho ganar la reputación de hombre arisco y taciturno por parte de la caritativa señorita Murray y semejantes. «Sin embargo —pensé—, no parece tan abatido como lo estaría yo en una situación como ésa; lleva una vida activa y tiene ante él una enorme tarea; sabe hacerse amigos… y podría formar una familia, si quisiera. Y, sin duda, llegará el día en que la tendrá. Dios quiera que encuentre una compañera digna de su elección, que hiciera de su matrimonio un hogar feliz… el que se merece… ¡Ay, qué delicioso sería si…!». Pero dejaré a un lado lo que pensé a continuación. Comencé este libro con el propósito de no ocultar nada, para que los que así lo quisieran pudiesen leer en el corazón de una mujer. Sin embargo, algunos de nuestros pensamientos, que los ángeles del cielo pueden compartir con nosotras, no deben ser comunicados a nuestros hermanos, los hombres, ni siquiera al más generoso y bueno de ellos. Los Green habían llegado ya a su casa y las señoritas se adentraban por el camino privado, de forma que aceleré el paso para alcanzarlas. Encontré a las dos muchachas entregadas a una animada conversación sobre los méritos respectivos de los jóvenes oficiales; pero, al verme, Rosalie se interrumpió en medio de una frase para exclamar con una sonrisa maliciosa: —Vaya, vaya, señorita Grey… ¡por fin ha llegado! No me extraña que se haya quedado tan atrás, ni que defienda siempre al señor Weston con tanta vehemencia cuando me meto con él… ¡Ja, ja! ¡Ahora lo comprendo! —No diga tonterías, señorita Murray —dije, esforzándome en reír con naturalidad—. No conseguirá que me sonroje por algo tan absurdo. Pero ella continuó con aquella palabrería intolerable, ayudada por su hermana, que adornaba el discurso con nuevos embustes, hasta que creí necesario decir algo para justificarme. —¡Qué tontería es todo esto! —exclamé—. ¿Que el camino del señor Weston coincidiese con el mío unas millas y que intercambiásemos una o dos palabras tiene algo de extraordinario? Puedo asegurarles que nunca antes había hablado con él, excepto en una ocasión. —¿Dónde? ¿Dónde? ¿Y cuándo? —preguntaron, muertas de interés. —En casa de Nancy. —Vaya, vaya… ¡con que se ha encontrado con él allí! ¡Ahora entiendo, Matilda, por qué le gusta tanto ir a casa de Nancy Brown! ¡Va allí a coquetear con el señor Weston! —Para qué me voy a molestar en contradecirlas… realmente, no merece la pena. Ya les he dicho que solo le he visto allí una vez, ¿y cómo iba a saber que él iba a ir? Aunque estaba molesta por su absurdo regocijo y sus humillantes insinuaciones, el malestar no duró demasiado: una vez desahogadas, volvieron al capitán y al teniente; y mientras discutían y hacían comentarios sobre ellos, sentí que mi indignación se enfriaba rápidamente. Me olvidé enseguida de todo y conduje mis pensamientos hacia derroteros más agradables. De aquella forma cruzamos el parque y entramos en el vestíbulo de la casa. Cuando subía las escaleras hacia mi habitación, mi pensamiento estaba ocupado en una sola idea y mi corazón ardía con un solo deseo. Después de entrar en la habitación y de cerrar la puerta, me hinqué de rodillas y comencé a rezar ardientemente. Aunque me esforzaba por repetir «Hágase Tu voluntad, todo el tiempo», casi sin darme cuenta, esta frase daba paso a «Padre, Tú que puedes hacer todas las cosas, quizá Tu voluntad sea…». Aquel deseo…, aquella oración por la que hombres y mujeres se hubieran burlado de mí… «Pero Tú no te burlarás», decía, y sentía que era verdad. Me parecía que imploraba por el bien de otra persona tan ardientemente como por el mío…, incluso que el primero era el más importante para mí. Puede que me engañara, pero esta idea me ayudó a pedir y a confiar. En cuanto a las prímulas, puse dos en un vaso en mi habitación, hasta que se marchitaron completamente y la doncella las tiró. Los pétalos de la otra los coloqué entre las hojas de mi Biblia, donde todavía están y donde quiero que permanezcan siempre. XIV. EL RECTOR El día siguiente fue tan bueno como el anterior. Poco después del desayuno, la señorita Matilda, que había estado desbarrando todo lo imaginable durante la lección y, en venganza, se había dedicado luego a machacar el piano durante una hora —enfadadísima conmigo y con el mencionado piano porque su madre no la había excusado de cumplir con sus obligaciones—, se encaminó a sus lugares favoritos: los patios, las caballerizas y las perreras. Por su parte, la señorita Rosalie había salido a dar un paseo, con una novela que estaba de moda entonces por compañía, dejándome en el cuarto de estudios, concentrada en una acuarela que le había prometido y que insistió en que terminara aquel mismo día. A mis pies reposaba un pequeño terrier, que pertenecía a la señorita Matilda; pero ésta odiaba al animal y se proponía venderlo, alegando que estaba muy mal educado. En realidad, era un perro excelente, pero ella afirmaba que no servía para nada y que ni siquiera era capaz de reconocer a su dueña. El hecho es que lo había comprado cuando era solo un cachorro, no dejando al principio que nadie, sino ella, lo tocara; pero, cansándose pronto de aquel inútil e incordioso fardo, decidió alegremente que éste pasara a formar parte de mis responsabilidades. Naturalmente, después de haberlo cuidado desde cachorro, me había ganado el afecto del perro; una recompensa mucho más valiosa que el esfuerzo que su cuidado me hubiera podido suponer, de no ser porque la cariñosa y agradecida actitud de Snap hacia mí le exponía a muchos insultos y puntapiés de su dueña, y a verse ahora en peligro de ser «despachado» o regalado a alguna persona fría y cruel. Pero ¿qué podía hacer yo para evitarlo? No podía hacer que el perro me odiara tratándole con crueldad, y ella no trataba de ganarse con cariño el afecto del perro. Me encontraba, como dije, trabajando con el pincel, cuando la señora Murray, con prisas, pero sin abandonar su majestuosidad habitual, entró en la habitación. —¡Pero, señorita Grey! —comenzó—. Querida, ¿cómo puede estar ahí sentada, dibujando, con el día que hace? —Debía de pensar que lo hacía por entretenerme…—. Me pregunto por qué no se pone el sombrero y sale con las señoritas. —Me parece, señora, que la señorita Murray está leyendo y que la señorita Matilda está entretenida con sus perros. —Si intentara usted entretener un poco más a la señorita Matilda, creo que no se vería obligada a buscar diversión entre perros, caballos y mozos de cuadra, como hace ahora, y si fuera un poquito más agradable y comunicativa con la señorita Murray, no andaría tan a menudo vagando por los campos con un libro en la mano. Pero no es mi intención ofenderla —añadió, supongo que dándose cuenta de que mis mejillas enrojecían y me temblaba nerviosamente la mano—. Le ruego que no se tome las cosas tan a pecho o, de otra forma, no podré decirle nada. ¿Sabe dónde ha ido Rosalie y por qué últimamente le gusta tanto estar sola? —Dice que le gusta estar sola cuando tiene un libro nuevo que leer. —Pero ¿por qué no puede leer en el parque o en el jardín? ¿Por qué anda por los campos y por la carretera? ¿Y a qué se debe que se encuentre al señor Hatfield tan a menudo? La semana pasada me dijo que había desmontado de su caballo y la había acompañado hasta Moss Lane, y ahora estoy convencida de que es a él a quien he visto, desde la ventana de mi vestidor, atravesar el parque a toda prisa y dirigirse hacia el campo al que ella acostumbra a ir. Me gustaría que fuera a comprobar si está allí y, si la encuentra, que le recuerde amablemente que es impropio de una señorita de su rango y posición que ande vagando sola por ahí, expuesta a ser objeto de las atenciones de cualquiera que se la encuentre, como si fuera una muchacha pobre que no tiene un parque donde pasear o amigos que la acompañen. Dígale también que su padre se enfadaría muchísimo si supiera que trata al señor Hatfield con la familiaridad que me temo. ¡Ay, si usted… si cualquier institutriz ejerciera la mitad de la vigilancia de una madre, si prodigara la mitad de los desvelos de una madre, no tendría que preocuparme de estas cosas, y usted se ocuparía de no perder a la señorita de vista, de hacer que su compañía le resulte agradable…! Pero, en fin, ¡vaya, vaya! ¡No hay tiempo que perder! —exclamó, viendo que yo había guardado el material de dibujo y esperaba en el umbral de la puerta la conclusión de su arenga. Según los pronósticos de la madre, encontré a la señorita Murray en su lugar preferido, justo al otro lado del parque; y, desgraciadamente, no estaba sola. A medida que me acercaba, la elevada y distinguida figura del señor Hatfield se iba destacando junto a la suya. Me encontraba ante un problema difícil. Mi deber era interrumpir aquel tête à tête, pero ¿cómo iba a hacerlo? No parecía muy posible que una persona tan insignificante como yo fuera capaz de alejar de allí al señor Hatfield, y colocarme al otro lado de la señorita Murray e imponer mi molesta presencia pasando por alto a su acompañante era una grosería de la que me sentía incapaz. Tampoco tenía valor para gritarle, desde el lugar elevado en el que me encontraba, que alguien la llamaba. De forma que elegí una solución intermedia y comencé a caminar lenta pero firmemente hacia ellos, decidida a decir a Rosalie que su mamá la estaba buscando, si es que mi proximidad no espantaba antes al galán y lo ponía en fuga. Rosalie estaba realmente encantadora, mientras caminaba con paso lento bajo los castaños en flor, que extendían sus largas ramas por encima de los muros del parque; con el libro cerrado en una mano y en la otra una preciosa ramita de arrayán, que le servía para juguetear graciosamente. Sus brillantes tirabuzones asomaban bajo el pequeño sombrero, suavemente mecidos por la brisa; sus mejillas se ruborizaban con vanidad satisfecha; sus ojos azules resplandecían, unas veces mirando traviesamente a su admirador y otras posándose en su ramita de arrayán. Pero Snap, que corría delante de mí, la interrumpió en medio de alguna agudeza entre alegre y juguetona, agarrando entre los dientes la falda de su vestido y tirando de él, hasta que el señor Hatfield descargó un fuerte golpe con su bastón sobre la cabeza del animal, que volvió hacia mí, en medio de terribles gemidos, para gran diversión del importante caballero. Sin embargo, al verme tan cerca, es de suponer que pensó mejor retirarse, y mientras me inclinaba para acariciar al perro, haciendo muy ostensible mi compasión para demostrar lo mucho que desaprobaba su crueldad, le oí decir: —¿Cuándo volveré a verla, señorita Murray? —En la iglesia, supongo —contestó ella—, a menos que sus obligaciones le traigan por aquí, en el preciso momento en que esté paseando. —Podría hacer que en todo momento mis obligaciones me trajeran por aquí, si supiera cuándo y dónde encontrarla. —Aunque quisiera, no podría decírselo. Soy tan poco metódica que me resulta imposible saber hoy lo que haré mañana. —En ese caso, deme eso para consolarme mientras tanto —dijo, medio en serio, medio en broma, tendiendo la mano hacia la ramita de arrayán. —¡Oh, no! ¡De ninguna manera! —¡Por favor, se lo ruego! Me convertirá en el más desgraciado de los hombres si no lo hace. No puede ser tan cruel como para negarme un favor tan fácil de conceder y, sin embargo, tan valioso para mí —imploró de forma tan ardiente que parecía que su vida dependía de ello. En aquel momento, yo me encontraba a pocos metros de ellos y esperaba, con impaciencia, que se despidiera. —¡Bueno, está bien! ¡Cójala y váyase! —dijo Rosalie. Él recibió el regalo alegremente, murmuró algo que la hizo sonrojar y apartarse, como si estuviera enfadada, pero con una risita que demostraba que su enfado era fingido. Y el señor Hatfield, tras inclinarse cortésmente, se alejó. —¿Ha visto alguna vez a un hombre como éste, señorita Grey? —dijo ella, volviéndose hacia mí—. ¡Menos mal que ha venido! Pensé que no iba a librarme nunca de él, y ¡tenía tanto miedo de que papá le viese! —¿Ha estado con usted mucho tiempo? —No, no mucho. Pero es tan impertinente… Y siempre anda rondando por aquí, con la excusa de que sus obligaciones o sus deberes eclesiásticos le obligan a venir por estos contornos, cuando lo que verdaderamente hace es acecharme, ¡pobrecita de mí!, para saltar sobre mí en cuanto me ve. —Deje que le diga algo: su mamá piensa que no debería pasear más allá del parque o del jardín sin hacerse acompañar por una persona discreta y de aspecto serio como yo, que la mantuviera a distancia de los intrusos. Vio al señor Hatfield cruzar las verjas del parque a toda prisa y enseguida me pidió que saliera a buscarla y la previniese… —¡Oh, qué pesada es mi madre! ¡Como si no pudiera cuidar de mí misma! Ya me dio un sermón sobre el señor Hatfield un día y le dije que confiara en mí. Que no debía olvidar mi rango y mi posición, ni ante el hombre más encantador de la tierra… ¡Ya lo sé! Me encantaría que mañana se hincara de rodillas delante de mí y me pidiera en matrimonio para demostrar a mi madre lo equivocada que está cuando supone que yo podría… ¡Oh, me pone enferma! ¡Cómo puede pensar que soy tan tonta como para enamorarme! Hacer tal cosa es indigno de una mujer. ¡Amor! ¡Detesto esa palabra! ¡Aplicada a una persona de nuestro sexo, la considero un insulto! Es posible que pudiera sentir cierta preferencia por alguien, pero nunca por una persona como el pobre señor Hatfield, que no gana ni setecientas libras al año. Me gusta hablar con él porque es inteligente y divertido… ¡Ojalá sir Thomas Ashby fuese la mitad de encantador…! Por otra parte, necesito a alguien con quien coquetear y él es el único que se atreve a venir por aquí. Además, cuando salimos, mi madre no me deja coquetear más que con sir Thomas, y, si no está él, me siento atada de pies y manos, no vaya a ser que alguien le haga un comentario exagerado y se le meta en la cabeza que estoy comprometida o a punto de comprometerme con otra persona; o, lo que es más probable, que su vieja y odiosa madre vea por sí misma o se entere de mis andanzas y piense que no soy la esposa adecuada para su perfecto hijo. ¡Como si el susodicho no fuera el mayor sinvergüenza de la Cristiandad, y cualquier mujer mínimamente decente no fuera demasiado buena para él! —¿De verdad piensa eso, señorita Murray? ¿Acaso su madre lo sabe y aún quiere que se case con él? —¡Claro que lo sabe! Estoy segura de que sabe de él muchas más cosas que yo y que no me las dice por miedo a que me eche atrás. No tiene ni idea de lo poco que me importan… Ése no es ningún problema: cambiará cuando se case, como dice mi madre. Los calaveras reformados son los mejores maridos, eso lo sabe todo el mundo. Preferiría, eso sí, que no fuera tan horroroso. Eso es lo único que me preocupa… Pero, aquí, en el campo, no tengo mucho más donde elegir, y como papá no nos deja ir a Londres… —Yo creo que el señor Hatfield sería mucho mejor marido para usted. —Lo sería si fuese lord de Ashby Park, desde luego… Pero el hecho es que estoy decidida a ser la dueña de Ashby Park, no importa con quién deba compartirlo. —Pero el señor Hatfield piensa que usted se siente atraída por él. ¿No ha pensado en la amarga decepción que sufrirá cuando se dé cuenta de su error? —No me importa en absoluto. Será el justo castigo a su vanidad: haberse atrevido a creer que podía gustarme. Nada me gustaría tanto como arrancarle la venda de los ojos. —Entonces, cuanto antes lo haga, mejor. —No… Ya se lo he dicho, me gusta divertirme con él. Además, no creo que él piense que me gusta. Me cuido mucho de que lo haga, ¡no sabe lo bien que se me da! Es posible que piense que puedo llegar a amarle y solo por eso le castigaré como merece. —Pues tenga mucho cuidado en no alimentar esa presunción. Pero todos mis consejos fueron en vano. Lo único que conseguí fue que me ocultara sus deseos y pensamientos. No volvió a hablarme del rector, pero me di cuenta de que, si no su corazón, su mente estaba ocupada en él, y había decidido concederle otra entrevista; y aunque, de acuerdo a las instrucciones de su madre, me convertí en la compañera de sus paseos durante algún tiempo, persistió en caminar por los campos y caminos más próximos a la carretera y, charlara conmigo o leyera el libro que llevaba en la mano, no dejaba de mirar a su alrededor, o de lanzar un vistazo a la carretera para ver si se acercaba alguien; y, si oía el trote de un caballo, la mirada de desprecio que propinaba al jinete al pasar me demostraba que, fuera quien fuese, le odiaba por no ser el señor Hatfield. «Seguramente —pensé—, no le es tan indiferente como ella misma cree, o quiere hacer creer a los demás, y la ansiedad de su madre no es tan injustificada». Pasaron tres días sin que el rector hiciera su aparición. En la tarde del cuarto, cuando caminábamos junto a la empalizada de la famosa y predilecta campiña de Rosalie, cada una provista de su libro (pues siempre me cuidaba de llevar conmigo algo con lo que entretenerme en caso de que la señorita no solicitara mis servicios), interrumpió bruscamente mis estudios, exclamando: —¡Oh, señorita Grey! Por favor, ¿sería tan amable de ir a ver a Mark Wood y llevarle a su mujer media corona de mi parte? Tenía que habérsela enviado hace una semana, pero se me olvidó. ¡Tenga! —me dijo, tirándome su monedero y hablando a toda prisa—. No se entretenga en buscar la moneda ahora. Llévese el monedero y deles lo que le parezca bien… Iría con usted, pero quiero terminar este libro. Nos veremos en cuanto lo acabe. Apresúrese y… ¡espere! Quizá también podría leerle un poco. Corra a casa y escoja algún buen libro… cualquiera… Hice lo que me pedía, aunque —sospechando que detrás de aquella precipitación y aquellas prisas había algo—, antes de salir de la campiña, miré hacia atrás… y allí estaba el señor Hatfield, a punto de cruzar la verja. Al enviarme a la casa a recoger un libro, quiso evitar que le viera en la carretera. «No importa —pensé—. Tampoco pasará nada grave. El pobre Mark se pondrá muy contento con su media corona y quizá también, con el libro. Y si el rector logra conquistar el corazón de la señorita Rosalie, quizá logre también aplacar un poco su orgullo… Y si terminaran casándose, ella escaparía de un destino peor. Además, ella es tan buena para él como él para ella». Mark Wood era el labriego enfermo de tuberculosis a quien hice referencia antes. Su estado se agravaba rápidamente, y con su liberalidad la señorita Rosalie supuso una verdadera bendición para él; pues, aunque estaba a punto de morir y la media corona no podía servirle de mucho, era algo que podía dejar a su mujer y a sus hijos, que pronto se quedarían solos. Después de permanecer con ellos unos minutos y de haber leído un poco para el consuelo y la edificación espiritual del enfermo y de su afligida esposa, me despedí. Pero no había andado cincuenta metros cuando me tropecé con el señor Weston, quien, al parecer, se dirigía a la casa que yo acababa de abandonar. Me saludó con su habitual naturalidad; se detuvo para preguntarme por el estado del enfermo y de su familia, y, con una especie de inconsciente rechazo a las formalidades, tomó de mis manos el libro del que había estado leyendo; pasó unas páginas, hizo algunos comentarios breves, pero agudos, y me lo devolvió. Después me habló de otro enfermo al que había visitado, me contó algunas cosas sobre Nancy Brown, dedicó unas palabras a mi pequeño amigo, el perrito terrier, que retozaba a sus pies, y, finalmente, después de comentar el buen tiempo que teníamos, se marchó. He preferido omitir sus palabras, pensando que no interesarían al lector con la misma intensidad que a mí, pero no porque las haya olvidado. No, las recuerdo muy bien, porque pensé mucho en ellas en el curso de aquel día y de los siguientes… ¡no sé cuántas veces!… Recuerdo cada entonación de su voz clara y profunda, cada destello de su mirada y de su agradable, aunque siempre efímera sonrisa. Quizá esta confesión resulte un poco ingenua, pero no importa, ya la he escrito, y los que la leen no conocen a su autora. Caminaba de regreso, feliz en mi interior y con todo lo que me rodeaba, cuando vi a la señorita Rosalie, que venía corriendo a mi encuentro. Su paso animado, sus mejillas ruborizadas y su radiante sonrisa revelaban que también ella estaba feliz, a su modo. Llegó hasta mí a la carrera, se colgó de mi brazo y, sin esperar a recuperar el aliento, me dijo: —Señorita Grey, ya puede agradecerme lo que voy a hacer, porque le voy a contar lo que me ha pasado antes que a nadie. —¿Qué ocurre? —¡Oh, tengo increíbles noticias! En primer lugar, debe saber que el señor Hatfield se presentó ante mí justo cuando usted se acababa de marchar. ¡Tenía tanto miedo de que papá o mamá le vieran! Pero ya era demasiado tarde para llamarla. De modo que… ¡vaya por Dios! No voy a poder contarle todo ahora porque ahí está Matilda, en el parque, y no tengo más remedio que ir a confiárselo a ella. Pero, bueno, el caso es que Hatfield se mostró de lo más audaz, de un lisonjero que no puede imaginarse y de un tierno sin precedentes… o, bueno, al menos lo intentó; aunque la verdad es que lo último no lo hizo muy bien, porque la ternura no es su fuerte. ¡Y ya le contaré todo lo que me dijo en otro momento! —Pero ¿y usted? ¿Qué le dijo? Eso es lo que más me interesa. —También le contaré eso más adelante. Dio la casualidad de que me encontraba de un humor excelente en aquel momento; pero, aunque me mostré bastante complaciente, me cuidé mucho de no comprometerme en ningún modo. Lo que sucede es que el presuntuoso desdichado interpretó mi amabilidad a su manera, y se aprovechó tanto de mi indulgencia que llegó a… ¿qué es lo que cree que hizo? ¡Me pidió en matrimonio! —¿Y qué le contestó? —Naturalmente me puse firme y, con la mayor frialdad, le expresé mi asombro ante semejante ocurrencia. Le dije que confiaba en que nada en mi conducta podía haberle hecho alimentar tales pretensiones. ¡Tenía que haber visto su expresión! Se puso completamente blanco. Le dije que sentía cierta estima por él y todas esas cosas, pero que de ninguna forma podía acceder a su proposición; y que, además, ni mi padre ni mi madre darían jamás su consentimiento. »—Y si lo diesen —dijo—, ¿obtendría el suyo? »—No, señor Hatfield —contesté, con una decisión tan fría que vi cómo todas sus esperanzas se ahogaban de inmediato. ¡Si hubiese visto su mortificación! ¡Parecía anonadado! ¡Casi sentí lástima por él! »Aun así, todavía hizo un desesperado intento. Después de un largo silencio, durante el cual luchó por mantener la calma y yo por mostrarme grave, porque la verdad es que sentía enormes ganas de reírme, y eso lo hubiese echado todo a perder, me dijo con el eco de una sonrisa: »—Pero contésteme con sinceridad, señorita Murray: si tuviera una fortuna como la de sir Hugh Meltham, o el porvenir del mayor de sus hijos, ¿me rechazaría? Le ruego que me conteste con toda sinceridad. »—La respuesta es no —respondí—. Eso no alteraría en nada mi decisión. »Naturalmente, se trataba de una enorme mentira, pero parecía tan seguro de su atractivo personal que no quise dejar el menor resquicio de duda. Me miró fijamente a los ojos, pero yo me mantuve tan firme que no pudo imaginarse que lo que le decía no era más que la pura verdad. »—Entonces, supongo que todo ha terminado —dijo, como si estuviese a punto de morirse en el acto por la rabia y la intensidad de su desesperación. »Pero además de desesperado se le veía furioso. Allí estaba él, sufriendo lo indecible, y allí estaba yo, la causa de su sufrimiento, completamente impenetrable a la artillería de sus miradas y de sus palabras; tan tranquila, fría y orgullosa que no tenía más remedio que sentir resentimiento hacia mí. Entonces, con una singular amargura, me dijo: »—Realmente no podía esperar esto, señorita Murray. Podría decir algo sobre su conducta pasada y sobre las esperanzas que me hizo albergar, pero me abstendré, con la condición de que… »—¡No admito condiciones, señor Hatfield! —le dije, indignada por su insolencia. »—Entonces, déjeme que le ruegue como un favor —me contestó, bajando el tono de su voz de inmediato y adoptando uno más humilde— que no mencione este asunto a nadie. Su silencio evitaría una situación desagradable para ambos… naturalmente, más allá de lo que esto significa para mis sentimientos, que intentaré guardar para mí aunque no pueda borrarlos. Si no puedo olvidar la causa de mis sufrimientos, intentaré perdonarla. Porque, supongo, señorita Murray, que usted no se da cuenta de lo profundamente que me ha herido. Quiero creer que no ha sido consciente de ello. Pero, si además del daño que ya me ha hecho, y, perdóneme, pero, inocentemente o no, me ha hecho usted mucho daño, lo agravara dando publicidad, se encontrará con que también yo puedo hablar, y aunque se haya burlado de mi amor, no podrá burlarse de mí… »Entonces se detuvo, se mordió los labios, blancos como el papel, y me lanzó una mirada tan amenazadora que llegué a sentir miedo. Sin embargo, conseguí mantener mi orgullo y le contesté con desdén: »—No sé qué motivos puede usted tener para suponer que yo podría contarle esto a alguien, señor Hatfield. Pero permítame que le diga que si ésa fuera mi intención, no serían sus amenazas las que me detendrían, y que es muy impropio de un caballero hablar de esta manera. »—Perdóneme, señorita Murray —me dijo—. La he amado tan intensamente… No sigo sino adorándola… y jamás hubiera sido mi intención ofenderla. Pero aunque es cierto que nunca he amado ni podré amar a una mujer como la he amado a usted, también lo es que nadie me había tratado tan mal. Por el contrario, hasta ahora había encontrado en las personas de su sexo a los seres más amables, tiernos y bondadosos de la Creación. —¡Imagínese, señorita Grey, al tipo engreído que habla de esa manera! —. Y la novedad y la dureza de la lección que me ha dado hoy, la amargura de la decepción sobre aquello de lo que la felicidad de mi vida dependía, deben excusar cualquier signo de dureza por mi parte. Si mi presencia le resulta desagradable, señorita Murray —me dijo, porque yo miraba a mi alrededor como si lo que decía no me importara, lo que él debió de interpretar como cansancio—, si mi presencia le resulta desagradable, señorita Murray, no tiene más que prometerme que cumplirá el favor que le he pedido y la dejaré tranquila en el acto. »”Hay muchas mujeres, incluso en esta misma parroquia, que estarían encantadas de aceptar lo que usted ha pisoteado con desdén. Naturalmente, ellas odiarán a aquella cuya superior belleza ha confundido completamente mi corazón y me ha hecho ciego a sus encantos; y cualquier comentario mío, por mínimo que fuese, a alguna de ellas, sería suficiente para provocar tales murmuraciones en contra de usted que su reputación y su porvenir quedarían seriamente dañados, haciendo disminuir sus posibilidades de éxito con cualquier caballero más del gusto de usted y de su madre. »—¿Qué quiere decir? —le pregunté, a punto de estallar en un arranque de cólera. »—Quiero decir que, de principio a fin, este asunto me parece un caso de flagrante coqueteo, cuando menos… Un caso de esos que de darse a conocer tendría un resultado bastante lamentable, especialmente si se viera acompañado de las exageraciones que, a la menor oportunidad, sus rivales femeninas estarían encantadas de inventar. Pero yo le prometo, a fe de caballero, que de mis labios no saldrá ni una sola palabra o sílaba que pueda perjudicarla, siempre y cuando… »—Está bien, está bien… No diré nada a nadie —le dije—. Puede usted confiar en mi silencio, si eso le produce de veras algún tipo de consuelo. »—¿Lo promete? »—Sí —le contesté, porque ahora sí que quería librarme de él. »—Adiós, entonces —me dijo, en el tono más lúgubre imaginable; y, con una expresión en la que el orgullo luchaba inútilmente contra la desesperación, se dio la vuelta y se marchó, deseando, sin duda, llegar a casa, para encerrarse en su estudio y llorar… si es que no estalló en lágrimas antes de llegar… —Pero ¡acaba usted de romper su promesa! —le dije, horrorizada por su perfidia. —¡Oh, solo se lo cuento a usted! Además, tengo la absoluta seguridad de que no lo repetirá. —Naturalmente que no; pero me acaba de decir que se lo va a contar a su hermana; ella se lo contará a sus hermanos cuando vengan a casa, y a Brown, si es que no se lo cuenta usted misma, y Brown lo proclamará a los cuatro vientos, o servirá de puente para que la noticia se extienda por toda la región. —No, no lo hará. No se lo contaremos, a menos que prometa guardar un silencio absoluto. —Pero ¿cómo espera que ella guarde su promesa mejor que su señorita? —Está bien, está bien… No se lo contaremos entonces —dijo la señorita Murray un tanto irritada. —Pero tiene que decírselo a su mamá —continué—, y ella se lo contará a su papá. —Naturalmente que se lo contaré a mamá, ¡y eso es lo que más me alegra! Así podré convencerla de lo equivocada que estaba al dudar de mí. —¡Oh! ¿De modo que es eso? Me preguntaba qué era lo que la hacía sentir tan feliz. —Sí, ése es uno de los motivos. Otra cosa que me hace feliz es haber humillado al señor Hatfield de forma tan perfecta. Además…, bueno, tiene que permitirme que disfrute un poco de mi vanidad femenina. No voy a pretender que no tengo ese atributo tan esencial de nuestro sexo… ¡y si hubiese visto la pasión que el pobre Hatfield ponía cuando se me declaraba y me proponía en matrimonio con esas palabras tan halagadoras… y su agonía mental, que ningún esfuerzo de su orgullo podía ocultar, al verse rechazado…, estaría de acuerdo conmigo en que tengo algún motivo para estar contenta! —A mí me parece que cuanto mayor haya sido su agonía, menos motivos debería tener usted para sentirse contenta. —¡Qué tontería! —exclamó ella, con signos de sentirse contrariada—. O bien no puede entenderme o no quiere. Si no fuese porque confío en su generosidad, pensaría que me tiene envidia. Lo que quizá sí podrá entender es otra de las causas por las que estoy contenta, la más importante de todas, y es que estoy orgullosa de mí misma por mi prudencia, mi autodominio… mi frialdad, si prefiere llamarlo así. En ningún momento me sentí cogida por sorpresa, confundida o indecisa; actué y hablé como tenía que hacerlo, y dominé la situación todo el tiempo. Y delante de mí tenía a un hombre, decididamente atractivo. Jane y Susan Green dicen que es arrebatadoramente guapo, e imagino que son dos de las damas que según él se morirían por cazarle. Un hombre muy inteligente, ingenioso, de compañía agradable… Bueno, no lo que usted entiende por inteligente, pero con la clase de inteligencia que hace de él un hombre entretenido; un hombre del que no es posible avergonzarse en público, y del que una no se cansa rápidamente; y… si debo confesar la verdad, un hombre que me gustaba bastante… más incluso que Harry Meltham, y que evidentemente me idolatraba… Y, sin embargo, aunque se me echó encima, estando yo sola y completamente desprevenida, tuve el acierto y la entereza de rechazarle… ¡y lo hice con tanto desdén y frialdad! Creo que tengo sobrados motivos para sentirme orgullosa de mis actos. —¿Y también se siente orgullosa de haberle dicho que, si él hubiese tenido la fortuna de sir Hugh Meltham, la situación sería la misma, y de haberle prometido que no contaría a nadie su decepción, cuando, aparentemente, no tenía la menor intención de cumplirla? —¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa podía hacer? Es posible que usted hubiese querido que… Pero, señorita Grey, creo que está usted de mal humor… ¡Ahí viene Matilda! Vamos a ver lo que ella y mi madre piensan de este asunto. Y me dejó, ofendida por mi falta de comprensión, y, sin duda, pensando que la envidiaba. Yo no la envidiaba…, o, al menos, no creía envidiarla en absoluto. La compadecía; sentía asombro y un horrible rechazo por su cruel vanidad. Me preguntaba por qué tanta belleza recaía en personas que tan mal uso hacían de ella, y se les negaba a otras que podrían emplearla en beneficio propio y en el de los demás. Pero Dios sabe lo que hace, pensé. Seguramente hay hombres tan vanos, egoístas y crueles como ella, y quizá este tipo de mujer sea el castigo que merecen. XV. EL PASEO —¡Qué pena! ¡Ojalá el señor Hatfield no se hubiera precipitado tanto! — dijo Rosalie al día siguiente, a las cuatro de la tarde, con un larguísimo bostezo, poniendo a un lado el punto y lanzando una mirada indiferente hacia la ventana—. No hay ningún aliciente que te haga salir, nada interesante a la vista. ¡Los días son tan largos y aburridos cuando no hay fiestas! Y no hay ninguna esta semana, ni la que viene, que yo sepa. —Es una lástima que fueras tan dura con él —dijo Matilda, a quien se dirigía esta queja—. No volverá, y sospecho que después de todo te gustaba. Yo confiaba en que lo aceptases como galán y me dejaras al querido Harry. —¡Qué tontería! Si es que tengo que contentarme con uno, mi galán, Matilda, tendrá que ser un verdadero Adonis, la admiración de todo el mundo. Siento haber perdido a Hatfield, lo confieso; pero el primer hombre decente que venga a sustituirle será más que bienvenido, ¡quizá sean varios! Mañana es domingo… Me pregunto cómo estará y si será capaz de oficiar. Lo más probable es que se excuse alegando un resfriado y que el señor Weston ocupe su lugar. —¡Oh, no! ¡No lo hará! —exclamó Matilda, con cierto desdén—. Es tonto, pero no tan débil como para hacer eso. Su hermana pareció un poco ofendida, pero los hechos demostraron que Matilda tenía razón. El amante desdeñado cumplió con sus deberes pastorales como de costumbre. Rosalie afirmó que estaba muy pálido y abatido; es posible que estuviese un poco más pálido de lo habitual, pero la diferencia, de existir, era apenas perceptible. En cuanto a su abatimiento, es cierto que no escuché su risa en la sacristía, como de costumbre; tampoco oí su voz en aquellos hilarantes coloquios suyos, aunque en una ocasión le echó una reprimenda al sacristán que hizo que la congregación entera se volviese a mirar; y, en su ir y venir del púlpito a la mesa petitoria, hubo más solemne pompa y menos de aquella irreverente, confiada, o, mejor, complaciente arrogancia con la que habitualmente se abría paso, ese aire que parecía decir: «Ya sé que todos me reverenciáis y adoráis. Desafío a quien no lo haga». Pero el cambio más notable fue que sus ojos no se dirigieron, ni una sola vez, al banco de los Murray, y que no salió de la iglesia hasta que éstos no se hubieron marchado. El señor Hatfield había recibido, sin duda, un golpe muy duro; pero su orgullo le obligaba a ocultarlo. Sus esperanzas de conseguir no solo una esposa bella y, para él, muy atractiva, sino también de un rango y una fortuna que hubiesen dado brillo a encantos muy inferiores, se habían visto frustradas. Era indudable que aquel rechazo le mortificaba y que se sentía profundamente ofendido por la conducta de la señorita Murray. Le habría consolado no poco saber la gran decepción de ella al verle tan poco afectado en apariencia y comprobar que había sido capaz de no mirarla ni una sola vez en todo el servicio; aunque Rosalie declaró que eso demostraba que estaba pensando en ella todo el tiempo y, que, de no ser así, la habría mirado, aunque hubiese sido por mero azar. Claro que si esa casualidad se hubiera producido, habría afirmado que la había mirado porque no podía resistir la tentación. También le hubiera agradado, en cierta medida, ver lo alicaída e insatisfecha que se mostró durante toda la semana siguiente —o, al menos, en su mayor parte— al faltarle su principal fuente de animación; y lo a menudo que se lamentaba de haberle «despachado tan pronto»; como una niña que, después de haber devorado un pastel, se quedara sentada, chupándose los dedos y lamentándose de haber sido tan ansiosa. Por fin, una hermosa mañana, me pidió que la acompañara a dar un paseo por el pueblo. Oficialmente, iba a comprar unas madejas de lana a una tienda tolerablemente respetable en la que se surtían las damas de la vecindad; no creo pecar de maliciosa al suponer que lo que en realidad deseaba era encontrarse con el rector o con algún otro admirador porque, mientras caminábamos, no paraba de repetir lo que «Hatfield haría o diría si se la encontrase», y cosas por el estilo. Al pasar por la entrada del parque del señor Green, se preguntó «si estaría o no en casa, ese pedazo de tarugo». Cuando nos cruzamos con el carruaje de lady Meltham, volvió a preguntarse «qué estaría haciendo el señorito Harry en un día tan bueno», y comenzó a criticar a su hermano mayor por ser «tan tonto como para casarse e irse a vivir a Londres». —¡Vaya! —exclamé—. Pensé que usted también quería vivir en Londres. —Sí, solo porque aquí todo es tan aburrido… Aún más aburrido desde que se fue. Si no se hubiese casado, podría tenerle a él en vez de a ese odioso de sir Thomas. Después, al observar las huellas de un caballo en la carretera embarrada, se preguntó «si el jinete sería un caballero», concluyendo que sí, porque las marcas eran demasiado pequeñas para ser las de un «torpe caballo de tiro». Luego se preguntó «quién podía ser el jinete», y si era posible que nos lo encontráramos en su camino de vuelta, porque estaba segura de que había pasado por allí aquella misma mañana. Por último, cuando entramos en el pueblo y comprobó que por sus calles solo transitaba alguna gente humilde, se preguntó «por qué aquella gente estúpida no se quedaba en sus casas», no tenía ningunas ganas de ver aquellas caras feas y aquellas ropas tan sucias y vulgares, «¡no había ido a Horton para eso!». Entre todo aquello, debo confesar que también yo me preguntaba algo en secreto: si nos encontraríamos o vería de lejos a otra persona. Y, en el caso de que pasáramos por el lugar donde se hospedaba, si estaría en la ventana. Al entrar en la tienda, la señorita Murray me pidió que, mientras hacía sus compras, me quedara en el umbral de la puerta para informarla si pasaba alguien. Pero, ¡ay!, aparte de los lugareños y de Jane y Susan Green —que bajaban por la única calle del pueblo, seguramente de vuelta de un paseo— no vi a nadie. —¡Idiotas! —murmuró al salir, después de haber terminado con sus compras—. ¿Por qué no se les ocurriría salir con el bobo de su hermano? ¡Hasta él serviría de algo! No obstante, las saludó con una alegre sonrisa, y, después de expresar ellas lo felices que se sentían por aquel encuentro, les dijo que el inesperado placer era mutuo. Las hermanas se colocaron una a cada lado de Rosalie y las tres se pusieron a caminar, charlando y riendo como hacen las damas, siempre que existe un grado mínimo de intimidad. Yo, sintiendo que estaba de más, las dejé con su regocijo y me quedé rezagada, como solía hacer en ocasiones como aquélla: no sentía el menor deseo de caminar junto a la señorita Green o a la señorita Susan como una sordomuda, que no podía hablar y a quien tampoco dirigían la palabra. Pero, esta vez, no permanecí sola mucho tiempo. Al principio me pareció muy extraño que, justo en el momento en que pensaba en el señor Weston, éste apareciese y se me acercara. Luego, reflexionando sobre ello, pensé que no había nada extraño en lo sucedido —salvo quizá en el hecho de que se dirigiera a mí—, porque en una mañana tan agradable y estando tan cerca de su casa lo natural era encontrarse con él. Y, en cuanto a que estuviese pensando en él, la verdad es que lo había estado haciendo casi constantemente desde que saliéramos de casa. De modo que no había nada de extraordinario en la situación. —¿Otra vez sola, señorita Grey? —preguntó. —Sí. —¿Qué clase de personas son esas damas, las señoritas Green? —Realmente, no lo sé. —¡Qué extraño, viviendo tan cerca de ellas y viéndolas tan a menudo! —Bueno, supongo que son muchachas alegres y de buen carácter, pero usted debe de conocerlas mejor que yo, porque, en realidad, no he cruzado una sola palabra con ninguna de las dos. —¡Ah! ¿Sí? Pues no dan la impresión de ser especialmente reservadas. —Seguramente no lo son con la gente de su clase, pero se consideran a un nivel muy distinto al mío. El señor Weston no hizo ningún comentario a mis palabras; pero, tras una breve pausa, añadió: —Supongo, señorita Grey, que ésta es la clase de cosas que le hacen pensar que no podría vivir sin un hogar. —No exactamente. El hecho es que soy demasiado sociable como para resignarme a vivir sin amigos, y como los únicos que tengo, o parece que pueda tener, se encuentran en mi casa, si desaparecieran… no digo que no podría vivir, pero sí que preferiría no hacerlo si es que tiene que ser en un mundo tan hostil. —Pero ¿por qué dice «los únicos que parece que pueda tener»? ¿Es usted tan huraña que no puede hacerse amigos? —No, pero todavía no he conseguido hacer ninguno, y en mi situación no existe ninguna posibilidad de que lo consiga, ni siquiera de tener conocidos. Quizá la culpa sea en parte mía, aunque me gustaría pensar que no del todo. —La culpa es en parte de la sociedad y en parte, me atrevería a decir, de la gente que la rodea; aunque también tiene usted una parte de culpa, porque muchas señoritas, en su situación, se harían notar y se integrarían más de lo que usted lo hace. Aunque sus alumnas deberían servirle de grata compañía algunas veces… no deben de ser mucho más jóvenes que usted. —Sí, a veces son una grata compañía; pero no puedo llamarlas amigas, tampoco ellas me llamarían así… tienen otras compañías más en consonancia con sus gustos. —Quizá sea usted demasiado sensata para ellas. ¿Cómo se entretiene cuando está sola? ¿Lee mucho? —La lectura es mi ocupación predilecta, cuando tengo tiempo libre y libros que leer. De los libros en general, el señor Weston pasó a algunos libros en particular, saltando de un tema a otro con cierta rapidez, de forma que en el espacio de media hora habíamos discutido considerablemente sobre asuntos muy diversos, tanto en gusto como en opinión, aunque no diera demasiada información sobre sí mismo. Él se mostraba más interesado en conocer mis ideas y predilecciones que en comunicar las suyas; pero no tuvo el tacto o la habilidad de conseguir que yo expusiera mis sentimientos estimulándolos con sus propios puntos de vista, o llevando la conversación gradualmente al terreno que le interesaba. En cualquier caso, aquella forma tan brusca y directa de interrogarme —que por otra parte no dejaba de ser cordial— no podía ofenderme en ningún modo. «¿Y por qué se interesaba por mis condiciones morales e intelectuales? ¿Qué puede importarle lo que pienso o lo que siento?», me preguntaba. El corazón me latía con fuerza cuando pensaba en una posible respuesta. Pero Jane y Susan Green no tardaron en llegar a su casa. Mientras hablaban con Rosalie a la entrada del parque e intentaban persuadirla de que entrara, sentí grandes deseos de que el señor Weston se despidiera, de forma que ella no le viera al darse la vuelta. Desgraciadamente, los asuntos del señor Weston, que se disponía a ir a visitar de nuevo al pobre Mark Wood, le obligaban a llevar nuestro camino casi hasta el final. Sin embargo, cuando vio que Rosalie se separaba de sus amigas y estaba a punto de encontrarse conmigo, se separó de mí y pasó rápidamente junto a ella, saludándola con el sombrero cortésmente. Para mi sorpresa, en vez de devolver el saludo con una orgullosa e indiferente inclinación de cabeza, ella le regaló una de sus más espléndidas sonrisas, y, caminando a su lado, comenzó a charlar con él con toda la amabilidad y la simpatía imaginables. Y, así, continuamos el camino los tres juntos. Tras una breve pausa en la conversación, el señor Weston hizo un comentario que iba dirigido especialmente a mí, y hacía referencia a algo de lo que habíamos hablado anteriormente; pero, antes de que pudiera contestar, la señorita Murray lo hizo por mí y se extendió en una larga disquisición a la que él tuvo que replicar; de forma que, desde entonces hasta al final del trayecto, acaparó toda su atención. Es posible que la causa se debiera en parte a mi propia limitación, a mi falta de tacto y de confianza en mí misma; sea como fuere, me sentía agraviada, temblaba de aprensión, escuchaba con envidia la forma de hablar de ella, fácil y segura, y veía con ansiedad la brillante sonrisa con que le miraba de vez en cuando, pues se había adelantado un poco con el propósito (o así lo pensé) de que la viera y la escuchara al mismo tiempo. Si la conversación de ella era ligera y trivial, no dejaba de ser entretenida, y nunca le faltaban argumentos o titubeaba para encontrar las palabras con que expresarlos. No había nada de coqueteo o de petulancia en sus modales, a diferencia de cuando paseaba con el señor Hatfield; solo mostraba una vivacidad amable y jovial, que pensé que tenía que ser muy agradable para un hombre del talante y temperamento del señor Weston. Cuando éste se marchó, ella se echó a reír y murmuró: —¡Sabía que podía hacerlo! —Hacer ¿qué? —pregunté. —Conquistarlo. —¿Qué quiere decir? —Quiero decir que ahora se irá a su casa y se pondrá a soñar conmigo. ¡Lo he flechado! —¿Y cómo lo sabe? —Tengo muchas pruebas infalibles, aunque la más definitiva quizá sea la mirada que me lanzó al despedirse. No fue una mirada descarada…, no, no puedo decir que lo fuera… Fue una tierna mirada de adoración reverencial. ¡Ja, ja, ja! ¡No es tan tonto como le creía! No le contesté porque tenía un nudo en la garganta y no podía ni hablar. «¡Oh, Dios mío, evítalo! —grité en mi interior—. ¡No por mí, sino por él!». La señorita Murray hizo algunos comentarios triviales mientras cruzábamos el parque, a los cuales (a pesar de mis esfuerzos por no dejar traslucir mis sentimientos) no pude responder sino con monosílabos. No sabría decir si su intención era atormentarme o, simplemente, divertirse un poco —tampoco me importaba—, pero pensé en el hombre pobre que tenía un solo cordero y en el hombre rico que tenía mil rebaños, y algo, no sé exactamente qué, me hizo tener miedo por él, al margen de mis propias esperanzas malogradas. Me alegré mucho de entrar en la casa y de encontrarme de nuevo en mi habitación. Mi primer impulso fue hundirme en el sillón que estaba junto a la cama y, reposando la cabeza en la almohada, buscar alivio en las lágrimas — ¡lo necesitaba de tal forma! —, pero, ¡ay!, tuve que contener mis sentimientos una vez más. La campana… la odiosa campana anunció la comida, y tuve que bajar, aparentando tranquilidad, sonreír, reír y hablar de tonterías, y también comer, como si todo estuviese en orden y acabara de volver de un agradable paseo. XVI. LA SUSTITUCIÓN El siguiente domingo fue uno de los días más sombríos del mes de abril; un día de nubes densas y fuertes chaparrones. Ninguno de los Murray quiso asistir a la iglesia por la tarde, salvo Rosalie, que prefirió ir como de costumbre. Pidió el coche y yo fui con ella, sin que, naturalmente, esto representara para mí un sacrificio, porque en la iglesia podría ver, sin temor a censuras ni a burlas, un rostro y una figura que eran más agradables para mí que los de cualquier otra criatura entre las más hermosas creadas por Dios; podría escuchar, sin que nada me perturbara, una voz más dulce a mis oídos que la más bella de las melodías; podría unirme a aquella alma, que tan profundamente me atraía, y embeberme de sus pensamientos más puros y santas aspiraciones, sin que nada empañara esa felicidad, salvo los reproches secretos de mi conciencia, que demasiado a menudo me susurraba al oído que me engañaba a mí misma y me burlaba de Dios, dejando que mis pensamientos se dirigieran más hacia una de sus criaturas que hacia el propio Creador. Algunas veces, aquellos pensamientos me turbaban; otras, podía aquietarlos pensando: «No es al hombre al que amo, sino su bondad… Piensa en todo lo que es puro, en todas las cosas bellas, en todo lo bueno y honesto… piensa en esas cosas». «Es nuestro deber adorar a Dios en sus obras…» y yo no conocía ninguna en la que su espíritu y tantos de sus atributos brillaran como lo hacían en aquel su fiel servidor, a quien solo alguien con una absoluta falta de sensibilidad podía conocer y no apreciar, ¡y yo tenía tan pocas cosas en las que ocupar mi corazón! Casi nada más terminar el servicio, la señorita Murray salió de la iglesia. Tuvimos que quedarnos en el atrio porque llovía y el coche no había llegado todavía. Me preguntaba por qué había salido tan deprisa, pues ni el joven Meltham ni el señor Green estaban allí; pronto descubrí que lo que perseguía era hablar con el señor Weston cuando éste abandonara la iglesia, lo que sucedió enseguida. El señor Weston salió de la iglesia y, después de saludarnos, quiso pasar de largo, pero ella le retuvo, primero con algunos comentarios sobre el mal tiempo y luego preguntándole si sería tan amable de ir al día siguiente a visitar a la nieta de la guardesa, que estaba enferma con fiebre y deseaba verle. Él prometió que lo haría. —¿Y a qué hora irá, aproximadamente, señor Weston? A la anciana le gustaría saberlo… ya sabe usted que esta gente se preocupa mucho de tener sus casas en orden cuando reciben visitas de personas distinguidas. La señorita Murray, que era la desconsideración personificada, salía ahora con un maravilloso signo de consideración. El señor Weston mencionó la hora de la mañana a la que intentaría estar allí. Para entonces el coche estaba listo y el lacayo esperaba con el paraguas abierto para proteger a la señorita Murray de la lluvia a través del patio de la iglesia. Yo me disponía a seguirlos, cuando el señor Weston, que también tenía un paraguas, se ofreció a acompañarme, pues la lluvia arreciaba. —No, gracias, no me molesta la lluvia —dije. Siempre que me cogían por sorpresa actuaba de la forma más absurda. —Pero ¡tampoco le gusta, me imagino! No creo que el paraguas le haga ningún daño —contestó, con una sonrisa que revelaba que no se había ofendido por mi negativa, lo que habría sucedido con un hombre de peor temperamento o de menor penetración. No podía negar la verdad de lo que decía, de forma que fui con él hasta el coche; incluso me ofreció su mano para ayudarme a subir, una cortesía innecesaria que sin embargo acepté por temor a ofenderle. Al separarnos, una mirada, una tímida sonrisa… apenas un instante, pero en ellas leí o creí leer algo que avivó una llama de esperanza en mi corazón, algo desconocido hasta entonces. —Si hubiera esperado un momento, le habría enviado al lacayo, señorita Grey… No tenía por qué aceptar el paraguas del señor Weston —comentó Rosalie, con su bonita cara ensombrecida por una nube de fastidio. —No necesitaba el paraguas, pero el señor Weston me ofreció el suyo y, aunque lo rechacé, insistió tanto que no quise ofenderle —repliqué, sonriendo tranquilamente, pues me sentía tan feliz que lo que en otra ocasión me hubiese herido ahora me divertía. El coche se puso en marcha. Al pasar por delante del señor Weston, la señorita Murray se inclinó para asomarse por la ventanilla. El señor Weston caminaba por la carretera de vuelta a casa y no volvió la cabeza. —¡Asno! —exclamó ella, derrumbándose otra vez en el asiento—. ¡No sabes lo que te has perdido por no mirar en esta dirección! —¿Qué se ha perdido? —Un saludo mío, que le habría llevado directamente al cielo. No hice ningún comentario. Me di cuenta de que estaba de mal humor, lo cual me alegró secretamente; no porque se sintiera humillada, sino porque creyera que tenía motivos. Aquello me hacía pensar que mis esperanzas no eran solo producto de mis sueños y de mi imaginación. —He decidido cambiar al señor Hatfield por el señor Weston —dijo mi acompañante, tras una breve pausa, recobrando parte de su alegría habitual—. El baile de Ashby Park es el martes que viene, ¿sabe?, y mi madre cree que es muy probable que sir Thomas aproveche la ocasión para pedirme en matrimonio… Estas cosas se hacen a menudo en la intimidad de los salones de baile, donde los caballeros se dejan seducir más fácilmente por los encantos de las damas… Pero si tengo que casarme tan pronto, debo aprovechar el tiempo que me queda… Estoy decidida a que Hatfield no sea el único hombre que ponga su corazón a mis pies y me ruegue que le acepte en vano. —Si lo que pretende es convertir al señor Weston en una de sus víctimas —dije yo, intentando aparentar indiferencia—, tendrá que insinuarse de tal forma que, cuando él le pida que cumpla con las expectativas creadas, le será difícil dar marcha atrás. —No creo que me pida que me case con él… tampoco es lo que quiero. ¡Sería demasiada presunción por su parte! Lo que quiero es que sienta mi poder sobre él… La verdad es que ya lo ha sentido, pero quiero que lo reconozca. Tendrá que guardarse las locas esperanzas que pueda tener y limitarse a divertirme con su sufrimiento por un tiempo. «¡Ay, cómo me gustaría que un espíritu bueno susurrara estas palabras al oído del señor Weston!», exclamé interiormente. Me sentía demasiado indignada para arriesgar un comentario en voz alta y el nombre del señor Weston no volvió a mencionarse aquel día. Pero a la mañana siguiente, poco después del desayuno, la señorita Murray entró en el cuarto donde su hermana se dedicaba a estudiar —o, debería decir, donde se dedicaba a oírme como quien oye llover, porque a aquello no se le podía llamar «estudiar»— y dijo: —Matilda, quiero que vengas a dar un paseo conmigo sobre las once. —¡Lo siento, Rosalie, pero no puedo! Tengo que dar unas instrucciones sobre mi nueva montura y hablar con el trampero sobre sus perros. Pero la señorita Grey puede ir contigo. —No, quiero que vengas tú —dijo Rosalie. Y llamando a su hermana a la ventana, le susurró unas palabras al oído, tras lo cual la otra consintió en acompañarla. Recordé entonces que las once era la hora en que el señor Weston dijo que iría a casa de los guardeses y, al recordarlo, adiviné el sentido de aquella maquinación. En consecuencia, durante la comida, tuve que deleitarme con un largo informe sobre el modo en que el señor Weston se había acercado a ellas cuando paseaban por la carretera; sobre el largo paseo que habían dado juntos y sobre la conversación de él, que habían encontrado realmente agradable; sobre lo encantado que parecía estar, y que seguro estaba, ante la sorprendente condescendencia de ellas, etcétera, etcétera. XVII. CONFESIONES Como me propongo no ocultar nada al lector, debo reconocer que en aquel tiempo prestaba más atención a mis vestidos de lo que nunca antes había hecho. Tampoco eso es decir mucho, porque hasta entonces había descuidado bastante ese aspecto. Aunque, incluso entonces, apenas si dedicaba dos minutos cada día a mirarme en el espejo. Y es que aquel ejercicio nunca me proporcionaba el menor consuelo: no encontraba rastro de belleza en mis marcadas facciones, en las mejillas pálidas y hundidas, ni en mi vulgar pelo castaño. Es posible que mi frente denotara inteligencia o que mis grandes ojos grises fueran expresivos, pero ¿de qué podía servirme? Una frente estrecha, de corte griego, y unos grandes ojos negros, llenos de sentimiento, me hubieran hecho un servicio mucho mayor. Es absurdo desear ser bella. Las personas inteligentes nunca lo desean para sí mismas, ni se preocupan de la de los demás. Una mente bien cultivada y un corazón bien dispuesto nunca se interesan por el aspecto externo. Eso nos decían nuestros maestros de la infancia y eso mismo repetimos nosotros hoy a otros niños. Todo muy juicioso y muy acertado, sin duda, pero ¿acaso estas palabras se apoyan en la experiencia? Instintivamente nos sentimos inclinados a amar lo que nos proporciona placer, y ¿qué mayor placer que el de una cara bonita, al menos cuando no sabemos nada del daño que quien la posee puede hacernos? Una niña ama a su pajarito… ¿Por qué? Porque vive y siente; porque no puede defenderse, ni puede causar daño. Sin embargo, un sapo vive y siente, tampoco puede defenderse, ni causar daño; y aunque la niña nunca haría daño al sapo, no puede amarle como ama a su pajarito… tan bonito, de plumas tan suaves y ojos brillantes y habladores. Si una mujer es bella y amable, es elogiada por ambas cualidades, pero especialmente por la primera; si, por el contrario, es desagradable de rostro y de carácter, su fealdad se considerará como un crimen, porque para el observador común ésta es una grave ofensa; mientras que si es de aspecto vulgar y de buen corazón, siempre y cuando lleve una vida retirada, nadie, salvo los que la tratan íntimamente, parece advertir su bondad. Otros, en cambio, se inclinarán a formarse una opinión desfavorable sobre su inteligencia y su carácter, aunque solo sea para excusarse a sí mismos por la instintiva repulsión que sienten ante una persona tan poco favorecida por la naturaleza; mientras que sucede lo contrario cuando el exterior angelical oculta un corazón perverso o proyecta una suerte de hechizo engañoso sobre defectos y flaquezas que en otra no se tolerarían. Las que poseen belleza, que se sientan agradecidas y hagan un buen uso de ella, como de cualquier otra cualidad; las que no la posean, que se consuelen y hagan lo que puedan sin ella… La belleza, aunque susceptible de ser sobrevalorada, es un don de Dios y no debe despreciarse. Esto será fácil de comprender para aquellos que han sentido que podían amar, o para aquellos cuyo corazón les dice que son dignos de ser amados, cuando la falta de esta o de cualquier otra aparente insignificancia les impide dar y recibir esa felicidad que parecen destinados a sentir y a ofrecer. De la misma forma, mal haría la humilde luciérnaga en despreciar ese poder de dar luz, sin el cual la mosca pasaría una y mil veces por su lado sin detenerse nunca junto a ella. La luciérnaga oiría en torno a ella el zumbido de las alas de la mosca y la buscaría en vano, como en vano intentaría dar a conocer su presencia, sin voz para llamarla, sin alas para perseguirla…; la mosca buscaría otra compañera, y la luciérnaga viviría y moriría en soledad. Éstas eran algunas de mis reflexiones por aquel tiempo. Podría continuar por este camino, podría profundizar mucho más y exponer otros pensamientos, proponer preguntas de difícil respuesta para el lector y deducir argumentos que podrían hacer tambalearse sus prejuicios, o provocar su sentido del ridículo al no poder comprenderlos, pero renunciaré a ello. Volvamos, por tanto, a la señorita Murray. Como es natural, acompañó a su madre al baile del martes, espléndidamente ataviada y feliz con la perspectiva de hacer uso de sus encantos. Como Ashby Park estaba a diez millas de Horton Lodge, tuvieron que salir bastante temprano, y yo pensé en pasar la tarde con Nancy Brown, a quien no había visto en mucho tiempo. Pero mi amable alumna se cuidó bien de que no pudiera ir ni allí ni a ningún otro sitio que no fuera el cuarto de estudios, encargándome que copiara una partitura, que me tuvo ocupada hasta casi la hora de retirarme. Al día siguiente, sobre las once de la mañana y tan pronto salió de su habitación, vino a contarme todo lo ocurrido. Según lo previsto, sir Thomas se le había declarado en el baile; un acontecimiento que confirmaba la enorme sagacidad de su madre o la habilidad de su estrategia. Yo me inclino más bien a creer que primero había trazado sus planes y después había predicho el éxito de éstos. Naturalmente, la proposición de matrimonio había sido aceptada y el novio debía visitar al señor Murray aquel mismo día para hablar de temas relacionados con el compromiso. Rosalie estaba encantada con la idea de convertirse en la señora de Ashby Park; se sentía fascinada por la perspectiva de la ceremonia nupcial —que imaginaba rodeada de pompa y esplendor—, de la luna de miel en el extranjero y de las diversiones que esperaba que seguirían después en Londres y en otros lugares. También parecía encantada con sir Thomas Ashley, o al menos en aquel momento, quizá porque le acababa de ver, había bailado con él y la había cubierto de halagos. Sin embargo, temblaba ante la idea de casarse tan pronto y deseaba que la ceremonia se retrasara, al menos por unos meses, igual que yo. Me parecía horrible que aquel evento se precipitara, sin que la pobre criatura tuviera tiempo para reflexionar sobre el paso irrevocable que se disponía a dar. Yo no quería arrogarme «la extrema vigilancia y el cuidado de una madre», pero la despiadada actitud de la señora Murray y su falta de consideración hacia el bienestar de su hija me horrorizaban. Mis advertencias y consejos, sin embargo, no recibieron ninguna atención, y todos mis esfuerzos por evitar lo que consideraba un error fueron en vano. La señorita Murray se reía de mis palabras y pronto descubrí que su rechazo a una unión inmediata se debía principalmente a su deseo de continuar rompiendo corazones entre los jóvenes caballeros que conocía antes de que su nuevo estado se lo impidiera. Fue por este motivo por lo que, antes de confiarme el secreto de su noviazgo, me hizo prometerle que no diría una palabra de ello a nadie. Al darme cuenta y, viendo cómo se hundía con más imprudencia que nunca en las profundidades de su cruel coquetería, dejé de sentir lástima por ella. «Que ocurra lo que tenga que ocurrir —pensé—. Se lo merece. No creo que sir Thomas sea demasiado malo para ella, después de todo. Y cuanto antes se vea incapacitada para engañar y hacer daño, mejor». La boda se fijó para el primero de junio. Entre esta fecha y el día en que se celebró el baile mediaban poco más de seis semanas, pero con la consumada habilidad de Rosalie y su determinación, muchas cosas podían suceder, incluso en un plazo tan breve, especialmente si Thomas iba a pasar la mayor parte de ese tiempo en Londres, hacia donde se dirigió, según se dijo, para tratar de algunos asuntos con su abogado y ultimar los preparativos para la boda. El novio procuró suplir su ausencia con un verdadero caudal de cartas amorosas, pero éstas no atraían la atención de los vecinos, ni les abrían los ojos, como hubiera sucedido con visitas personales. Por otra parte, la altivez y el amargo y reservado carácter de la anciana lady Ashby hicieron que la noticia no se propagara, y, como su delicada salud le impedía visitar a su futura nuera, el asunto se mantuvo en un silencio mayor del que es habitual en estos casos. Rosalie me enseñaba, de vez en cuando, las cartas de su prometido, para convencerme de que se convertiría en un marido amable y fiel. También me enseñaba las cartas de otro individuo, el desdichado señor Green, quien no tenía el valor o, según expresión de ella, el «arrojo» de exponer personalmente sus sentimientos, pero tampoco se daba por vencido, y escribía una carta tras otra. De haber podido ver las muecas de burla que el idolatrado objeto de sus sueños hacía al leer sus súplicas y escuchar su risa sarcástica y los epítetos que le dedicaba por su perseverancia, probablemente el señor Green no hubiera escrito aquellas cartas. —¿Por qué no le dice de una vez que está prometida? —le pregunté. —¡Es que no quiero que lo sepa! —contestó—. Si lo supiera, sus hermanas y todo el mundo se enterarían enseguida, y eso sería el fin de mi… Además, si se lo dijera, creería que mi compromiso es el único obstáculo que se interpone entre los dos y que yo me casaría con él si fuera libre, una idea que no le permito a ningún hombre, y a él menos que a nadie. Mientras tanto, el joven Meltham visitaba con bastante frecuencia la casa y, a juzgar por las acusaciones y reproches de Matilda, su hermana le concedía más atención de la que exigían las normas sociales; en otras palabras, que coqueteaba con él todo cuanto era admisible en presencia de sus padres. También hizo algunos intentos por volver a rendir al señor Hatfield a sus pies, pero éstos fueron infructuosos, y a la indiferente altanería de él respondió con un desprecio aún mayor, dedicándole las frases de desdén y aborrecimiento que antes había dedicado al vicario. Pero, en medio de todo aquello, no perdía de vista ni un momento al señor Weston. Aprovechaba cualquier oportunidad de encontrarse con él, ponía en juego todos sus poderes de fascinación y le acosaba como si realmente le amara —a él y a nadie más— y su felicidad dependiera de la reciprocidad de ese afecto. Aquella conducta excedía los límites de mi comprensión. Si hubiese leído algo parecido en una novela, lo habría tildado de increíble; si alguien me hubiera contado algo así, habría pensado que era falso o producto de una exageración; pero al verlo con mis propios ojos y tener que sufrir por ello, solo me quedaba pensar que la excesiva vanidad, como la embriaguez, endurece el corazón, esclaviza la mente y pervierte los sentimientos; y que los perros no son las únicas criaturas que, después de atracarse de comida, defienden con uñas y dientes los restos que son incapaces de tragar, negando el pedazo más pequeño a otro perro hambriento. La señorita Murray se volvió extraordinariamente pródiga con los pobres jornaleros. Su trato con ellos se hizo mucho más intenso, visitándolos con más frecuencia de lo que había hecho nunca antes. Con ello se ganaba la reputación de joven sencilla y caritativa, y esperaba que aquella fama llegara a oídos del señor Weston, a quien, por otra parte, tenía así la posibilidad de encontrarse casi a diario, en las casas de los jornaleros o en sus idas y venidas. De esa forma, también, y a través de los comentarios de éstos, se enteraba de los lugares en los que podía encontrarle y a qué hora, fuese a bautizar a un niño, o a visitar a los enfermos, a los afligidos o a los agonizantes. De acuerdo a la información, ejecutaba sus planes con gran habilidad. En estas excursiones llevaba a veces a su hermana, a quien, por algún medio que desconozco, había convencido o chantajeado para que participara en su estrategia. Otras, iba sola; jamás conmigo. De este modo se aseguraba de arrebatarme el placer de ver al señor Weston o de escuchar su voz, aunque fuera en conversación con otra persona; lo cual, al margen de lo doloroso que pudiera resultarme, significaba mucho para mí. Ni siquiera podía verle en la iglesia, ya que la señorita Murray, utilizando un pretexto banal, se apoderó de la esquina del banco familiar, que yo había ocupado desde mi llegada. Y, como mi posición me impedía sentarme entre el señor y la señora Murray, tenía que sentarme de espaldas al púlpito. Ni siquiera podía volver a casa dando un paseo con mis alumnas: me dijeron que, según su madre, no estaba bien visto que tres de las personas de la casa fueran andando y el matrimonio fuera solo en el coche; y, como ellas preferían ir dando un paseo, yo debía honrar a sus padres acompañándolos. —Además —me dijeron—, usted no anda tan deprisa como nosotras. Siempre se queda atrás. Yo sabía que aquellas excusas eran falsas, pero nunca las contradecía, conociendo bien los motivos que las dictaban. En el transcurso de aquellas seis semanas memorables, no fui nunca a la iglesia por la tarde. Un leve resfriado o el menor signo de indisposición se aprovechaba al instante para obligarme a permanecer en casa. Otras veces, aseguraban que no pensaban volver a salir en el día, y luego fingían cambiar de opinión, marchándose sin decirme nada, de forma que cuando yo me enteraba era demasiado tarde. Una de estas veces, al regresar a casa, me entretuvieron con un animado informe sobre la conversación que habían mantenido con el señor Weston durante su paseo de vuelta. —Nos preguntó si estaba enferma, señorita Grey —dijo Matilda—, y nosotras le dijimos que se encontraba usted perfectamente, pero que no quería ir a la iglesia… ahora creerá que se ha vuelto usted mala. De la misma forma, se las arreglaron cuidadosamente para que un encuentro casual entre el señor Weston y yo fuera imposible. Con el fin de evitar que pudiese ir a ver a la pobre Nancy Brown o a cualquier otra persona, la señorita Murray se cuidó de proporcionarme trabajo suficiente para mis horas de ocio. Siempre había un dibujo que terminar, una partitura que copiar o alguna tarea que me impedía ir más allá de un pequeño paseo por el jardín. Una mañana, después de haber asaltado al señor Weston, volvieron, radiantes, a relatarme su entrevista. —Nos ha vuelto a preguntar por usted —dijo Matilda, a pesar de que su hermana le hacía señas desesperadas para que sujetara la lengua—. Se preguntaba por qué nunca la veía con nosotras y, como sale usted tan poco, pensaba que debía de tener una salud delicada. —¡No dijo nada de eso, Matilda…! ¡Qué tonterías estás diciendo! —¡Eres una mentirosa, Rosalie! Sabes muy bien que lo dijo y tú contestaste… ¡Quieta, Rosalie!… ¡No me vuelvas a pellizcar!… Y Rosalie, señorita Grey, le dijo que su salud era perfecta, pero que prefería dedicarse a los libros y que leer era su único interés. «¡Qué idea debe de haberse formado de mí!», pensé. —Y la anciana señora Brown ¿no se interesa nunca por mí? —les pregunté. —Sí lo hace. Nosotras le decimos siempre que es usted tan amante de los libros y el dibujo que no tiene tiempo para nada más. —Pero ésa no es la razón. Si le hubieran dicho que estoy tan ocupada que no tengo tiempo para ir a verla, se habrían acercado más a la verdad. —Permítame que lo dude —replicó la señorita Murray, encendiéndose de repente—. Estoy segura de que dispone usted de tiempo más que suficiente ahora que apenas tiene que darnos clase. De nada hubiera servido discutir con aquellas criaturas tan caprichosas y atolondradas, de forma que me callé. Me había acostumbrado a guardar silencio cuando escuchaba cosas desagradables y a sonreír tranquilamente cuando me sangraba el corazón. Solo los que han experimentado cosas parecidas pueden imaginar lo que sentía mientras, sentada, con una sonrisa de pretendida indiferencia, escuchaba el relato de aquellos encuentros con el señor Weston, que tanto placer les proporcionaba describirme; oía cosas que le atribuían y que, conociendo el carácter de aquel hombre, sabía que eran exageraciones o perversiones de la verdad, cuando no mentiras…, cosas que le denigraban y que a ellas les divertían —sobre todo a la señorita Murray— y que yo hubiera deseado contradecir o, al menos, poner en duda; pero no me atrevía por miedo a que, al expresar mi desacuerdo, revelara mi interés hacia él. También oí otras cosas, que pensé y temí fuesen demasiado ciertas, pero debía ocultar la inquietud que sentía por él y mi indignación hacia ellas bajo una máscara de indiferencia. De otros comentarios —simples insinuaciones sobre algo que había dicho o hecho— sobre los que sí hubiese deseado escuchar más detalles, no me atreví sin embargo a preguntar. Así transcurrían aquellos días difíciles, sin que pudiera consolarme siquiera pensando: «Pronto se casará y quizá entonces renazcan mis esperanzas». Poco después de la ceremonia comenzarían mis vacaciones y cuando regresara era más que probable que el señor Weston se hubiera marchado, pues me habían dicho que el rector y él no se llevaban muy bien (naturalmente, por culpa del rector) y que iba a ser trasladado a otro lugar. No…, mi único consuelo, además de mi fe en Dios, era pensar que, aunque él no lo supiera, yo era más digna de su amor que Rosalie Murray, por muy bella y seductora que ésta fuese, porque yo apreciaba lo que él valía, algo que ella no podía hacer: yo dedicaría mi vida a procurar su felicidad, ella destruiría su felicidad a cambio de la momentánea satisfacción de su propia vanidad. «¡Si él pudiera advertir la diferencia que hay entre las dos!», hubiera exclamado apasionadamente. «Pero no, no dejaré que lea en mi corazón… Aunque si pudiera conocer la superficialidad, la vaciedad y la despiadada frivolidad de ella…, estaría a salvo, y yo me sentiría casi feliz, incluso si no volviese a verle nunca más». Me temo que, a estas alturas, el lector está casi molesto conmigo por la insensatez y debilidad que he expuesto ante él con tanta libertad. En aquel tiempo, sin embargo, no dejé que nadie conociera estos sentimientos —que no hubiera revelado ni a mi propia hermana o a mi madre, de haber estado en la misma casa—, y me sentía firmemente decidida a guardarlos en secreto. Los únicos testigos de mis oraciones, mis lágrimas, mis deseos y mis quejas éramos el cielo y yo. Cuando nos vemos atormentados por penas y anhelos, o sufrimos durante mucho tiempo a causa de intensos sentimientos que debemos guardar para nosotros mismos, para los cuales no podemos buscar la compasión de ningún semejante, y que tampoco podemos destruir, a menudo buscamos consuelo en la poesía, encontrándolo también, bien en las expresiones de otros que parecen armonizar con nuestro estado de ánimo, bien en nuestros propios intentos por expresar ideas y sentimientos, en versos quizá menos musicales, pero más adecuados y, por tanto, más penetrantes y amistosos, más dulces y con mayor poder para liberar y aliviar a nuestro oprimido y herido corazón. Antes del tiempo del que hablo, tanto en la mansión de Wellwood como en Horton Lodge, sintiéndome melancólica y nostálgica de mi hogar, había buscado alivio dos o tres veces en este tipo de consuelo. Ahora, más necesitada que nunca, volví a la poesía con más intensidad de lo que había hecho con anterioridad. Todavía conservo aquellas reliquias de pasados sufrimientos, que actúan para mí como esas cruces que se levantan en los caminos para conmemorar un acontecimiento. El tiempo borra las huellas, el paisaje puede cambiar, pero la cruz sigue allí para recordarnos cómo fueron las cosas. Pensando que quizá el lector sienta curiosidad por conocer alguna de estas expresiones, transcribiré aquí una breve muestra, advirtiendo que, por frías y lánguidas que estas líneas puedan parecer, deben su existencia a una pasión dominada por el dolor. ¡Oh, me han robado la esperanza que acariciaba mi espíritu! Esa voz que era mi felicidad, esa voz no me dejan escuchar. Ese rostro que era mi alegría, ese rostro no me deja ver. Me han robado todas tus sonrisas, de tu amor me han separado. Que todo me lo quiten si quieren, hay un tesoro que no pueden robarme: un corazón que sueña contigo y que tu corazón conoce. Sí, había algo que no podían robarme: podía pensar en él día y noche, y sabía que él era digno de mis pensamientos. Nadie le conocía como yo, nadie podía apreciarle como yo lo hacía, nadie podía amarle como yo… como yo le hubiese amado, de haber podido. Pero aquí estaba el mal. ¿Qué sentido tenía pensar tanto en alguien que nunca pensaba en mí? ¿No era absurdo? ¿No era un error? Y, sin embargo, si encontraba tanto placer pensando en él y guardaba para mí estos pensamientos que nadie conocía, «¿dónde estaba el mal?», me preguntaba a mí misma. Estos razonamientos hacían que no me esforzase por romper las cadenas de mi amor. No obstante, aunque estos pensamientos me procuraban placer, era éste un placer doloroso y lleno de inquietudes, muy próximo a la angustia; un placer que me causaba más daño del que podía sospechar. Seguramente, una persona de más juicio o experiencia que yo no se hubiera abandonado a este sentimiento de tal forma. Y aun así… ¡qué triste apartar la mirada de aquel brillante sueño y obligar a mis ojos a contemplar el espectáculo melancólico, gris y desolado que me rodeaba, la senda yerma y solitaria que se extendía ante mí! Debería haber buscado el consuelo de Dios, y haber convertido Su Voluntad en el placer y la empresa de mi vida, pero la fe era débil y la pasión, demasiado intensa. En aquellos días difíciles, tuve otras dos causas de aflicción. La primera puede parecer una trivialidad, pero me hizo derramar muchas lágrimas: Snap, mi pequeño compañero, silencioso, poco agraciado pero de ojos brillantes y fiel corazón, la única compañía que tenía y que me mostraba afecto, fue alejado de mí, yendo a parar a las manos de un trampero, un hombre famoso por el trato brutal que dispensaba a sus perros. La segunda era mucho más grave: las cartas que llegaban de mi casa daban a entender que la salud de mi padre había empeorado; y, a pesar de no contener frases alarmantes, el miedo y el desaliento crecían en mí, y no podía evitar pensar que una terrible calamidad se cernía sobre nosotros. Me parecía ver nubes negras condensándose sobre las colinas de mi infancia y oír el enfurecido murmullo de una tormenta que se disponía a arrasar nuestro hogar. XVIII. ALEGRÍA Y TRISTEZA El primero de junio llegó al fin y Rosalie Murray se convirtió en lady Ashby. ¡Estaba tan bella en su traje de novia! Nada más regresar de la iglesia, después de la ceremonia, entró corriendo en el cuarto de estudios, con las mejillas encendidas por la excitación y riendo… mitad alegre y mitad desesperada, o, al menos, ésa fue mi impresión. —Señorita Grey, ¡ya soy lady Ashby! —exclamó—. ¡Ya está! ¡Mi destino está sellado… ya no hay vuelta atrás! Vengo a que me felicite y a despedirme de usted. Y, luego… París, Roma, Nápoles, Suiza, Londres… ¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas cosas veré y oiré antes de mi regreso! Pero no se olvide de mí. Aunque haya sido una niña mala, yo tampoco me olvidaré de usted. Pero… ¿es que no va a felicitarme? —No puedo felicitarla —contesté— hasta no saber que este cambio trae cosas buenas a su vida, aunque sinceramente espero que así sea, y le deseo toda clase de felicidad y bendiciones. —Gracias. Y, ahora, adiós… el coche espera y me están llamando. Me dio un beso rápido y se alejó a toda prisa, para volver enseguida y abrazarme con más afecto del que le había creído capaz de sentir; después se marchó con lágrimas en los ojos. ¡Pobre muchacha! En aquel momento la quise realmente y la perdoné de corazón por todo el daño que me había causado… no solo a mí, sino a otros. Estaba segura de que no había sido consciente de la mitad de ese daño y rogué a Dios para que la perdonara también. Durante el resto de aquel día, triste y festivo a un tiempo, tuve permiso para hacer lo que quisiera. Como estaba demasiado alterada para dedicarme a una ocupación seria, me puse a vagar con un libro en las manos durante horas, pensando más que leyendo, ya que tenía muchas cosas sobre las que reflexionar; y, por la tarde, aproveché mi libertad para visitar una vez más a mi vieja amiga Nancy, con la idea de disculparme por mi larga ausencia —que ella debía haber interpretado como una gran desatención y falta de amistad por mi parte—, explicándole lo ocupada que había estado, y leer para ella, charlar o ayudarla, según sus preferencias. Como es natural, también deseaba referirle la novedad de aquel día tan importante y, quizá, obtener un poco de información sobre la marcha del señor Weston. Pero de esto no sabía nada Nancy, e, igual que ella, confié en que se tratara de un falso rumor. Nancy se alegró mucho de verme, aunque, afortunadamente, su vista había mejorado tanto que ya casi podía pasarse sin mi ayuda. Se mostró muy interesada por la boda, pero mientras intentaba divertirla con los detalles de la fiesta, el esplendor del banquete y la belleza de la novia, la vi suspirar y mover negativamente la cabeza, repitiendo que ojalá todo aquello fuera para bien. Y es que, igual que yo, Nancy veía aquel asunto más como un motivo de tristeza que de alegría. Me quedé largo rato conversando con ella sobre esta y otras cosas… pero no vino nadie. ¿Debo confesar que miré algunas veces hacia la puerta con la esperanza de verla abrirse de pronto y que el señor Weston hiciese su entrada por ella, como había pasado una vez? ¿Y que a mi regreso, atravesando campos y caminos, me detuve con frecuencia para mirar a mi alrededor, andando con más lentitud de la que requería una tarde como aquélla, agradable pero no excesivamente calurosa? ¿Debo confesar que me invadió una sensación de vacío y de decepción al llegar a la casa sin haberme encontrado con nadie, sin haber visto a nadie, salvo a unos cuantos labriegos que volvían de su trabajo? Pero el domingo estaba próximo y entonces podría verle. Ahora que la señorita Murray se había marchado, volvería a ocupar mi puesto en la esquina del banco… Le vería otra vez, y por su aspecto, su voz y su actitud sabría si aquel matrimonio le había afligido mucho. Afortunadamente, no logré percibir ningún cambio en él. Tenía el mismo aspecto que hacía dos meses, y nada en su voz o en su mirada denotaba la menor alteración. La misma verdad y emoción de su discurso, la misma claridad de su estilo, la misma sencillez de palabra y de obra, todo lo que hacía que sus palabras no se dirigieran a los oídos de quienes le escuchaban, sino a sus corazones. Regresé caminando a casa con la señorita Matilda, pero él no nos acompañó. Matilda acusaba mucho la falta de diversión y se sentía muy necesitada de compañía. Sus hermanos estaban en el colegio, su hermana se había casado y estaba de viaje, y ella era demasiado joven para ser admitida en sociedad, a la cual, siguiendo el ejemplo de Rosalie, comenzaba a aficionarse… o, al menos, a la compañía de cierta clase de caballeros. Por otra parte, la veda de caza hacía que ésta fuera la época más aburrida del año; pues, aunque ella no tenía permiso para salir con los cazadores, se divertía viendo a su padre o a los monteros salir con los perros y charlando con ellos a su regreso sobre las piezas cobradas. Además, ahora se le negaba la compañía que en otro tiempo había encontrado en el cochero, en el mozo de cuadra o en los caballos; ya que su madre, después de haber colocado tan satisfactoriamente a su hija mayor y orgullo de su corazón, a pesar de los inconvenientes de la vida en el campo, concentró toda su atención en la menor, y, alarmada por la grosería de sus modales, y pensando que había llegado el momento de reformarla, se dispuso por fin a ejercer toda su autoridad y prohibió por completo todo contacto con patios, perreras, establos y cocheras. Naturalmente, la hija se negó a obedecer las nuevas órdenes; pero, si hasta entonces había sido indulgente, una vez provocado, el carácter de la madre no era tan fácil de doblegar como el de la institutriz, y la hija no podía pasarlo por alto con impunidad. Después de múltiples discusiones entre madre e hija, de violentas escenas que me avergonzaba presenciar, en las que a menudo se recurría a la autoridad paterna para confirmar, con juramentos y amenazas, las prohibiciones de la madre —pues hasta él se daba cuenta de que «su Matilda» podía haber sido un chico del que sentirse orgulloso, pero no se comportaba como la señorita que en realidad era—, Matilda se convenció de que lo mejor que podía hacer era mantenerse alejada de los lugares prohibidos, aunque de vez en cuando iba allí furtivamente, sin que su madre se enterara. En medio de todo aquello, es evidente que tampoco yo escapaba de muchas reprimendas y velados reproches que no por no ser expresados abiertamente dejaban de ser mordaces, y, por el contrario, me herían con más intensidad, puesto que, por este mismo motivo, me impedían defenderme. A menudo, me pedían que entretuviese a la señorita Matilda con otras cosas, y que le recordara los preceptos y prohibiciones de su madre. Yo intentaba cumplir con mis obligaciones lo mejor posible, pero Matilda no podía divertirse en contra de su voluntad ni de sus gustos, y aunque yo no me limitara a recordarle lo que tenía que hacer, y la reconviniera con suavidad, mis esfuerzos resultaban completamente inútiles. —Querida señorita Grey, ¡me resulta tan difícil de entender…! Supongo que no puede usted evitarlo, si no está en su naturaleza… pero, de verdad, no entiendo cómo no puede usted ganarse la confianza de esa niña y hacer que su compañía le resulte al menos tan agradable como la de Robert o la de Joseph. —Es que ellos hablan de cosas que a ella le interesan más —repliqué. —¡Vaya confesión tan extraña, viniendo de su institutriz! ¿Quién tiene que formar los gustos de una señorita si no lo hace su propia institutriz? He conocido institutrices que se han identificado de tal forma con la reputación de sus pupilas, en lo que se refiere a su elegancia y a sus modales, que se habrían sonrojado antes de pronunciar una palabra en contra de ellas; y para quienes escuchar el menor reproche dirigido a sus pupilas era peor que una crítica a su propia persona… y esto es algo que me parece muy natural. —¿Lo cree así, señora? —Naturalmente. Las cualidades y la elegancia de una discípula tienen mayores consecuencias para su institutriz que para ella misma. Si desea progresar en su profesión, deberá volcar todas sus energías en esa tarea, todas sus ideas y toda su ambición deberán encaminarse a cumplir con ese objetivo. Cuando queremos decidir sobre los méritos de una institutriz, observamos, como es natural, a las señoritas que ha educado, y juzgamos de acuerdo a lo que vemos. Esto lo sabe cualquier institutriz juiciosa; sabe que, mientras ella vive en la oscuridad, las virtudes y defectos de sus alumnas aparecen a la vista de todos, y que, a no ser que se olvide de sí misma, no podrá confiar en el éxito de su tarea. »Sucede, señorita Grey, como en cualquier otra profesión u oficio: quienes desean progresar deben dedicarse en cuerpo y alma a su trabajo, y, si comienzan a ceder a la indolencia o a la autoindulgencia, se ven enseguida sobrepasados por competidores más sensatos. No existe gran diferencia entre una persona que arruina a sus discípulas por negligencia y otra que las corrompe con su ejemplo. »Confío en que sabrá disculpar estas pequeñas sugerencias… sabe usted que lo hago por su propio bien. Muchas señoras le hablarían de forma mucho más dura, y otras muchas no se molestarían en hablarle en absoluto y se limitarían a buscar una sustituta. Eso sería lo más sencillo, claro; pero soy consciente de las ventajas que un lugar como éste representa para una persona en su situación, y no tengo ningún deseo de que se vaya, estando segura, como estoy, de que cumplirá perfectamente con sus obligaciones si piensa en estas cosas que le he explicado y pone usted un poquito más de su parte. Estoy convencida de que pronto adquirirá la delicadeza de tacto que es necesaria para ejercer la debida influencia sobre el carácter de su alumna. Estuve a punto de dar a la señora una ligera idea sobre lo equivocado de sus expectativas, pero, tan pronto como terminó su discurso, salió de la habitación con paso majestuoso. Dicho lo que tenía que decir, esperar una respuesta no formaba parte de su plan: mi misión era oír y callar. No obstante, como ya he dicho, Matilda acabó cediendo, en cierta medida, a la autoridad de su madre (¡qué pena que no la ejerciera antes!) y, viéndose privada así de casi todas sus fuentes de diversión, lo único que le quedaba era salir a montar a caballo, acompañada por su mozo de cuadra, dar largos paseos con su institutriz y visitar las casas de los jornaleros que trabajaban en la finca de su padre, con cuya conversación mataba un poco el tiempo. Fue en uno de estos paseos cuando tuvimos la oportunidad de encontrarnos con el señor Weston. Siendo esto lo que había anhelado tanto tiempo, por un momento deseé que alguno de los dos fuese invisible o estuviese lejos de allí. El corazón me latía con tal fuerza que temí que mi rostro revelara algún signo de emoción; pero él apenas me miró, y pronto recobré la calma. Tras un breve saludo dirigido a las dos, el señor Weston preguntó a Matilda si había tenido noticias de su hermana. —Sí —contestó ella—. Me escribió desde París. Dice que está muy bien y muy contenta. Pronunció esta última palabra con gran énfasis y con una mirada un poco impertinente y maliciosa. Él no pareció darse cuenta y contestó, con el mismo énfasis, aunque seriamente: —Espero que continúe siendo tan feliz. —¿Lo cree usted posible? —me atreví a preguntar, aprovechando que Matilda había salido corriendo, detrás de su perro, que perseguía a una liebre. —No sé qué decirle —replicó él—. Puede que sir Thomas sea mejor persona de lo que yo pienso pero, por todo lo que he oído, me parece una lástima que una muchacha tan joven, tan alegre y tan… interesante, para expresarlo en una sola palabra, cuyo mayor defecto, si no el único, parece ser su despreocupación… no un defecto pequeño, la verdad sea dicha, porque hace que quien lo tiene esté expuesto a muchas tentaciones… En cualquier caso, me parece una lástima que haya ido a parar con un hombre de esa naturaleza. Supongo que ha sido la voluntad de su madre, ¿no es así? —Sí, aunque creo que también la suya, porque siempre se burló de mis intentos por disuadirla de dar ese paso. —¿Intentó disuadirla? Entonces al menos tendrá la satisfacción de saber que, si termina mal, no habrá sido culpa suya. Por lo que se refiere a la señora Murray, no sé cómo puede justificar su conducta. Si tuviese suficiente amistad con ella, se lo preguntaría. —Parece increíble, pero algunas personas piensan que la posición social y la riqueza son los bienes más importantes de la vida, y con asegurárselos a sus hijos creen cumplido su deber. —Es cierto, pero ¿no le parece extraño que personas experimentadas, y además casadas, tengan un juicio tan equivocado? Matilda volvió en ese momento, jadeante y trayendo en la mano el cuerpo herido de una pequeña liebre. —¿Era su intención matar a esa liebre o salvarla, señorita Murray? — preguntó el señor Weston, sorprendido ante la expresión radiante de ella. —Mi intención era salvarla —respondió ella, con sinceridad—, porque estamos en mitad de la época de veda; pero la verdad es que me ha gustado verla morir. De todas formas, los dos son testigos de que no he podido hacer nada por salvarla: Prince estaba decidido a hacerse con ella, la cogió por el lomo y la mató en un minuto. ¿No creen que ha sido una caza justa? —¡Oh, sí, mucho! ¡Para una señorita! Había un velado sarcasmo en el tono de su respuesta que no pasó inadvertido a Matilda. A continuación, ésta se encogió de hombros y, volviéndose hacia mí con un significativo «¡Bah!», me preguntó si me había divertido el espectáculo. Le dije que no encontraba ninguna diversión en aquellas cosas, aunque tuve que admitir que no me había fijado demasiado en lo que sucedía. —¿No vio cómo se encogía, muerta de miedo, como una liebre vieja? ¿No la oyó chillar? —Me alegra decir que no. —Gritaba como un niño. —¡Pobrecita! ¿Qué va a hacer con ella? —Vamos… La dejaré en la primera casa que encontremos. No quiero llevarla a casa por miedo a que papá me riña por haber dejado que el perro la matara. El señor Weston se despidió de nosotras y proseguimos nuestro camino. Pero al regresar, después de haber dejado la liebre en una granja y recibido un trozo de pastel y licor de grosella a cambio, volvimos a encontrarlo. Llevaba un ramito de preciosas campánulas en la mano, que me ofreció, con una sonrisa, comentando que, aunque me había visto tan poco en los dos últimos meses, no había olvidado que las campánulas se contaban entre mis flores favoritas. Aquel gesto me pareció un acto de simple amabilidad, exento de toda intención galante, sin una mirada que pudiera interpretarse como «tierna y reverencial adoración» (véase señorita Murray); pero, aun así, resultaba agradable que recordase tan bien un simple comentario mío; resultaba agradable que recordase con tanta precisión el lapso de tiempo en el que yo había estado «desaparecida». —Me han dicho que es usted un verdadero ratón de biblioteca, señorita Grey —comentó él—, y que se abstrae de tal forma en sus estudios que no piensa en ninguna otra cosa. —¡Y es la verdad! —exclamó Matilda. —No, señor Weston, no lo crea. Es una calumnia. Estas señoritas son muy aficionadas a emitir juicios caprichosos a expensas de sus amistades, y no debería tomarlas muy en serio. —Confío en que en este caso sea así. —¿Por qué? ¿Le parece mal que las mujeres estudien? —No, pero no me parece bien que alguien, sea hombre o mujer, se vuelque de tal forma en el estudio que no tenga ojos para nada más. Excepto en casos muy particulares, creo que la dedicación constante al estudio es una pérdida de tiempo y que daña al espíritu tanto como al cuerpo. —Bueno, yo no tengo ni el tiempo ni la inclinación necesarios para hacer tal cosa. Nos separamos de nuevo. Y bien… ¿qué hay de particular en todo esto? ¿Por qué lo he referido aquí? Porque, lector, aquello fue lo suficientemente importante para mí como para depararme una tarde alegre, una noche de sueños agradables y una mañana de maravillosas esperanzas. Alegría sin fundamento, locos sueños, vanas esperanzas… dirá quien me lea, y no me atrevería a negarlo, pues yo misma lo pensé muchas veces. Pero nuestros deseos son como la yesca: el pedernal y el acero de las circunstancias arrancan chispas que enseguida se desvanecen, a menos que éstas caigan sobre esa yesca de nuestros deseos; cuando esto sucede, las chispas se inflaman y la llama de la esperanza se enciende. Pero, ¡ay!, aquella misma mañana, la vacilante llama de mi esperanza se apagó bruscamente con una carta de mi madre, en la cual me informaba de que la salud de mi padre había empeorado seriamente, y temí que hubiera poca o ninguna esperanza de recuperación; y, a pesar de lo próximas que estaban mis vacaciones, temblé al pensar que éstas llegaran demasiado tarde para verle aún con vida. Dos días después, una carta de mi hermana Mary me informaba de que su vida se extinguía y que el fin parecía inminente. Nada más leerla, pedí permiso para adelantar mis vacaciones y marcharme inmediatamente. La señora Murray me miró sorprendida, como si no entendiera la inusitada energía y aplomo con la que formulaba mi petición, y me dijo que no creía que la situación fuera tan desesperada. No obstante, terminó por darme su permiso, no sin antes dejar claro que «no había ningún motivo para preocuparse de tal forma por el asunto… que quizá no fuera sino una falsa alarma… que, además, no dejaba de ser un acontecimiento más en el curso de la naturaleza… que todos debíamos morir algún día, y que yo no era la única persona afligida en el mundo». Finalmente, me ofreció el faetón para que me llevara a O. —Y en vez de lamentarse, señorita Grey, dé gracias por los privilegios de que disfruta. Hay más de un clérigo pobre cuya muerte sumiría a su familia en la ruina, pero usted tiene amigos influyentes que están dispuestos a continuar ayudándola y a mostrarle toda clase de consideraciones. Le di las gracias por sus «consideraciones» y corrí a mi habitación a hacer algunos preparativos para mi viaje. Después de ponerme el sombrero y el chal, y de meter a toda prisa alguna ropa en mi baúl más grande, volví a bajar; aunque podía haberme tomado aquel trabajo con más calma, porque, aparte de mí, nadie más parecía tener prisa, y tuve que esperar largo rato al faetón. Finalmente llegó y emprendimos la marcha. Pero ¡qué viaje tan terrible fue aquél! ¡Qué distinto de todos los que había hecho hasta entonces! Llegué tarde para coger la última diligencia a…; tuve que alquilar un cabriolé para recorrer una distancia de diez millas y luego un carro para cruzar las escabrosas colinas. Eran las diez y media cuando llegué a mi casa. No estaban acostados. Mi madre y mi hermana salieron a recibirme al pasillo, tristes, silenciosas, pálidas. Sentí tal impresión y miedo que no acerté a preguntar lo que tanto deseaba y temía saber. —Agnes —dijo mi madre, luchando por contener su fuerte emoción. —¡Oh, Agnes! —exclamó mi hermana, estallando en lágrimas. —¿Cómo está? —pregunté angustiada. —¡Muerto! Aquélla era la respuesta que yo había anticipado; no por ello el golpe dejó de ser menos terrible. XIX. LA CARTA Los restos mortales de mi padre habían sido ya enterrados, y nosotras, con tristes semblantes y vestidas de luto, nos sentamos a la mesa, servida con un frugal desayuno, para discutir planes sobre nuestro futuro. Ni siquiera ante aquel inmenso dolor flaqueó la entereza de mi madre: aunque cruelmente herido, su ánimo no se vino abajo. El deseo de Mary era que regresara a Horton Lodge y que nuestra madre se fuera a vivir con ella y con el señor Richardson a la vicaría, asegurando que él lo deseaba tanto como ella, y que la experiencia y el carácter de mi madre no serían sino una bendición para ellos, quienes, por su parte, harían todo lo posible para que fuese feliz. Pero de nada sirvieron ruegos ni argumentos: mi madre estaba decidida a no aceptar aquel ofrecimiento; no porque pusiera en duda ni un momento la sinceridad de su hija, sino porque afirmaba que mientras Dios le conservara las fuerzas y la salud las utilizaría para procurarse su propio sustento, sin ser una carga para nadie, incluso si su hija no sentía esta dependencia como una carga. Si pudiera permitirse permanecer en la vicaría de…, pagando una renta, preferiría aquella casa a cualquier otro lugar, y si las circunstancias se lo impedían, su deseo era no entrar allí sino como una visitante ocasional, a no ser que la enfermedad o una desgracia hicieran su presencia realmente necesaria, o la edad y los achaques la incapacitaran para mantenerse a sí misma. —No, Mary —dijo—; lo que el señor Richardson y tú podáis ahorrar debéis guardarlo para vuestra familia. Agnes y yo debemos ganarnos nuestro propio sustento. Gracias a que tuve dos hijas que educar, no he olvidado lo que tuve que aprender para sacarlas adelante. Con la ayuda de Dios me sobrepondré a este golpe —dijo, mientras, a pesar de sus esfuerzos por reprimirlas, las lágrimas le corrían por las mejillas. Pero se las enjugó y, recobrando su aplomo, continuó—: Me sobrepondré y buscaré una casa pequeña en algún lugar populoso y floreciente, donde podamos encargarnos de la educación de algunas señoritas, en régimen de pensión, si es posible, y del mayor número de alumnas externas que podamos atender. Estoy segura de que los amigos y parientes de vuestro padre nos enviarán alumnas o nos recomendarán a sus conocidos. No tendré que recurrir a mi familia. ¿Qué te parece, Agnes? ¿Estarías dispuesta a dejar tu actual empleo y probar suerte? —Claro que sí, mamá —contesté—. Con el dinero que tengo ahorrado podremos amueblar la casa. Lo sacaré del banco inmediatamente. —Solo cuando sea necesario. Primero tenemos que encontrar la casa y hacer todos los preparativos. Mary se ofreció a prestarnos sus ahorros, pero mi madre los rechazó, diciendo que debíamos empezar de forma modesta. Esperaba que, uniendo lo que yo tenía, o una parte, a lo que pudiera obtener de la venta de nuestros muebles y a lo poco que nuestro querido padre había conseguido ahorrar para ella, una vez pagadas sus deudas, tendríamos lo suficiente para la Navidad, y era de esperar que para entonces nuestros esfuerzos comenzaran a dar sus frutos. Finalmente acordamos adoptar este plan y decidimos ponernos manos a la obra enseguida; mi madre se encargaría de hacer las averiguaciones necesarias, yo regresaría a Horton Lodge al término de las cuatro semanas de vacaciones y, una vez estuviera todo dispuesto para la inauguración de nuestra escuela, notificaría a la familia mi marcha definitiva. Discutíamos sobre estas cosas la mañana a la que he hecho mención, unos quince días después de la muerte de mi padre, cuando el cartero trajo una carta para mi madre. Al verla, el rubor cubrió sus mejillas, en los últimos tiempos muy pálidas por las noches de vigilia y el profundo dolor. —¡Es de mi padre! —exclamó, apresurándose a abrir el sobre. Hacía muchos años que no había tenido noticias de su familia. Naturalmente, me sentía intrigada por el contenido de la carta y observé su cara mientras la leía, sorprendiéndome un poco al ver que se mordía los labios y enarcaba las cejas, como si estuviera enfadada. Cuando terminó de leerla, y de forma un tanto despreciativa, la arrojó sobre la mesa, y, con una sonrisa desdeñosa, dijo: —Vuestro abuelo ha tenido el detalle de escribirme. Dice que sin duda debí de arrepentirme de mi «desgraciado matrimonio» hace mucho tiempo, y que si me avengo a reconocerlo y a confesar el error que cometí al desoír sus consejos, y por el que he tenido que sufrir tanto, volverá a convertirme en una dama, «si es que es posible después de haber caído tan bajo», y recordará a mis hijas en su testamento… »Tráeme la escribanía, Agnes… Voy a contestar esta carta inmediatamente… Pero, antes, como es posible que os prive a ambas de una herencia, quiero deciros cuál es mi respuesta. Pienso decirle que está equivocado al suponer que puedo lamentar el nacimiento de mis hijas, que son el orgullo de mi vida y serán el consuelo de mi vejez, o de los treinta años que he pasado junto al mejor de los maridos; y que, incluso si nuestras desgracias hubiesen sido tres veces más grandes de lo que han sido, a no ser que yo hubiera sido la responsable de ellas, me habría sentido dichosa de compartirlas con vuestro padre y de haberlas enfrentado tan bien como hubiese podido; y que, incluso si los sufrimientos que padeció durante su enfermedad hubieran sido diez veces mayores, no podría lamentar haberle cuidado e intentado aliviarlos; que las desgracias y los sufrimientos que tuvo que padecer hubieran sido los mismos de haberse casado con una mujer más rica, pero que soy lo bastante egoísta como para creer que ninguna otra mujer habría podido aliviarlos como yo lo hice, y no por ser superior a las demás, sino porque habíamos nacido el uno para el otro; y que no puedo arrepentirme de las horas, los días y los años de felicidad que hemos vivido juntos, una felicidad que ninguno de los dos habría podido tener sin el otro; y que haber sido su enfermera durante su enfermedad y el consuelo de su aflicción no ha sido para mí sino un privilegio. ¿Os parece bien, hijas, o debería decirle que lamento mucho lo sucedido durante los últimos treinta años, y que mis hijas desearían no haber nacido nunca, pero que ya que han tenido esta desgracia estarían agradecidas de recibir cualquier limosna que su abuelito tenga a bien otorgarles? Naturalmente, ambas aplaudimos la resolución de nuestra madre. Mary recogió las cosas del desayuno, yo traje la escribanía y mi madre escribió y envió la carta enseguida. Desde aquel día no volvimos a saber nada de nuestro abuelo, hasta que, mucho tiempo después, vimos su esquela mortuoria en el periódico: todos sus bienes pasaban, por supuesto, a manos de nuestros ricos y desconocidos primos. XX. EL ADIÓS Mi madre y yo alquilamos para nuestra escuela una casa en A. —un pueblo cuyas aguas estaban entonces de moda— y obtuvimos la promesa de contar con dos o tres alumnas para la fecha de su inauguración. Yo regresé a Horton Lodge a mediados de julio, dejando a mi madre encargada de terminar con los trámites del alquiler, de conseguir más alumnas, vender los muebles de nuestra antigua casa y hacer los arreglos necesarios para la nueva. A menudo nos compadecemos de los pobres porque apenas pueden permitirse llorar a sus familiares muertos, obligados a trabajar a pesar del inmenso dolor que los embarga, pero ¿no es la actividad el mejor remedio para afrontar un dolor abrumador, el mejor antídoto contra la desesperación? Puede que sea un consuelo difícil: tener que enfrentarse a las cargas de la vida cuando no encontramos alivio en sus bondades; verse en la obligación de trabajar cuando el corazón está a punto de quebrarse y el espíritu afligido solo desea paz para llorar en silencio puede parecer duro, pero ¿no es el trabajo mejor que esa paz que codiciamos? ¿Y no es menos doloroso ese insignificante esfuerzo que el continuo rumiar sobre el inmenso dolor que nos ahoga? Además, no hay trabajo ni preocupaciones que no comporten una cierta esperanza, aunque solo sea la de cumplir con nuestra triste tarea, ver realizado un proyecto o escapar de otro problema. Sea como fuere, estaba contenta de que mi madre tuviera tanta actividad y disfrutara poniendo en práctica todas sus dotes. Nuestros amables vecinos lamentaron que una mujer que en otro tiempo ocupara una posición social tan elevada se viera reducida a la miseria en un momento tan doloroso de su vida, pero yo estoy convencida de que si hubiera podido permanecer en nuestra casa —el escenario que había acogido primero su felicidad y después su aflicción —, sin ninguna obligación que la apartase de su incesante duelo, su dolor habría sido tres veces mayor. No me detendré a relatar lo que sentí al abandonar mi antigua casa, el jardín familiar, la pequeña iglesia del pueblo —doblemente querida para mí, ahora que mi padre, después de haber predicado y rezado entre sus muros durante treinta años, descansaba bajo sus losas—; las viejas y yermas colinas, bellas en su desnudez, con sus angostos y sonrientes valles de verdes bosques y aguas cristalinas; la casa donde había nacido, el escenario de mis primeros sueños, el lugar donde había estado siempre mi corazón… ¡Tenía que dejar todo aquello para no volver! Es cierto que regresaba a Horton Lodge, donde, entre tantas cosas perniciosas, me esperaba una fuente de placer. Pero era un placer mezclado con un dolor excesivo, y mi estancia allí, ¡ay!, se limitaría a seis semanas. Y los días de aquel espacio de tiempo, precioso para mí, volaban sin que pudiera verle ni una sola vez. Excepto en la iglesia, y desde mi llegada, tuvieron que pasar dos semanas para que se produjera un encuentro. Aquél me pareció un tiempo eterno. Como salía de paseo a menudo con mi inquieta alumna, casi todos los días veía renacer mis esperanzas, aunque éstas se tornaban siempre en decepciones. «Aquí tienes la prueba, si tienes valor para mirarla de frente o la humildad para reconocerla, de que no le importas —le decía a mi corazón—. Si pensara en ti la mitad de lo que tú piensas en él, habría intentado encontrarse contigo… sé sincera contigo misma. Termina con esta tontería, no tienes la menor esperanza… Aparta de tu mente esos dolorosos pensamientos y locos deseos, y concéntrate en tu deber y en la triste y vacía existencia que te ha tocado vivir». Pero al fin le vi. Se me apareció de repente, cuando atravesaba una campiña, de regreso de una visita a Nancy Brown, que hice aprovechando un momento en que Matilda Murray había salido a montar a su yegua sin par. Debía de haber oído algo sobre la terrible pérdida que yo había sufrido, pero no me ofreció sus condolencias, y casi como saludo me preguntó: —¿Cómo está su madre? Ésta no era una pregunta de las que se hacen por pura cortesía, porque yo nunca le había dicho que tuviera una madre. Si es que lo sabía, debía de haberse enterado por otros… Además, en el tono de su pregunta había sincera buena voluntad y profunda simpatía. Le agradecí su interés con educación y le dije que se encontraba todo lo bien que cabía esperar en aquellas circunstancias. —¿Y qué hará ahora? —preguntó a continuación. Muchas personas habrían encontrado esta pregunta impertinente y habrían eludido una respuesta, pero aquella idea nunca se me pasó por la cabeza, y le hice un somero resumen sobre los planes y proyectos de mi madre. —¿De modo que se marchará pronto de aquí? —preguntó. —Sí, dentro de un mes. El señor Weston se quedó serio por un momento, como si estuviera pensando. Yo confiaba en que iba a decirme que lamentaba mi marcha, pero, cuando volvió a hablar, se limitó a decir: —¿Debo creer que desea usted marcharse? —Sí, en cierta forma —contesté. —¿En cierta forma? ¿Qué podría hacerle lamentar su marcha? Me sentí un poco molesta por esta pregunta, porque me turbaba. Solo tenía un motivo para lamentar mi marcha, y éste era un profundo secreto sobre el que él no tenía derecho a preguntarme. —¿Por qué supone usted que no me gusta este lugar? —repliqué. —Usted misma me lo dijo —fue su contundente respuesta—. Por lo menos me dijo que no podía vivir feliz sin un amigo, que no había encontrado ninguno aquí y que no creía que lo encontrara… Además, tiene usted motivos para que no le guste. —Si recuerda bien mis palabras, lo que dije o quise decir fue que no podía vivir feliz sin tener un amigo en el mundo. No soy tan egoísta como para pretender tenerlo siempre cerca de mí. Creo que podría ser feliz en una casa habitada por enemigos si… Pero, no, no podía acabar aquella frase. Me interrumpí y añadí apresuradamente: —Además, no es posible abandonar sin cierto sentimiento de tristeza un lugar en el que se ha vivido durante dos o tres años. —¿Sentirá separarse de la señorita Murray…, la única alumna y compañía que le queda? —Me atrevería a decir que sí, en cierta medida… También sentí separarme de su hermana. —Lo creo. —Matilda es igual de… yo diría que es mejor que su hermana, al menos en un aspecto. —¿Cuál? —Es honrada. —¿Y la otra no? —No podría llamarla mentirosa, pero debo confesar que es un poco ladina. —¿Ladina? Yo advertí que era voluble y vanidosa. Puedo creer que también era ladina —añadió tras una pausa—, quizá hasta el extremo de parecer sumamente ingenua y sincera. Sí —musitó—, quizá eso explique algunas cosas que no entendía bien. Después de ese comentario, el señor Weston llevó la conversación a otros temas más generales y no se despidió de mí hasta casi la entrada del parque. Era evidente que se había desviado un poco de su camino para acompañarme, porque le vi retroceder hasta Moss Lane, cuya entrada habíamos dejado atrás un poco antes. Ni qué decir tiene que no lamenté esa circunstancia… lo único que lamentaba era que se hubiera separado de mí, que no continuara caminando a mi lado, y que aquel corto y delicioso intercambio de palabras hubiera llegado a su fin. Él no había pronunciado una palabra de amor, ni había dejado escapar una sola muestra de ternura o afecto; sin embargo, yo me había sentido transportada de felicidad. Estar cerca de él, oírle hablar como lo había hecho… Sentir que me consideraba digna de dirigirme la palabra, que me consideraba capaz de entender y valorar el sentido de su discurso… Esas cosas eran suficientes para mí. «Sí, Edward Weston, podría haber sido feliz en una casa habitada por enemigos, si hubiera tenido un solo amigo que me amara verdadera, profunda y fielmente, y si ese amigo hubieras sido tú, aunque estuviésemos separados, aunque apenas recibiéramos noticias el uno del otro, aunque no nos viésemos, aunque el trabajo, las dificultades y las desgracias rodearan mi vida… Incluso así… ¡Hubiera sido tan feliz! Pero ¿quién podría decirme lo que podía depararme este mes? —continué diciéndome, mientras cruzaba el parque—. He vivido casi veintitrés años, he sufrido mucho y apenas he conocido la alegría. ¿Es posible que mi vida continúe siempre siendo tan sombría? ¿No existe la posibilidad de que Dios haya escuchado mis oraciones, que aparte las sombras que se ciernen sobre mí y me conceda algunos rayos de su luz divina? ¿Me negará esa bendición que otros reciben sin pedirla ni agradecerla? ¿No tengo derecho a mantener la esperanza?». Y así lo hice: mantuve la esperanza… durante un tiempo. Pero, ¡ay!, éste pasaba velozmente, una semana seguía a la otra y, a excepción de una visión fugaz y de dos brevísimos encuentros, en los que estuve acompañada de Matilda y apenas intercambiamos unas palabras, no pude verle, salvo en la iglesia. Había llegado el último domingo y, con él, el último oficio religioso. Varias veces estuve a punto de estallar en lágrimas durante el sermón… el último que iba a escuchar de él, el mejor que iba a escuchar de labios de nadie. El sermón terminó, los feligreses se dispersaron, yo debía seguirlos… Le había visto y había escuchado su voz probablemente por última vez. En el patio de la iglesia, las señoritas Green se abalanzaron sobre Matilda. Tenían que hacerle muchas preguntas sobre su hermana y sobre no sé cuántas cosas más. Yo solo quería que aquello terminara cuanto antes y volver rápidamente a Horton Lodge; soñaba con la soledad de mi cuarto o con algún rincón apartado donde pudiera desahogar mis sentimientos, llorar mi último adiós y lamentar mis falsas esperanzas y vanas ilusiones… Solo una vez más, y me despediría de aquella ensoñación infructuosa. Después, mi triste e ineludible realidad ocuparía mi pensamiento. Pero, mientras pensaba de aquella forma, una voz susurró junto a mí: —Supongo que se marcha esta semana, señorita Grey… —Sí —contesté. Me sentí completamente turbada. De haber tenido cierta inclinación hacia la histeria, que no tengo, me habría comprometido dejando entrever mis emociones de alguna forma. Gracias a Dios, no lo hice. —Bien —dijo el señor Weston—. Me gustaría despedirme de usted… Me imagino que no volveré a verla antes de su partida. —Adiós, señor Weston —dije. ¡Oh, de qué forma tuve que luchar para aparentar calma! Le di la mano. Él la retuvo unos segundos entre las suyas. —Es posible que volvamos a encontrarnos —dijo él—. ¿Tendría para usted alguna importancia que eso ocurriera? —Sí, me gustaría mucho verle de nuevo. No podía decir menos. Estrechó suavemente mi mano y se marchó. Me sentí de nuevo feliz, aunque más que nunca hubiera deseado romper a llorar. Si hubiese tenido que hablar en ese momento, no habría podido contenerme, y aun así apenas podía evitar que me asomaran las lágrimas. Caminaba con la señorita Murray, volviendo la cara y sin prestar atención a sus comentarios, hasta que me gritó, enfadada, si me había vuelto sorda o tonta. Después, recobrando el dominio de mí misma, como alguien que despierta de un sueño, levanté la vista y le pregunté por lo que me había estado diciendo. XXI. LA ESCUELA Partí de Horton Lodge y me reuní con mi madre en nuestra nueva casa de A. La encontré bien de salud, resignada e incluso animosa, aunque por lo general su semblante fuera triste. Solo contábamos con tres alumnas internas y media docena de externas para empezar, pero confiábamos en que, con trabajo y dedicación, aumentaríamos pronto ese número. Por mi parte, me volqué con todas mis fuerzas en los deberes de esta nueva forma de vida —la llamo nueva porque, ciertamente, había una considerable diferencia entre trabajar con mi madre en una escuela que nos pertenecía a hacerlo como una empleada entre extraños, menospreciada y pisoteada por todos— y durante la primera semana no me sentí en absoluto desdichada. Aquellas palabras —«Es posible que nos veamos de nuevo» y «¿Tendría alguna importancia para usted que eso ocurriera?»— resonaban todavía en mis oídos y en mi corazón, y eran mi fuerza y mi secreto consuelo. «Volverás a verle… Vendrá o te escribirá», la Esperanza susurraba a mi oído. Ninguna promesa le parecía a ésta demasiado hermosa o extravagante. Yo no creía en la mitad de lo que decía y pretendía reírme de ella, pero era más ingenua de lo que yo misma suponía. Si no hubiese sido así, ¿por qué me palpitaba el corazón cada vez que alguien golpeaba la puerta y la doncella, después de abrir, venía a decirle a mi madre que un caballero quería verla? ¿Por qué me quedaba de mal humor para el resto del día cuando la visita resultaba ser un maestro de música que había venido a ofrecer sus servicios a la escuela? ¿Qué hacía que sintiera un ahogo cuando, después de la llegada del cartero, mi madre me decía: «Toma, Agnes, es para ti», y me daba una de las cartas que había traído? ¿Qué hacía que se me agolpara la sangre en las mejillas cuando veía que la dirección estaba escrita con letra de caballero? ¿Y por qué, Dios mío, por qué me abatía de tal forma cuando, tras rasgar el sobre, descubría que solo era una carta de Mary, y que, por un motivo u otro, su marido había escrito la dirección? ¿Era posible que hubiera llegado a eso… a sentirme defraudada por recibir una carta de mi única hermana y no de alguien que era poco menos que un extraño? ¡Mi querida Mary! ¡Y la había escrito con tanta ternura, pensando que me alegraría saber de ella! ¡No la merecía! Indignada conmigo misma, creía que mi deber era dejarla a un lado y castigarme hasta volver a ser digna del honor y el privilegio de leerla. Pero ahí estaba mi madre, deseando que la acabara para conocer su contenido; de forma que la leía y se la pasaba a ella, yendo después a la clase a atender a mis alumnas; aunque en medio de los dictados y las sumas, mientras corregía errores y enmendaba faltas de atención, me trataba a mí misma con una severidad mucho mayor. «¡Qué tonta eres! —le decía mi cabeza a mi corazón, o mi yo más severo a mi yo más vulnerable—. ¿Cómo puedes pensar que va a escribirte? ¿En qué te basas para creer que puede venir a verte, que se va a tomar alguna molestia, o siquiera que piensa en ti?». «¿En qué te basas…?» y, entonces, la Esperanza me recordaba esas palabras de nuestro último encuentro que yo atesoraba fielmente en mi memoria. ¿Y qué? ¿Quién colgó alguna vez sus esperanzas sobre una ramita tan frágil? ¿Qué había en esas palabras que no le hubiera podido decir una persona a otra cualquiera? Naturalmente que era posible que se produjera un nuevo encuentro. Podría habérselo dicho a una persona que se iba a vivir a Nueva Zelanda… aquello no implicaba que tuviese, realmente, la intención de verme de nuevo. Por otra parte, esa segunda frase… cualquiera podía decir algo parecido. ¿Y qué había respondido yo? Había contestado con una frase estúpida y vulgar, una frase que podía haber dirigido al señor Murray o a cualquier persona con la que hubiese tenido un mínimo trato. «Pero —insistía la Esperanza— el tono y la forma en la que habló… ¡Qué tontería! Él siempre habla de forma inexpresiva; además, en aquel momento las señoritas Green y Matilda estaban justo delante de nosotros, otra gente pasaba por allí, y no tuvo más remedio que acercarse y hablar en voz baja; algo natural, aunque no estuviese diciendo nada extraordinario». Pero, por encima de todo, recordaba aquella forma significativa y dulce con la que apretó mi mano, y que parecía decir: «Confía en mí». Y otras muchas cosas, demasiado deliciosas y quizá presuntuosas para ser repetidas, incluso a una misma. «Enorme locura, demasiado absurda para aceptar sus contradicciones, meras invenciones de la imaginación de las que deberías avergonzarte. Basta con que reconozcas tu escaso atractivo, tu antipático retraimiento o tu ridícula timidez, que deben hacerte parecer una persona fría, triste, extraña y hasta colérica… Hubiera bastado con que reconocieras estas cosas desde el principio, y no habrías albergado pensamientos tan presuntuosos, y, ya que has sido tan tonta, arrepiéntete, corrígete y acaba con el asunto». No puedo decir que obedeciera implícitamente las órdenes que yo misma me daba; pero estos razonamientos fueron adquiriendo fuerza cada vez mayor a medida que el tiempo pasaba y no tenía ninguna noticia del señor Weston. Hasta que incluso mi corazón me dijo que esperaba en vano y renuncié a toda esperanza. Sin embargo, continué pensando en él, acariciando su imagen y atesorando cada palabra, mirada y gesto que mi memoria podía recordar; continué repasando sus virtudes y los rasgos de su carácter; en realidad, todo lo que había visto, oído o imaginado sobre él. —Agnes, me parece que este aire de mar y el cambio de ambiente no te han hecho ningún bien. Nunca te había visto tan apagada. Debe de ser que pasas demasiado tiempo sentada y que te preocupas demasiado del trabajo de la escuela. Tienes que aprender a tomarte las cosas con más calma, a estar más activa y alegre. Deberías hacer un poco de ejercicio y dejarme a mí las tareas más pesadas. A mí no me viene mal un poco más de disciplina. Esto me dijo mi madre, una mañana en la que nos sentamos a trabajar juntas durante las fiestas de Pascua. Le aseguré que mi trabajo no era en absoluto excesivo, que me encontraba bien y que, si acaso estaba algo cansada, cuando pasaran los difíciles meses de la primavera volvería a verme tan fuerte y animosa como ella deseaba. Pero debo confesar que su comentario me dejó preocupada. Sabía que las fuerzas me flaqueaban, que mi apetito había decaído y que me estaba volviendo indiferente y apática. Pensaba que si realmente él no se preocupaba por mí, si no podía volver a verle, si me estaba prohibido procurar su felicidad, y prohibidos los placeres del amor —bendecir y ser bendecida—, la vida me resultaría una carga. Y que cuando Dios Padre quisiera llamarme me sentiría feliz de ir a su encuentro. Pero no podía morir y dejar a mi madre sola. ¡En qué hija tan egoísta e indigna me había convertido! ¡Cómo podía haberme olvidado de ella ni por un momento! ¿No había ella convertido en gran medida su felicidad en cuidar de mí y en procurar el bienestar de nuestras alumnas? ¿Iba a retroceder ante la tarea que Dios me había encomendado solo porque prefería otra cosa? ¿No sabía Él, mejor que yo, lo que debía hacer y dónde debía estar? ¿Era lícito desear abandonar esa tarea sin haberla cumplido y esperar que me dejara entrar en Su Reino sin haber trabajado para ganarlo? «No, con Su ayuda me sobrepondré y cumpliré diligentemente con mi deber. Si la felicidad de este mundo no es para mí, me esforzaré por procurar el bien de los que me rodean, y mi recompensa vendrá más tarde». Eso fue lo que me dije en lo más hondo, y desde ese momento solo en raras ocasiones permití que mis pensamientos volaran hacia Edward Weston. Y fuese porque el verano se aproximaba, por mi resolución o por el paso del tiempo, o por todas estas cosas, lo cierto es que muy pronto recobré la tranquilidad de espíritu, y sentí cómo, lenta pero firmemente, regresaban a mí la salud y el vigor perdidos. A primeros de junio recibí una carta de lady Ashby, antes señorita Murray. Me había escrito dos o tres veces desde los distintos lugares que había visitado en su luna de miel, dando siempre muestras de encontrarse animada y muy feliz. En cada una de esas ocasiones me pareció extraño que se acordara de mí en medio de tantos viajes y diversiones. Luego se produjo un silencio, durante el cual pensé que se había olvidado de mí, y pasaron más de siete meses sin que tuviera noticias de ella. Naturalmente, aquello no me rompía el corazón, aunque a menudo me preguntaba cómo le irían las cosas, y cuando recibí su última e inesperada carta me sentí muy contenta. Estaba fechada en Ashby Park, donde por fin había vuelto para establecerse, después de haber dividido los últimos meses entre el continente y la metrópoli. Se disculpaba por no haberme escrito en tanto tiempo, me aseguraba que no se había olvidado de mí, que había pensado en escribirme muchas veces, etcétera, etcétera, pero que siempre algo se lo había impedido. Reconocía que había llevado una vida muy disipada, que me haría considerarla mala y atolondrada; pero que, sin embargo, había pensado mucho, y que, entre otras cosas, tenía muchos deseos de verme. Llevamos aquí ya varios días —escribía—. No tenemos a ningún amigo con nosotros y me parece que voy a sentirme muy triste. Usted sabe que nunca pensé en vivir con mi marido como dos tórtolos en un mismo nido, ni aunque fuera el hombre más encantador de la tierra. Por tanto, apiádese de mí y venga a verme. Imagino que sus vacaciones de verano empiezan en junio, como para todo el mundo; de modo que no puede alegar falta de tiempo. Le ruego que venga… ¡Tiene que venir! Me moriré si no lo hace. Quiero que me visite como una amiga, y que se quede conmigo una larga temporada. Como le he dicho, no hay nadie en la casa, salvo sir Thomas y la anciana lady Ashby. Pero no tiene que preocuparse por ellos, no nos molestarán con su compañía. Tendrá una habitación para usted, a la que se podrá retirar siempre que quiera, y muchos libros para leer cuando mi compañía no le sirva de suficiente distracción. No recuerdo si le gustan los niños. Si le gustan, le encantará ver a mi hija… la niña más deliciosa del mundo. Y lo mejor es que no tengo que cuidarla. Fue una cosa que dejé muy clara desde el principio. Desgraciadamente es una niña y sir Thomas no me lo ha perdonado. Pero si viene, le prometo que será usted su institutriz tan pronto como pueda hablar, y que podrá educarla como debe hacerse; lo que hará de ella una mujer mejor que su madre. Y podrá ver a mi perrito de lanas, un precioso ejemplar importado de París; y dos cuadros italianos de gran valor… no me acuerdo del nombre de su autor, aunque estoy segura de que usted encontrará en ellos una gran belleza, que, por otra parte, deberá mostrarme, porque yo solo los admiro por lo que me han dicho… También podrá ver muchas cosas elegantes y raras que compré en Roma y en otros lugares. Y verá mi nueva casa, la espléndida casa y los jardines que tanto deseé. ¡Ay, de qué forma un sueño es mucho más placentero que su cumplimiento! ¡Vaya expresión que me ha salido! Le aseguro que me estoy convirtiendo en una señorona muy seria. Le ruego que venga, aunque solo sea para comprobar este maravilloso cambio. Escríbame a vuelta de correo y dígame cuándo comienzan sus vacaciones. Dígame también que vendrá al día siguiente y que se quedará hasta que terminen. Hágalo por el bien de su amiga. Rosalie Ashby Enseñé a mi madre esta extraña carta y le pregunté sobre lo que ella creía que debía hacer. Me aconsejó que fuera y fui, contenta de ver a lady Ashby y a su hija, y de hacer lo que pudiera para consolarla o aconsejarla, porque imaginaba que no era feliz, y creía que de serlo no me hubiera escrito de aquella forma. Sin embargo, fácilmente se comprenderá que, al aceptar su invitación, me sacrificaba por ella, y que, en vez de sentirme encantada por el honor de que la esposa de un barón me invitara a visitarla como una amiga, sentía que iba a violentar mis sentimientos en más de una forma. No obstante, decidí que mi visita no se prolongaría más de unos días; y no negaré que encontré cierto consuelo al pensar que, encontrándose Ashby Park no muy lejos de Horton, tal vez podría ver al señor Weston, o, al menos, oír algo sobre él. XXII. LA VISITA Ashby Park era realmente una espléndida residencia. La mansión era señorial en su exterior; cómoda y elegante en su interior; el parque, grande y bellísimo, especialmente por la magnificencia de sus árboles, sus majestuosas manadas de ciervos, su gran estanque y los bosques centenarios que se extendían más allá de sus lindes, aunque no poseía ese tipo de ondulaciones del terreno que tanto acrecientan la belleza de un paisaje de esta clase. Y bien, aquél era el lugar que Rosalie Murray tanto había anhelado llamar suyo, el que tenía que poseer, cualesquiera fueran las condiciones y el precio que tuviera que pagar, y quienquiera que fuese el compañero con quien tuviese que compartir el honor y la felicidad de ser su dueña. No quiero censurarla. Me recibió con gran afecto y, aunque yo no era sino la hija de un pobre clérigo, una institutriz y maestra de escuela, me abrió las puertas de su casa con alegre naturalidad, y —lo que me sorprendió bastante— se molestó en que mi estancia fuese agradable. Me di cuenta, es cierto, de que esperaba que me maravillase ante la magnificencia que la rodeaba, y debo confesar que me molestaron mucho sus evidentes esfuerzos por darme confianza y evitar que me sintiera abrumada por aquel esplendor, asustada por encontrarme con su marido o su suegra o avergonzada por mi humilde aspecto. Yo no me sentía en absoluto avergonzada —aunque mis vestidos fueran humildes, me había cuidado bien de que estuvieran presentables— y me habría sentido mucho más cómoda si mi condescendiente anfitriona no se hubiera molestado tanto en recordármelo; en cuanto a la magnificencia que la rodeaba, nada de lo que vi me produjo asombro o una impresión tan grande como verla tan cambiada. Fuera por la influencia de la vida disipada que había llevado o por efecto de cualquier otra cosa negativa, doce meses habían operado en ella un cambio que, en circunstancias normales, hubiera requerido igual número de años para producirse, adelgazándola, restando frescura a su cutis, vivacidad a sus movimientos y exuberancia a su carácter. Yo deseaba saber si era desgraciada, pero pensé que no era asunto de mi incumbencia. Podía intentar ganarme su confianza, pero si ella había elegido no contarme sus problemas matrimoniales, no iba a ser yo quien la importunara con preguntas incómodas. En un principio, por tanto, me limité a preguntarle por su salud y su felicidad, e hice algunos elogios sobre la belleza del parque y de la niña —que debía haber sido un niño—, una delicada criaturita de siete u ocho semanas, a quien su madre parecía contemplar sin demasiado interés ni afecto; digamos que como cabía esperar de ella. Poco después de mi llegada, le encargó a la doncella que me acompañara a mi habitación y se asegurase de que tenía todo lo que necesitaba. Era un cuarto pequeño y sencillo, pero bastante cómodo. Cuando bajé de nuevo —después de cambiarme de ropa y de arreglarme en consideración a mi anfitriona—, ésta me condujo a la habitación que podía ocupar cuando desease estar sola, tuviese ella visitas, se viese obligada a estar con su suegra, o siempre que prefiriese, según sus palabras, «librarme del placer de su compañía». Se trataba de un pequeño salón, tranquilo y ordenado, y no me desagradó contar con un refugio como aquél. —Tengo que enseñarle la biblioteca —me dijo—. Nunca he mirado el contenido de las estanterías, pero me atrevería a decir que están llenas de libros sabios, que puede usted coger siempre que quiera. Y, ahora, tiene que tomar un poco de té. Dentro de nada será la hora de la comida, pero pensé que, como está acostumbrada a comer a la una, quizá le gustaría tomar una taza de té ahora y un pequeño almuerzo cuando nosotros estemos comiendo. Si toma el té en su habitación, no tendrá que sentarse a la mesa con lady Ashby y con sir Thomas, lo cual sería un poco extraño… Bueno, no extraño pero… ya me entiende. Pensé que no le agradaría demasiado, especialmente porque a veces tenemos algunos invitados a la hora de la comida. —Por supuesto —respondí—, prefiero hacer lo que acaba de decirme. Y, si no tiene inconveniente, preferiría que me sirvieran todas las comidas en esta habitación. —Pero ¿por qué? —Porque me imagino que será más agradable para lady Ashby y sir Thomas. —¡Nada de eso! —De todos modos, sería más agradable para mí. Rosalie hizo algunas tímidas objeciones, pero enseguida accedió a mis deseos; lo cual, me pareció, supuso un enorme alivio para ella. —Y, ahora, venga al salón —me dijo—. Ahí está la campana que avisa para vestirse. Pero todavía no quiero ir, no tiene mucho sentido vestirse cuando no hay nadie que te vea. Además, quiero tener una pequeña charla. El salón era una dependencia realmente imponente y estaba amueblado con mucha elegancia, pero me di cuenta de que su joven dueña me miraba de reojo al entrar, como si quisiera saber qué impresión me causaba aquel espectáculo, y decidí mantener un aspecto de absoluta indiferencia, como si no viera en él nada que me llamara la atención. Pero solo fue por un momento. Enseguida la conciencia me susurró: «¿Por qué desilusionarla para salvar mi orgullo? No, sacrificaré mi orgullo para darle un pequeño e inocente placer». Miré entonces a mi alrededor con humildad, y le dije que era un salón noble y que estaba amueblado con mucho gusto. Ella hizo un leve comentario, pero me di cuenta de que se sentía halagada. Me enseñó su orondo perrito de lanas francés, que estaba acurrucado sobre un almohadón de seda, y los dos bellos cuadros italianos, que, sin embargo, no me dejó examinar. Me dijo que lo dejara para otro día e insistió en que admirase el pequeño reloj adornado con piedras preciosas que había traído de Ginebra. Luego, me hizo recorrer la habitación para mostrarme otros artículos valiosos que había importado de Italia: un precioso reloj con cronómetro, varios bustos y delicadas figurillas y jarrones, todos ellos tallados en mármol blanco. Hablaba de estos objetos animadamente y escuchaba mis comentarios de admiración con una sonrisa de placer. Sin embargo, la sonrisa se desvaneció enseguida y dio paso a un suspiro melancólico, como si hubiera pensado en la escasa influencia que aquellas fruslerías tenían en la felicidad del corazón humano y en su total incapacidad para colmar las insaciables demandas de éste. Luego, tendiéndose en un sofá, me señaló un amplio sillón que estaba frente a éste —no junto al fuego, sino al lado de un gran ventanal abierto (recordemos que era verano; una agradable y calurosa tarde de últimos de junio)— y me senté en él, guardando silencio durante un momento y disfrutando del aire puro y de la deliciosa vista del parque que se extendía ante mí, de exuberante follaje y verdor, y acariciado por el dorado resplandor de una puesta de sol que proyectaba sombras alargadas. Pero debía aprovechar esta pausa: tenía preguntas que hacerle y, como en las posdatas de las cartas de una dama, lo más importante debía esperar para el final. Así, comencé por preguntarle por el señor y la señora Murray, por la señorita Matilda y por sus hermanos pequeños. Me dijo que su papá sufría de gota, lo cual agriaba mucho su carácter, y que se negaba a privarse de sus vinos preferidos, de sus comidas y sus cenas, lo que le había llevado a discutir con su médico, solo porque éste se había atrevido a decirle que ninguna medicina le curaría si no abandonaba esos hábitos. También me dijo que su mamá y sus hermanos estaban bien. Matilda seguía siendo salvaje y arisca, pero tenía una institutriz de modales elegantes que la había hecho mejorar un poco, y pronto sería presentada en sociedad. En cuanto a John y a Charles (ahora en casa por vacaciones), eran, según todo el mundo, unos chicos «estupendos, arrojados, ingobernables y traviesos». —¿Y los demás? —pregunté—. ¿Cómo están los Green, por ejemplo? —¡Ah! El señor Green tiene roto el corazón —contestó con una lánguida sonrisa—. Debe saber que no se ha recuperado todavía de la decepción, y supongo que no lo hará nunca. Está condenado a ser un viejo solterón. En cuanto a sus hermanas, hacen todo lo posible por casarse. —¿Y los Meltham? —Supongo que seguirán como siempre. Sé muy poco de ellos, excepto de Harry —dijo, sonrojándose un poco. Y, sonriendo de nuevo, añadió—: Le vi mucho cuando estábamos en Londres; porque, en cuanto se enteró de que estábamos allí, se presentó con el pretexto de visitar a su hermano, y no sé si me seguía como una sombra o nos encontrábamos por casualidad, pero el caso es que me topaba con él en cada esquina. Pero no tiene por qué poner esa cara de espanto, señorita Grey: me comporté con gran discreción, se lo aseguro. Lo que no puedo es evitar que me admiren. ¡Pobrecillo! No fue el único admirador que tuve, pero sí el más constante, y quizá el más fiel de todos. Y este detestable… bueno, sir Thomas decidió ofenderse y, con la excusa de mis gastos excesivos o de mi yo que sé, me mandó inmediatamente al campo, con dos minutos de aviso. Supongo que me tocará vivir aquí como una monja de por vida. Se mordió el labio y frunció el ceño, dirigiendo una mirada vengativa hacia la bella posesión que una vez tanto ambicionó. —¿Y qué ha sido del señor Hatfield? —pregunté. Su cara se iluminó de nuevo y me respondió alegremente: —¡Oh! Se buscó a una vieja solterona y se casó con ella no hace mucho. Puso en un platillo de la balanza la fortuna de ésta y en otro sus marchitos encantos, y decidió que el oro le consolaría de su fracaso amoroso. ¡Ja, ja, ja! —Bueno, ya sé algo de todos… excepto del señor Weston, ¿qué es de su vida? —No lo sé. Se marchó de Horton. —¿Hace cuánto tiempo? ¿Adónde se fue? —No sé nada de él —contestó, bostezando—, salvo que se fue hará un mes, y nunca pregunté adónde. Le habría preguntado si se había marchado por alguna causa personal o, simplemente, había sido trasladado a otra vicaría, pero no me atreví. —La gente protestó mucho por su marcha —continuó—, para gran disgusto del señor Hatfield, a quien no le caía muy bien: porque tenía demasiada influencia en la gente del pueblo, porque no era tan sumiso como a él le hubiera gustado y por otros pecados imperdonables que no conozco. Ahora sí que tengo que dejarla para ir a cambiarme. La segunda campana está a punto de sonar y, si voy a comer como estoy vestida, tendré que oír un larguísimo sermón de lady Ashby. ¡Es tan extraño eso de que una no pueda comportarse como la dueña de su propia casa! Toque la campanilla y le enviaré a mi doncella. Y pida que le traigan un poco de té. Solo pensar en esa mujer insoportable… —¿Quién? ¿Su doncella? —No, mi suegra… ¡Qué error cometí! En vez de dejar que se retirara a otra casa, como se ofreció a hacer cuando me casé, fui tan tonta como para pedirle que se quedara aquí y llevara la casa. Y es que, en primer lugar, yo creía que pasaríamos la mayor parte del año en la ciudad, y en segundo, siendo tan joven e inexperta, me asustaba la idea de tener que encargarme de una casa con tanto servicio, de las comidas, de las fiestas y de todo lo demás. Pensé que me ayudaría con su experiencia, sin pensar por un momento que se convertiría en una usurpadora, en una tirana, en una pesadilla, en una espía y en todas las cosas detestables que existen. ¡Ojalá se muriese! Se volvió entonces para dar órdenes al lacayo, que había estado esperando, erguido, junto a la puerta durante el último minuto, y había oído la última parte de sus recriminaciones, sin duda sacando sus propias conclusiones del asunto, aunque conservara aquel rostro imperturbable que debía considerar adecuado para el salón. Al comentarle, después, que debía de haberla oído, me contestó: —¡Oh, no importa! Nunca me preocupo de los lacayos. Son meros autómatas. Para ellos no tiene importancia lo que sus amos dicen o hacen; no se atreverían a decírselo a nadie. En cuanto a lo que piensan, si es que piensan en absoluto, naturalmente no le interesa a nadie. ¡Vaya cosa sería que tuviéramos que mordernos la lengua por los criados! Dicho esto, salió corriendo para arreglarse, dejando que encontrara por mí misma el cuarto donde, un poco más tarde, me sirvieron una taza de té. Después, me puse a pensar en la pasada y en la presente situación de lady Ashby; en la poca información que había obtenido sobre el señor Weston y en las escasas posibilidades que tenía de verle o de saber algo de él durante el resto de mi triste y monótona vida; la cual, de ahí en adelante, no parecía ofrecerme otra alternativa que días lluviosos o interminables días nublados. Finalmente, comencé a cansarme de mis pensamientos y pensé en buscar la biblioteca de la que me había hablado mi anfitriona, preguntándome si tendría que quedarme allí, sin hacer nada, hasta la hora de acostarme. Como mis medios no me permitían tener un reloj, solo podía calcular el paso del tiempo observando el lento avanzar de las sombras desde la ventana, a través de la cual veía un rincón del parque, una hilera de árboles cuyas ramas más altas estaban llenas de ruidosos grajos y un alto muro, con una puerta grande de madera, que sin duda comunicaba con el patio de los establos, pues vi pasar por ella un carruaje. La sombra proyectada por este muro pronto se apoderó del rincón del parque, hasta donde me era posible ver, obligando a retroceder la luz dorada del sol, centímetro a centímetro, y a buscar refugio en las copas de los árboles. Finalmente, éstas también se sumieron en las sombras, las sombras de las colinas distantes o de la tierra misma. Simpatizando con aquella activa sociedad de grajos, lamenté ver su morada — minutos antes bañada por la gloriosa luz— reducida al sombrío tinte del mundo inferior, mi propio mundo. Las aves que, separándose de las demás, remontaban el vuelo recibían aún los últimos reflejos del sol, que daban a su negro plumaje el brillo y el matiz del oro rojo. El crepúsculo llegó a hurtadillas, los grajos guardaron silencio, y yo, cada vez más cansada, deseé poder marcharme a mi casa al día siguiente. Por fin llegó la oscuridad y estaba a punto de llamar para pedir una vela y marcharme a la cama cuando apareció mi anfitriona, disculpándose por haberme abandonado tanto tiempo y responsabilizando de ello a esa «horrible vieja», como llamaba a su suegra. —Si no me quedo sentada con ella en el salón, mientras sir Thomas toma su copa de vino —me dijo—, no me lo perdona. Y si salgo de la habitación cuando él entra, como he hecho una o dos veces, lo considera una terrible ofensa hacia su querido hijo. Dice que ella nunca fue irrespetuosa con su marido, y que las mujeres de ahora parecen no preocuparse de ese signo de afecto, pero que las cosas eran diferentes en su época… Como si hubiese algo de bueno en quedarse en la habitación cuando él no hace sino refunfuñar y quejarse si está de mal humor, decir tonterías si está de buenas, o tumbarse a dormir en el sofá, si no puede hacer ni lo uno ni lo otro, que es lo que pasa más a menudo, porque lo único para lo que sirve es para beber vino. —Pero ¿no podría intentar distraerle con algo mejor para apartarlo de esos hábitos? Estoy segura de que tiene poder de persuasión e ingenio suficientes para distraer a ese caballero que tantas damas suspirarían por tener. —¿Cree usted que voy a molestarme en divertirle? No, no es ésa la idea que tengo de lo que debe ser una esposa. Es el marido el que debe complacer a su esposa y no al revés. Y si él no está contento con la forma de ser de ella, ni se siente agradecido de tenerla a su lado…, no la merece, eso es todo. En cuanto a mi poder de persuasión, le aseguro que no me voy a molestar en ejercitarlo: ya tengo bastante con soportarlo tal y como es, como para intentar reformarlo. Pero siento mucho haberla dejado sola tanto tiempo, señorita Grey. ¿Qué ha estado haciendo? —Me he dedicado a mirar a los grajos casi todo el tiempo. —¡Dios mío, cuánto se habrá aburrido! Tengo que enseñarle la biblioteca. Utilice la campana siempre que quiera algo, exactamente como haría en un hotel, y, por favor, siéntase en casa. Tengo razones egoístas para desear que se encuentre a gusto, porque quiero que se quede conmigo y que no cumpla esa horrible amenaza que me hizo de marcharse corriendo dentro de un día o dos. —Bueno, en ese caso, no quiero ser responsable de que se ausente del salón por más tiempo esta noche. Estoy cansada y me gustaría irme a la cama. XXIII. EL PARQUE Debían ser cerca de las ocho cuando bajé al día siguiente, porque poco después escuché los tañidos lejanos de la campana de un reloj. No encontré ninguna señal del desayuno y tuve que esperar más de una hora antes de que se me sirviera, soñando en vano con la biblioteca. Después de mi solitario desayuno, me tocó volver a esperar durante una hora y media, más o menos, incómoda, nerviosa y sin saber qué hacer. Por fin, lady Ashby vino a darme los buenos días. Me informó de que acababa de desayunar y quería que diésemos un paseo por el parque. Me preguntó si hacía mucho tiempo que me había levantado; al contestar a su pregunta, me dijo que lo sentía profundamente y volvió a prometerme que me enseñaría la biblioteca. Yo le sugerí que lo hiciera enseguida, de forma que no tuviera que preocuparse de recordarlo más tarde. Accedió, a condición de que no me pusiera a leer en ese momento, porque quería enseñarme los jardines y pasear por el parque conmigo, antes de que hiciera demasiado calor, lo que, por otra parte, estaba a punto de suceder. Naturalmente asentí y fuimos a dar nuestro paseo. Mientras caminábamos por el parque, hablando sobre las experiencias de su viaje, un joven jinete pasó cabalgando a nuestro lado. Como en el momento que nos pasaba se volvió y me miró fijamente a la cara, pude observarle con atención. Era alto y bastante delgado, un poco encorvado de hombros; su tez era pálida, pero tenía ronchas encarnadas en las mejillas y los párpados inferiores muy enrojecidos; sus rasgos eran corrientes y su aspecto en general era lánguido y vulgar, excepto quizá por un siniestro rictus en sus labios y unos ojos fríos y desalmados. —¡Detesto a ese hombre! —murmuró lady Ashby, en un tono amargo, mientras él se alejaba al trote. —¿Quién es? —pregunté, incapaz de pensar que podía tratarse de su marido. —Sir Thomas Ashby —contestó, intentando dominarse. —¿Y ha dicho que lo detesta, señorita Murray? —porque me sentía demasiado aturdida para recordar su nombre en aquel momento. —Sí, señorita Grey, le detesto y le desprecio también. Si le conociese, lo entendería. —Pero usted sabía cómo era antes de casarse. —No, creía saberlo; pero no sabía ni la mitad de la verdad. Ya sé que usted me advirtió… ¡ojalá la hubiera escuchado! Ahora es demasiado tarde para lamentarse. Por otra parte, mi madre debía saber cómo era mejor que ninguna de las dos, y nunca me previno, al contrario… Además, yo creía que me adoraba y que me dejaría hacer lo que quisiera. Al principio lo parecía, ahora no se preocupa por mí lo más mínimo. No me importaría que hiciera lo que le viniera en gana, si pudiera divertirme y quedarme en Londres, o si pudiera tener amistades… pero, efectivamente, hace lo que quiere, y yo debo ser una prisionera y una esclava. »En cuanto se dio cuenta de que podía divertirme sin él, y de que otros veían lo que valgo mejor que él mismo, el miserable egoísta comenzó a acusarme de coqueta y despilfarradora, y a humillar a Harry Meltham, a quien no es digno ni de limpiarle los zapatos. Y, luego, me obliga a vivir en el campo y a llevar la vida de una monja, no sea que le deshonre o le lleve a la ruina, como si él no fuera diez veces peor en todos los sentidos, con sus apuestas, sus cartas, sus chicas de la ópera, su lady no sé qué y su señora no sé cuántos… sí, y sus botellas de vino, y sus copas de brandy, y hasta sus vasos de agua también… ¡el animal! ¡Oh, lo que daría por ser de nuevo la señorita Murray! Es terrible sentir cómo se pierden la salud, la belleza y la vida, ¡desperdiciadas por semejante bruto! —exclamó, a punto de estallar en lágrimas por la amargura de su rabia. Naturalmente, sentí una gran lástima por ella, tanto por su falsa idea de la felicidad y su negligente sentido del deber, como por el miserable compañero a quien su destino se había ligado. Hice todo lo que pude por consolarla y le ofrecí los consejos que me parecieron más prudentes. Intenté persuadirla, con amabilidad, de que intentara mejorar el carácter de su marido. Y si, después de hacer todo lo posible por cambiarlo, su comportamiento seguía siendo el mismo, le dije que debía esforzarse por no pensar en ello, por refugiarse en su propia integridad y preocuparse lo menos posible por él. La exhorté a que buscara consuelo en cumplir su deber con Dios y con sus semejantes, a que depositara su confianza en el Cielo, y a que se entregara al cuidado y a la educación de su hijita, asegurándole que el cariño de ésta la recompensaría con creces. —Pero no puedo dedicar toda mi vida al cuidado de una niña —dijo—; podría morirse, lo que no es nada improbable. —Con cuidados, muchos niños frágiles se convierten en hombres y mujeres fuertes. —Puede que se convierta en un ser tan insoportable como su padre y acabe odiándola. —No creo que eso suceda. Es una niña y se parece mucho a su madre. —No importa. Preferiría que fuera un niño, aunque su padre no le dejará otra herencia que la que él no pueda derrochar. ¿Qué placer puedo encontrar en ver crecer a una niña que puede eclipsarme y disfrutar de los placeres que me han sido negados para siempre? Aun suponiendo que fuera tan generosa como para encontrar placer en esto, no deja de ser una simple niña, y no puedo centrar todas mis esperanzas en una criatura; sería solo un poco mejor que dedicar la vida de uno a un perro. En cuanto a la sensatez y la bondad que usted trata de inculcarme… todo eso está muy bien, y estaría mejor si tuviera veinte años más, hasta me resultaría provechoso; pero las personas deben disfrutar de la vida cuando son jóvenes, y, si otros no les dejan, no tienen más remedio que odiarles. —La mejor manera de disfrutar de la vida es hacer lo que está bien y no odiar a nadie. La finalidad de la religión no es enseñarnos a morir, sino a vivir; y cuanto antes se aprende a ser sabio y bueno, antes se obtiene la felicidad. Y ahora, lady Ashby, me gustaría darle otro consejo: no haga de su suegra una enemiga. No la mantenga a distancia de usted, ni la mire con celosa desconfianza. No la he visto nunca, pero he oído decir de ella cosas buenas y malas, y me imagino que, aunque sea fría y orgullosa en general, además de una mujer exigente, siente un gran afecto por quienes saben llegar a su corazón; y no porque sienta una pasión ciega por su hijo deja de tener buenos principios o de atender a razones. Si intentase acercarse un poco a ella, y le ofreciera su amistad… incluso si le confiara sus motivos de queja… los verdaderos… esos de los que tiene usted todo el derecho de quejarse…, estoy segura de que, con el tiempo, ella se convertiría en su amiga fiel, le ofrecería su ayuda y su consuelo, en vez de ser esa pesadilla que me ha descrito. Creo, sin embargo, que mi consejo tuvo muy poco efecto en la infortunada joven; y, dándome cuenta del poco servicio que podía hacerle, mi estancia en Ashby Park se hizo doblemente dolorosa para mí. A pesar de todo, debía permanecer allí aquel día y el siguiente, como le había prometido; y aunque tuve que resistirme a sus ruegos para que prolongara mi visita, insistí en marcharme a la mañana siguiente, alegando que mi madre se sentiría muy sola sin mí y que esperaba impaciente mi regreso. No obstante, no fue sino con una pena profunda como me despedí de la pobre lady Ashby y la dejé en su casa principesca. Una prueba más, y no pequeña, de su desgracia era que se aferrara al consuelo de mi presencia, y que buscara con tanta ansiedad la compañía de alguien con cuyos gustos e ideas congeniaba tan poco, alguien de quien había prescindido por completo en sus horas de prosperidad y cuya presencia, de poder ver cumplidos la mitad de sus deseos, debería ser más un fastidio que un placer. XXIV. LA PLAYA Nuestra escuela no estaba situada en el centro de la ciudad. Al entrar en A., por el noroeste, y a cada lado de la ancha carretera, había una hilera de casas de noble aspecto, con pequeños jardincillos a la entrada, persianas venecianas en las ventanas, y escalinatas ante sus puertas de madera y aldabas de bronce. En una de las más grandes vivíamos mi madre y yo, junto a las señoritas que nuestras amistades habían confiado a nuestro cuidado. Por consiguiente, vivíamos a una considerable distancia del mar, del que nos separaba un laberinto de calles y de casas. Pero el mar era mi deleite, y a menudo me abría camino hacia él por el placer de caminar junto a la orilla de la playa, con las alumnas o con mi madre, durante las vacaciones. El mar era para mí un gran placer en todas las estaciones, pero especialmente cuando soplaba una fuerte brisa y en el frescor de las mañanas de verano. La tercera mañana, después de mi regreso de Ashby Park, me desperté temprano. El sol se filtraba por la persiana, y pensé en lo agradable que sería cruzar la ciudad silenciosa y dar un solitario paseo por la playa, cuando casi todo el mundo dormía todavía. No tardé mucho en decidirme y en ponerme en marcha. Naturalmente, no quería despertar a mi madre, de forma que bajé las escaleras sin hacer ruido y abrí la puerta con cuidado. Cuando el reloj de la iglesia marcaba un cuarto para las seis, me encontraba ya vestida y fuera de la casa. Las calles estaban llenas de un frescor vigorizante y cuando dejé atrás la ciudad y puse los pies sobre la arena de la playa, de cara a la anchurosa y brillante bahía… no hay palabras que puedan describir el efecto del intenso y claro azul del cielo y del océano, la luz de la mañana en la barrera semicircular de escarpados acantilados, rodeados de colinas verdes, y la suavidad y la amplitud de la arena, los islotes de rocas, cubiertas de musgo y algas, como pequeñas islas de hierba… y, sobre todo, las brillantes y espumantes olas. ¡Imposible describir la frescura y pureza del aire! El calor era delicioso; esa perfecta temperatura que hace de la brisa una caricia, la justa medida de aire para mantener el mar en movimiento y hacer que las olas rompan en la orilla, produciendo espuma, como si estuvieran alegres. Ninguna otra cosa se movía, ningún otro ser a la vista, solo yo. Mis pisadas eran las primeras que hollaban aquella arena virgen; ninguna señal sobre ellas desde que la última marea borrara las marcas más profundas del día anterior, y la dejara lisa y uniforme, salvo en las partes en que el agua había dejado algunos charcos y pequeños arroyos. Refrescada y vigorizada por la brisa, feliz, caminaba por la playa, olvidando todas mis preocupaciones, como si mis pies tuvieran alas y pudiese caminar cuarenta millas sin fatiga, y experimentando una sensación de entusiasmo que no recordaba desde los días de mi juventud. Sobre las seis y media, sin embargo, comenzaron a hacer su aparición los mozos de cuadra que llevaban a pasear a los caballos de sus amos; primero uno, luego otro… y así hasta varias docenas de caballos y cinco o seis jinetes. Pero no me molestaba, ya que se mantenían alejados de las rocas hacia las que yo me dirigía. Cuando llegué a éstas, y después de andar sobre las algas húmedas y resbaladizas (arriesgándome a caer en uno de los numerosos charcos de agua clara y salada que se habían formado entre éstas) hasta un pequeño y musgoso promontorio alrededor del cual batían las olas, me volví para ver si había alguien más. Todavía no se veía más que a los mozos de cuadra, un caballero con un perrito negro, que parecía una mancha y correteaba delante de él, y un carro de agua que salía de la ciudad llevando agua para los baños. Un minuto o dos más tarde las máquinas del balneario se ponían en movimiento, y el anciano caballero de hábitos regulares y las damas cuáqueras salían a dar sus saludables paseos matutinos. Por interesante que fuera el panorama, sin embargo, no podía esperar a verlo, porque el sol y el mar me deslumbraban al mirar en esa dirección; de forma que me volví nuevamente para deleitarme con la visión del promontorio en el que me hallaba y con el sonido del mar que rompía suavemente, pues las olas perdían intensidad, enredándose en las algas y en las rocas sumergidas que lo rodeaban, y sin las cuales la espuma me habría salpicado. Pero subía la marea, los charcos y las pequeñas lagunas se llenaban de agua, los torrentes se ensanchaban: era el momento de buscar un lugar más seguro para caminar. De forma que tuve que andar con cuidado, saltar y tambalearme varias veces hasta alcanzar de nuevo la suave arena de la playa, decidiendo avanzar hasta un punto sobresaliente del acantilado y regresar después. En aquel momento, percibí el sonido de un animal que husmeaba detrás de mí y, al volverme, me encontré con un perro que daba brincos y vueltas en torno a mis pies. ¡Era mi querido Snap… el pequeño terrier de pelo oscuro y rizado! Cuando pronuncié su nombre, me saltó a la cara, gimiendo de alegría. Casi tan contenta como él, cogí al animalito entre mis brazos y comencé a besarlo repetidas veces. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? No podía haber caído del cielo o haber recorrido solo aquel largo trayecto. Debía de estar con su amo, el trampero, o con otra persona que lo hubiera llevado hasta allí. De forma que, reprimiendo mis exultantes caricias e intentando reprimir también las suyas, miré a mi alrededor y me encontré… ¡con el señor Weston! —Su perro se acuerda muy bien de usted, señorita Grey —dijo, tomando la mano que le ofrecí sin saber claramente lo que hacía—. Se levanta usted temprano. —No siempre tan temprano como hoy —contesté, con sorprendente compostura, teniendo en cuenta las circunstancias. —¿Hasta dónde piensa prolongar su paseo? —Estaba pensando en regresar. Me parece que debe de ser ya la hora. Consultó su reloj, esta vez era uno de oro, y me dijo que eran solo las siete y cinco. —Pero, sin duda, ha dado usted ya un paseo bastante largo —dijo, mirando hacia la ciudad, a la cual comencé a dirigir mis pasos lentamente. Él se puso a andar a mi lado. —¿En qué parte de la ciudad vive? —me preguntó—. Nunca lo he podido averiguar. ¿Que nunca lo había podido averiguar? ¿Significaba aquello que lo había intentado? Le dije entonces dónde vivíamos. Él me preguntó cómo iban nuestras cosas, y yo le dije que marchaban muy bien, que el número de nuestras alumnas había aumentado considerablemente después de las vacaciones de Navidad, y que esperábamos conseguir aún más pasadas las de verano. —Debe de ser usted una buena profesora —comentó. —No, es mi madre —respondí—. Es una persona muy dotada, además de activa, inteligente y amable. —Me encantaría conocerla. ¿Me la presentaría usted, si alguna vez voy a visitarla? —Sí, será un placer. —¿Y me concedería el privilegio, en mi condición de viejo amigo, de ir a verla de vez en cuando? —Sí, claro… supongo que sí. Fue una respuesta muy tonta, pero la verdad es que me pareció que no podía invitar a nadie a casa de mi madre sin que ella lo supiera antes. Si hubiera dicho: «Sí, si mi madre no pone ninguna objeción», habría parecido que daba a la pregunta más importancia de la que tenía. De forma que, suponiendo que ella no pondría ninguna objeción, había añadido el «supongo que sí»; aunque, naturalmente, de haber estado más tranquila, se me podía haber ocurrido una frase más correcta e inteligente. Continuamos caminando en un breve silencio que, para mi alivio, el señor Weston rompió haciendo algunos comentarios sobre la claridad de la mañana, la belleza de la bahía y las ventajas que A. tenía sobre otros lugares de descanso de moda. —¿No quiere preguntarme qué me ha traído a A.? —preguntó—. Me imagino que no creerá que soy tan rico como para venir a un lugar así por placer. —Me dijeron que había dejado Horton. —¿Y no le dijeron que me habían trasladado a F.? F. era un pueblo que estaba a unas dos millas de A. —No —contesté—. Vivimos tan apartadas del mundo, incluso aquí, que apenas recibimos noticias del exterior, a no ser por medio de la Gazette. Pero confío en que le guste su nueva parroquia. ¿Puedo felicitarle por su traslado? —Espero que la parroquia me guste más dentro de uno o dos años, cuando haya realizado ciertas reformas en las que he volcado mis esfuerzos…, o, al menos, progresado algo en ese sentido. Pero puede felicitarme ahora, pues me resulta muy agradable tener una parroquia propia, en la que nadie interfiere en mis cosas, desbarata mis planes y arruina mis esfuerzos. Por otra parte, cuento con una casa respetable en un barrio muy agradable y con trescientas libras al año. De hecho, solo puedo quejarme de la soledad en la que vivo, y mi único deseo sería encontrar a una compañera para compartirla. Dichas estas palabras, me miró y, al sentir en mí el brillo de sus ojos negros, sentí que la cara me ardía, desconcertada, porque dar muestras de confusión en aquellas circunstancias me resultaba insoportable. Hice un esfuerzo por remediar el mal y evitar en mi respuesta cualquier alusión personal, pronunciando unas frases atropelladas y confusas, que más o menos venían a decir que si esperaba hasta ser conocido en el pueblo, tendría muchas oportunidades de llenar ese vacío entre las residentes de F. y de su vecindad, o entre las visitantes de A., si es que necesitaba elegir entre una variada gama de posibilidades; sin darme cuenta de la sugerencia implícita en aquel comentario y que solo reconocí más tarde. —No soy tan vanidoso como para creer eso —repuso—, aunque usted lo diga. Pero si así fuera…, soy bastante especial en lo que se refiere a la idea que tengo de la compañera con quien me gustaría compartir mi vida, y quizá no encontrara a esa persona entre las damas que usted menciona. —Si busca la perfección, no la encontrará nunca. —No, no busco la perfección… no tendría derecho a exigirla, estando yo mismo tan lejos de ella. Aquí la conversación se vio interrumpida por el paso de un carro de agua. Habíamos llegado a la parte más concurrida de la playa y, durante los siguientes ocho o diez minutos, entre el bullicio de caballos, carretas, asnos y personas, no hubo forma de conversar hasta que dejamos atrás el mar y comenzamos a ascender la empinada cuesta que llevaba a la ciudad. Aquí mi acompañante me ofreció su brazo, que acepté, aunque no con la intención de apoyarme en él. —No debe de venir mucho a la playa —me dijo—, porque he venido a pasear por aquí muchas veces, tanto por la mañana como por la tarde, sin encontrarla hasta hoy. Varias veces, al pasar por la ciudad, he buscado su escuela. Nunca se me ocurrió pensar en la calle de… Una o dos veces, también, pregunté a la gente, pero nadie me supo dar razón de ustedes. Habíamos terminado de subir la parte difícil y quise retirar mi brazo del suyo, pero una ligera presión en el codo me dio a entender claramente que no era eso lo que él deseaba, y por lo tanto desistí. Conversando sobre distintos temas, entramos en la ciudad y atravesamos varias calles. Me di cuenta de que se alejaba de su camino por acompañarme y, pensando que tal vez lo hacía por educación, le comenté: —Temo que le esté alejando de su camino, señor Weston… Creo que la carretera que va a F. está en otra dirección. —Me despediré al final de la próxima calle —me dijo. —¿Y cuándo vendrá a conocer a mi madre? —Mañana… si Dios quiere. El extremo de la calle era casi el final de mi paseo. Él se detuvo allí, me dio los buenos días y llamó a Snap, que parecía dudar entre seguir a su antigua dueña o a su nuevo amo, pero terminó acudiendo a la llamada de este último. —Siento no poder devolvérselo, señorita Grey —me dijo el señor Weston, sonriendo—, pero le he cogido mucho cariño. —No se preocupe, no lo quiero —repliqué—. Me siento satisfecha porque sé que ahora tiene un buen amo. —¿Así es que da por supuesto que soy un buen amo? El hombre y el perro se marcharon y yo volví a casa, llena de gratitud hacia Dios por aquella felicidad, y rezando para que mis esperanzas no se vieran frustradas de nuevo. XXV. CONCLUSIÓN —Me parece, Agnes, que no deberías dar paseos tan largos antes del desayuno —me dijo mi madre, observando que tomaba una taza de café más de lo habitual y que no comía nada. Yo me disculpé diciendo que debía de ser por el calor y por la fatiga de la larga caminata. Me parecía que tenía fiebre y, realmente, estaba cansada. —Siempre te vas a los extremos. Un corto paseo cada mañana te sentaría bien. —Así lo haré, mamá. —Lo que has hecho es aún peor que quedarte tumbada en la cama o estudiando todo el día. ¡Vas a conseguir caer enferma! —No volveré a hacerlo —le dije. Me torturaba el cerebro pensando en la forma de hablarle del señor Weston, pues tenía que advertirle que vendría al día siguiente. Sin embargo, esperé a que el desayuno estuviera recogido y yo más fría y serena. Entonces, cuando me había sentado para empezar un dibujo, le dije: —Encontré a un antiguo amigo esta mañana en la playa. —¿Un antiguo amigo? ¿Quién puede ser? —La verdad es que me encontré a dos antiguos amigos. Uno de ellos es un perro —y le recordé a Snap, cuya historia le había contado antes, relatándole el incidente de su repentina aparición y la forma en que me había reconocido — y el otro es el señor Weston, el vicario de Horton. —¡El señor Weston! Nunca me habías hablado de él. —Sí, sí… creo que te lo he mencionado varias veces, será que no te acuerdas. —Recuerdo que me hablaste del señor Hatfield. —El señor Hatfield era el rector y el señor Weston, el vicario. Te he hablado de él comparándole con el señor Hatfield, porque siempre me pareció una persona más preparada que el rector. En cualquier caso, estaba esta mañana en la playa con el perro, que le compraría al trampero supongo, y me reconoció, seguramente gracias al animal. Tuve una breve conversación con él, en el curso de la cual me preguntó por nuestra escuela. Le hablé de ti en tan buenos términos que me dijo que le gustaría conocerte y me preguntó si le presentaría si se tomara la libertad de venir a visitarnos mañana. Le dije que sí. ¿Hice bien? —Por supuesto. ¿Qué clase de hombre es? —Me parece un hombre muy respetable. Pero ya le verás mañana. Es el nuevo vicario de F.; lleva aquí solo unas semanas, supongo que no tiene amigos todavía y que le agrada la idea de charlar un poquito con alguien. El día siguiente llegó. ¡En qué estado de febril ansiedad y expectación estuve desde el desayuno hasta el mediodía, en que hizo su aparición! Después de presentarle a mi madre, me retiré con mi labor a la ventana y me senté a esperar el resultado de la entrevista. Dieron muestras de entenderse muy bien, para mi enorme satisfacción, porque me importaba muchísimo lo que mi madre pensara de él. No se quedó mucho tiempo en aquella ocasión, pero cuando se levantó para marcharse, ella dijo que le gustaría volver a recibir una visita suya; y, cuando se fue, me llenó de alegría oírle decir: —Bueno, Agnes, creo que es un hombre muy sensato. Pero —añadió— ¿por qué te has quedado sentada ahí detrás y has hablado tan poco? —Porque tú hablas tan bien, mamá, que no creí que necesitaras mi ayuda. Además, él había venido a verte a ti y no a mí. Después de aquella visita, vino a menudo a la casa… varias veces en el curso de una semana. En la conversación, casi siempre se dirigía a mi madre, lo cual no era de extrañar, porque ella era una magnífica conversadora. Casi la envidiaba por el sencillo y vigoroso fluir de su conversación y por el extraordinario sentido que tenía todo lo que decía… pero eso nunca llegaba a suceder, porque, a pesar de que me hacía recordar mis deficiencias en ese sentido, estar sentada entre las dos personas que más amaba y respetaba en el mundo y escucharlas hablar tan afectuosa e inteligentemente me procuraba un enorme placer. No obstante, yo no estaba siempre callada, ni se olvidaban de mí. Me sentía objeto de la atención deseada, y no faltaban las palabras amables ni las miradas de afecto, igual que un sinfín de atenciones demasiado sutiles para expresarlas con palabras y, por tanto, indescriptibles, pero que yo agradecía desde lo más hondo del corazón. El trato ceremonioso desapareció pronto entre nosotros. El señor Weston se convirtió en un invitado al que se esperaba y era siempre bienvenido, que jamás entorpecía los quehaceres de la casa. Me llamaba incluso «Agnes». La primera vez que pronunció este nombre lo hizo con timidez, pero luego, viendo que no ofendía a nadie, pareció preferirlo al frío «señorita Grey», igual que yo. ¡Qué tediosos y sombríos eran los días en que no venía! Sin embargo, no puedo decir que fueran tristes, pues contaba para animarme con el recuerdo de su última visita y la esperanza de la siguiente. Pero cuando pasaban dos o tres días sin verle, me sentía muy nerviosa —por supuesto sin razón, pues era obvio que él tenía que atender los asuntos de su parroquia— y temía el final de mis vacaciones. Temía que con el comienzo de mis obligaciones no pudiera verle algunas veces, igual que la idea de… si mi madre estaba en una de sus clases… yo me vería obligada a estar con él a solas… algo que me asustaba… en la casa; aunque encontrarle fuera de ella y pasear a su lado no había sido ni mucho menos desagradable. Una tarde, durante la última semana de vacaciones, llegó inesperadamente, pues la fuerte tormenta que se desató a primera hora me había hecho temer que no le vería. En aquel momento, sin embargo, la tormenta había cesado y brillaba el sol. —¡Qué hermosa tarde, señora Grey! —dijo, al entrar—. Agnes, me gustaría que me acompañase a… (nombró un lugar de la costa: una colina escarpada hacia el interior y proyectada hacia el mar en forma de precipicio, desde cuya cima se divisaba una vista gloriosa). La lluvia se ha llevado el polvo y ha refrescado y limpiado el aire. La vista será magnífica. ¿Vendrá? —¿Puedo ir, mamá? —Claro que sí. Fui a arreglarme un poco y bajé a los pocos minutos; aunque, naturalmente, me entretuve con mi tocado un poco más de lo que hubiera hecho de estarme preparando para ir sola de compras. La tormenta había tenido un efecto maravilloso sobre el tiempo y la tarde era deliciosa. El señor Weston quiso que le cogiera del brazo. Habló muy poco mientras cruzábamos las concurridas calles de la ciudad, y caminó muy deprisa, serio y pensativo. Me preguntaba por el motivo de aquel silencio y sentía un miedo infinito de que estuviera pensando algo desagradable. Mis vagas conjeturas me turbaban no poco, y hacían que también yo me mostrase seria y silenciosa. Pero estas fantasías se desvanecieron al llegar a las afueras de la ciudad, pues tan pronto tuvimos a la vista la venerable iglesia y la colina de…, tras la cual se veía el mar azul, mi acompañante volvió a mostrarse muy alegre. —Me temo que he andado demasiado deprisa para usted, Agnes —me dijo —. Tenía tantos deseos de salir de la ciudad, que olvidé preguntarle si caminaba con comodidad; pero ahora caminaremos todo lo despacio que quiera. Aquellas nubes claras del oeste indican que tendremos una puesta de sol magnífica, y, si marchamos a paso tranquilo, llegaremos a punto de contemplar su efecto sobre el mar. Habíamos llegado más o menos a la mitad de la colina, cuando volvimos a quedarnos en silencio; un silencio que, de nuevo, él fue el primero en romper. —Mi casa sigue siendo un lugar bastante triste, señorita Grey —comentó sonriendo—, y eso que he conocido a todas las mujeres de mi parroquia, y también a otras de esta ciudad, aparte de muchas que conozco de vista o de referencias; pero ninguna podría ser mi compañera… la verdad es que solo hay una persona en el mundo que podría ocupar ese puesto, y esa persona es usted. Me gustaría conocer su decisión. —¿Lo dice en serio, señor Weston? —¡En serio! ¿Cómo puede creer que podría bromear en un asunto como éste? Puso una de sus manos sobre la mía, que descansaba en su brazo. Debió sentirla temblar… pero ya no importaba. —Confío en no haberme precipitado —dijo, en tono serio—. Habrá advertido que no está en mi carácter prodigar lisonjas o decir tonterías… ni siquiera expresar la admiración que siento. Quisiera creer que una sola palabra mía o una mirada hayan significado más que las dulces frases y fervientes quejas amorosas de la mayoría de los hombres. Murmuré que no quería dejar sola a mi madre, ni hacer nada sin su consentimiento. —Hablé con la señora Grey, mientras usted se ponía el sombrero —replicó —. Me dijo que ella daría su consentimiento si usted me daba el suyo antes; y también le pregunté si, en el caso de que usted me hiciera tan feliz, vendría a vivir con nosotros, porque estaba seguro de que eso era lo que usted deseaba. Pero ella se negó, diciendo que ahora podía permitirse tomar a una ayudante, y que continuaría trabajando en la escuela hasta que tuviera unas rentas suficientes para vivir con comodidad; y que, entre tanto, pasaría sus vacaciones alternativamente con nosotros y con su hermana, y se sentiría más que contenta de saber que era usted feliz. Y ahora que ha despejado sus dudas con relación a su madre, ¿tiene alguna más? —No…, ninguna. —¿Me ama, entonces? —dijo, estrechando mi mano con verdadero fervor. —Sí. * Aquí me detengo. Mi diario, del cual he extraído estas páginas, continúa aún un poco más. Podría seguir escribiendo durante años, pero me contentaré con añadir que jamás olvidaré aquella gloriosa tarde de verano, y que es siempre con enorme placer como recuerdo aquella empinada y escarpada colina y el borde del precipicio desde el cual contemplamos juntos la espléndida puesta de sol, reflejada en el mundo de aguas inquietas que se extendía bajo nuestros pies, con el corazón rebosante de gratitud por la felicidad y el amor que el cielo nos había concedido, casi mudos por la emoción. Pocas semanas más tarde, cuando mi madre hubo encontrado una ayudante, me convertí en la esposa de Edward Weston, y jamás he tenido motivos para arrepentirme, como estoy segura de que nunca los tendré. Hemos vivido situaciones difíciles y sabemos que las volveremos a sufrir, pero las hemos sobrellevado juntos con amor, y nos preparamos para sobrellevar un día la separación definitiva, por la cual el que sobreviva al otro sufrirá la más grande de las penas. Pero con el pensamiento puesto en el glorioso cielo que nos aguarda, allí donde el pecado y la tristeza no se conocen, y donde nos volveremos a encontrar, también sabremos sobreponernos a ese dolor, y, mientras tanto, intentamos vivir para gloria de Aquel que ha derramado tantas bendiciones en nuestro camino. Gracias a su constante esfuerzo, Edward ha conseguido realizar sorprendentes reformas en su parroquia y es respetado y querido por sus habitantes tanto como merece; pues, sean los que fueren sus defectos como hombre —de los que nadie está completamente exento—, desafío a quien ponga en duda su conducta como pastor, como marido o como padre. Nuestros hijos, Edward, Agnes y la pequeña Mary, prometen ser personas de bien; su educación, por el momento, es casi en su totalidad responsabilidad mía, y no les faltará nada que los cuidados de una madre pueda darles. Nuestra modesta renta es más que suficiente para cubrir nuestras necesidades, y practicando la economía que aprendimos en tiempos más difíciles, sin imitar nunca a nuestros vecinos más ricos, conseguimos no solo vivir confortablemente, sino que cada año podemos ahorrar algo para nuestros hijos y algo para dar a los necesitados. Y, ahora, creo haber dicho bastante. FIN

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